lunes, 25 de abril de 2016

COMO LEER

El arte de leer sin prisas y sin ser molestado, sabia y adecuadamente, que antaño respondía al esfuerzo y al celo del escritor con una paciencia de igual calidad, se está perdiendo, se ha perdido.

(Paul Valéry)



En las Conversaciones con Goethe que compiló J.P. Eckermann, el genial autor alemán dijo que «la gente no tiene ni idea del tiempo y el esfuerzo que le cuesta a uno aprender a leer. A mí me han hecho falta ochenta años, y ni siquiera hoy podría afirmar que he alcanzado mi objetivo». No debe ser muy frecuente que la gente ponga en duda si sabe leer. Pero si un gigante como Goethe no lo tenía del todo claro, quizá no sea descabellado que nos preguntemos si realmente sabemos leer.









¿Qué es leer? ¿Qué es lo que hace que alguien sea un buen o mal lector? C.S. Lewis comienza La experiencia de leer señalando que el papel de la crítica es juzgar libros, y que de ahí parece deducirse que el mal lector es el que lee malos libros. Lo que se propone Lewis es darle la vuelta al argumento y fijar su atención no en los libros sino en los lectores o en los tipos de lectura. Así podríamos decir que, antes de comenzar a leer cualquier cosa (novela, ensayo, poesía, cómic, revista… o incluso un artículo como éste), todos tenemos una disposición general, una actitud hacia la lectura. A partir de la articulación de esa idea, Lewis da el salto para hablar de buenos y malos lectores, identificándose con la minoría y la mayoría, respectivamente. 


Como yo no estoy capacitado para dar ese salto, me limitaré a ofrecer algunos apuntes sobre las actitudes hacia la lectura, para que después usted extraiga las conclusiones que considere oportunas.

Descartando a aquellos que por el motivo que sea no leen nunca, se podría decir, resumiendo quizá excesivamente, que hay dos actitudes opuestas (extremas) hacia la lectura, que dependen de concebirla como una actividad residual (leer es una forma de matar el tiempo que puede ser abandonada en cualquier momento por cualquier otra cosa) o como una actividad esencial (leer es una necesidad vital, y de manera constante se busca tiempo y un espacio adecuado para dedicarse plenamente a ella). Entre esas dos actitudes me he movido siempre: en ocasiones leer es casi tan necesario como comer, y en otras la excusa más absurda me sirve para abandonar cualquier lectura. Pero a pesar de las posibles variaciones creo que todos tenemos una actitud general, más o menos estable, hacia la lectura.
En esa esquemática caracterización de las actitudes ya está implícita la respuesta a una pregunta fundamental: para qué se lee. Si descartamos a los que leen por obligación (estudiantes, correctores, etc.), se puede leer para pasar el rato, por placer, para sacar algún tipo de provecho de la lectura (por ejemplo, para ordenar nuestras opiniones y costumbres, como dice Montaigne)... ¿Es el propósito con el que se afronta la lectura lo que otorga dignidad al lector? A primera vista los límites entre esos propósitos pueden parecer claros, pero los resultados que se derivan de ellos quizá no lo sean tanto. Bien puede suceder que, pretendiendo únicamente matar el tiempo, no se disfrute en absoluto (como le ocurre a aquellos que sienten el extraño deber de finalizar un libro que les disgusta), o que se disfrute y además se aprenda algo esencial con la lectura; y también se puede sentir un aburrimiento cósmico o un placer infinito leyendo cuando sólo se pretende algún beneficio de tipo intelectual.
Lewis hace otra distinción muy interesante: entre los que «reciben» la lectura y los que la «usan». Los que «reciben» la lectura no son pasivos, sino activos de manera obediente, dejan que el autor se exprese, que desarrolle lo que quiere decir. En El lector común, Virginia Woolf también destaca esa idea cuando recomienda que «no le dictemos al autor; intentemos convertirnos en él. Seamos sus compañeros de trabajo y sus cómplices. Si nos retraemos y mostramos reparos y críticas al principio, nos estamos impidiendo sacar el mayor provecho posible de lo que leemos». Es decir, primero leer y recibir esas impresiones, ideas, etc. como el que escucha a un amigo; después dejarlas reposar para, más tarde, volver a ellas ya como juez.







Crear esa especie de vacío mental para recibir plenamente una obra no es una tarea sencilla (a mí me cuesta muchísimo). Fernando Pessoa lo confirma en el Libro del desasosiego: «Nunca he podido leer un libro entregándome a él; siempre, a cada paso, el comentario de la inteligencia o de la imaginación me ha interrumpido la secuencia de la propia narrativa»; o «Leo y me abandono, no a la lectura, sino a mí mismo». Leer separando la lectura del juicio simultáneo es muy difícil, pero sus beneficios son evidentes. Leer de ese modo es como el mirar a través de una ventana diferente en cada lectura: lo que encontremos al otro lado puede gustarnos o no, pero quizá descubramos cosas desconocidas e inesperadas que puedan enriquecernos.
Leer intentando imponerse al autor constantemente, peleando con él, exigiéndole que diga lo que queremos escuchar (y de la forma en que queremos escucharlo) es entender la lectura como el mirarse en un espejo: sólo veremos nuestro propio reflejo, y nada más. Esa es la actitud de los que «usan» la lectura, la de los que se preocupan demasiado por hacer algo con aquello que leen, impidiendo que esa obra les llegue, encontrándose únicamente a sí mismos sin ser conscientes de ello. Es la actitud del que sólo lee para reafirmarse en lo que ya sabe y para indignarse con los que no piensan como él. Georg C. Lichtenberg lo resumió en un brillante aforismo: «Un libro es un espejo; si un mono se mira en él, el reflejado no podrá ser un apóstol. No tenemos palabras para hablar de sabiduría con el necio. Ya es sabio quien entiende al sabio».








Según Lewis, para las personas que carecen de sensibilidad literaria, «la frase "Ya lo he leído" es un argumento inapelable contra la lectura de un determinado libro». El contemplar o no la posibilidad de la relectura podría ser otro criterio para distinguir al buen del mal lector. Y aunque yo no tengo nada claro que ese criterio sirva para algo, lo cierto es que leer un libro debe ser una de las pocas actividades que, habiendo producido gran satisfacción una vez, mucha gente rechaza repetir (si ha producido sufrimiento supongo que sólo un imbécil se embarcará en la relectura).
Igual que habrá quien, como Lewis, considere que el releer es un hábito del buen lector, hay quien afirma que el abandonar las lecturas es propio del mal lector. En ese caso reconozco que soy un mal lector, porque no tengo ningún problema en aparcar provisional o definitivamente cualquier lectura incluso aunque –y sé que esto puede parecer sorprendente– esté disfrutando de ella. Quizá por eso me veo reflejado en lo que dice Montaigne en el capítulo titulado «Los libros» de Los ensayos: «En cuanto a las dificultades, si encuentro alguna leyendo, no me como las uñas con ellas; las dejo en su sitio tras hacer una carga o dos. Si me plantara en ellas, me perdería, y perdería el tiempo. Porque tengo el espíritu saltarín. Lo que no veo a la primera carga, lo veo menos obstinándome».
Otro criterio que se emplea para distinguir al buen del mal lector es el de referirse a la calidad de las lecturas (difícil de medir, si es que es posible) o la cantidad de las mismas (fácil de medir, si uno no miente). Tampoco me parece un criterio muy fiable. Se puede leer a muchos autores más o menos indiscutibles –como Montaigne, Goethe o Pessoa, sin ir más lejos– y ser un mal lector. Además creo que a partir de una valoración errónea de esas variables de la cantidad y la calidad de las lecturas se produce una confusión entre lo que caracteriza a la persona erudita y a la persona culta.
La persona erudita es aquella que, gracias a la lectura incansable, consigue acumular una enorme cantidad de pensamientos ajenos que, por estar superpuestos a los suyos propios, están incomunicados entre sí, sin relación ni coherencia alguna. La persona erudita leerá mucho pero su pensamiento está muerto, cubierto por el polvo, fosilizado, como si se tratara de una gran biblioteca desordenada. La persona culta, sin embargo, no se caracteriza por acumular necesariamente grandes cantidades de pensamientos ajenos, sino por establecer de manera constante numerosas conexiones entre ellos y con los suyos propios. La persona culta puede leer muy poco pero su pensamiento está vivo, en continua mutación, fluye, como si fuera una pequeña biblioteca perfectamente ordenada que no deja de renovarse.


En otro de sus célebres aforismos, Lichtenberg decía que «hay muchísima gente que lee sólo para no tener que pensar». Y Arthur Schopenhauer, en el segundo tomo de Parerga y Paralipómena, explicaba esa misma idea: «el mucho leer quita al espíritu toda su elasticidad, como se la quita a un muelle un peso que lo presiona continuamente; y el medio más seguro para no tener pensamientos propios es echar mano de un libro cada vez que se tiene un minuto libre». Si se lee mucho pero después de la lectura uno no medita sobre lo leído y se abandona al entretenimiento irreflexivo, se perderá la capacidad de pensar. Para que, por medio de la lectura, el pensamiento, sin dejar de ser nuestro, se fortalezca, el proceso no debe ser leer→descansar→leer, sino leer→pensar→leer.
Llegado a este punto quizá ya tenga usted un veredicto sobre si sabe leer o sobre lo que hace de alguien un buen o mal lector. En lo que a mí respecta, en este camino se me han ido aclarando algunas ideas y oscureciendo otras, aunque tal vez no sean realmente mías.



Fuente: diario.es

LA TORMENTA

El mar permanecía estático.Sobre él, planeaban nubes algodonosas vestidas de verdes y morados. Presagiaban temporal. El viento se reforzaba. En el horizonte, un velero y dos tonos, un blanco incipiente y el gris siniestro. Largos silencios de la tripulación. La tensión era evidente. El viento ondulaba la superficie. Se reforzaba. Aparecían las primeras crestas blancas. Rompían el silencio. El oleaje, cada vez mayor, alcanzaba la cubierta. Chapoteaba y estibaba al azar pertrechos y cabos. Cristina y yo nos refugiamos junto al mástil protegidos  por los recuerdos.  




En nuestra memoria, cada septiembre, cuando aparecían las mareas, nosotros en el pueblo. El mar azotaba el paseo. El ruido se hacía ensordecedor y contundente  en cada embate. Los habitantes de la costa se exponían al vaivén del reflujo de deseos y soledad, nosotros nos refugiamos en el pueblo. Los rompientes envueltos por la espuma y teñidos por el verdirrojo de algas y sufrimientos alertaban a las parejas más débiles. Caminábamos abrazados por el espigón, entre charcos que sobrevivían hasta la siguiente ola. Temíamos ser raptados por las aguas o por el olvido. Al llegar a nuestro rincón de amor, el silencio. Una luz serpenteó en el exterior, seguida de un fuerte estruendo. La cortina de lluvia y el miedo cerraban la gruta. No podíamos salir. Estábamos obligados a esperar y  hacer el amor. Distendidos, nos abrazamos. ¡Qué distante estaba el velero! Cesó la lluvia. La luz en la entrada presagiaba un buen tiempo. El horizonte cambió los matices, con un azul infantil y otro intenso. Los dos volvíamos a ser jóvenes con ganas de navegar, sin miedos. Nos embarcamos. Llegó la tormenta y todo empezó de nuevo.


Javier Aragüés (mayo 2016)

domingo, 17 de abril de 2016

APRENDIENDO A NO VIVIR

Este relato se refiere a las etapas determinantes en la vida de Paris Jackson, según su diario.

Mis primeras anotaciones son textuales.

Me bloqueo al sentarme ante el confesionario de papel. Quiero expresar los periodos más importantes de mi vida y los recuerdos en silencio.
Antes de la muerte de mi padre, soy una niña.  A los once años, en el funeral de mi padre, me presento en sociedad. Basta una mirada azul, el rocío en las mejillas y unas palabras, escritas por otros, para dibujar  el momento. “Desde que nací, papá ha sido el mejor padre que uno pueda imaginar. Te quiero mucho”- dije. 

No quiero reconocer el motivo de su muerte, y menos, divulgarlo en las televisiones de todo el mundo. Sí, sí, mi padre muere por la ininterrumpida ingesta de sustancias, de todo tipo de drogas y por la obsesión por mutar su piel. No me libro del recuerdo. Me avergüenzo. Deseo permanecer en el anonimato desde esa fecha hasta la mayoría de edad. Todo cambia cuando conozco a Michael, mi novio.  Los dos queremos grabar la felicidad del momento. Congelarla. ¿Qué puedo hacer sin las redes sociales? ¿Sin tatuajes? Ahora sí quiero que miles de millones de usuarios me reconozcan. Dos frases, un beso y los tatuajes. El beso y la frase  de Michel: “Una de las mujeres más increíbles que he conocido”. Para mí, la de: “El mejor cumpleaños”. Anuncio una nueva etapa de mi vida. Los tatuajes recuerdan a los seres más queridos. “Reina de mi corazón”. Así me llamaba mi padre. Y una flor oriental con el nombre de Kaiselin, que es como llaman a mi abuela paterna.

Mi padre oculta mis cumpleaños. Me disimula. A mí y a mis dos hermanos, nos sobreprotege. Llega a ocultarnos, literalmente, con velos como consecuencia de su exposición a las excentricidades. Quien se oculta es él. Lo compra todo, nos compra a los tres hermanos, el más pequeño es de vientre alquilado. La vendedora es Deborah Rowe, mi madre, enfermera y segunda esposa de Michael Jackson. Así le llamo cuando quiero distanciarme. El precio de la transacción, una ganga para él. Ocho millones de dólares y una casa en Beverly Hills.










Todo lo que me ocurre es una premonición. Al morir mi padre vamos a vivir con mi abuela. Infancia complicada y adolescencia difícil. Me acosan en la escuela. Intento suicidarme dos veces. Presento síntomas de alcohólica. Me internan en un centro, mal llamado de rehabilitación.  Se puede decir que me recupero. Acudo, no muy convencida, a las reuniones de alcohólicos anónimos.

En octubre inicio una relación con  Chester Castellaw, conocido futbolista y mi esposo a pesar de los rumores. Tengo un hijo. Desde entonces me llamo Paris Chester.  Lo anuncio en las redes sociales.

En la clínica de rehabilitación he hecho buenos amigos. Snoddy, batería  de la banda de rock Street Drum Corps, es ahora,mi novio.  Con veintisiete años sabe lo que quiere. Me da seguridad. Mi familia está preocupada. La banda toca y exhibe la bandera confederada, la de los estados del sur; la de los estados racistas. No solo es la banda. Él muestra la bandera en un tatuaje en el antebrazo derecho sin darle importancia. Me explica: “Me lo hice cuando era más joven” . Si le tachan de racista responde: “Cómo voy a serlo si la familia de Paris es de color”. Me convence.

No sé cuál será mi profesión en un futuro. Por ahora me conformo con ser activa en Instagram. Fotos con amigos, con mi familia. Ser creativa. Rodeada de mis ídolos. Kevin Spacey.  Bob Marley. Elvis Presley Miley Cyrus. Justin Bieber; y de mi padre, Michael Jackson. El rey de mi corazón. Para el resto, el rey del pop. Mi vida, hasta ahora, empieza y termina con mi padre.




Javier Aragüés (abril 2016)

lunes, 11 de abril de 2016

BURBUJA IMPOSIBLE

Odette era parisina y singular entre las mujeres. Deseaba ser bióloga a principios del siglo XX, Buscaba, sin compromiso, plantas y seres vivos. Deprimida en invierno. En verano, soñaba a orillas del Sena. En primavera y otoño, buscaba hojas en el Bois de Boulogne,vivas o muertas. Disfrutaba con la escala de colores y le gustaba el desliz al vacío de casi todas. Prefería los bermejos, los que anunciaban la transición entre estaciones. Las hojas desprendidas de los árboles alimentaban el humus. Esperaban el empuje del viento para decorar otro camino y ella las animaba con su vista.

Odette ocupaba mi soledad. Buscaba su sensibilidad, su compromiso con la vida. Disfrutar de la naturaleza como ella, sin compartirla con otros. Intentaba hacerme el encontradizo. Jamás me topaba con su mirada.

Era técnico en una empresa del extrarradio de París. Mis entretenimientos eran la paciencia y el diseño de utensilios imposibles. 









Quería secuestrar sus deseos. Construía una gran burbuja. Dentro, hojas, árboles y pájaros. En la base, una abertura al exterior permitía que crecieran los árboles y un cierre hermético dificultaba tener fantasías. Creaba un microclima. Pasaba la luz durante el día e iluminaba la noche. Los árboles progresaban. Los pájaros se mantenían en las ramas. Odette era feliz. 

Una mariposa policromada se posaba en el exterior de la burbuja. Odette consciente, gritó."¡Estoy encerrada! ¡Me ahogo!" Pinché la burbuja. "¡Jamás me tendrás!"- exclamó.

El lepidóptero revoloteaba  ante mis ojos. No le atrapaba. Había diseñado un artefacto para encerrar deseos, incompatible con el amor y generador de infelicidad. 

Volvía al trabajo derrotado e incapaz de pasear por París

Javier Aragüés (abril de 2016)

jueves, 7 de abril de 2016

DIAS LETRAS Y DE ROSAS

Cada jueves me acercaba a la biblioteca del barrio. Me gustaba leer in situ. La luz que entraba por los grandes ventanales descubría estanterías que soportaban grandes cantidades de papel, modulado en tomos, con millardos de letras escondidas entre sus páginas. Estaban dispersas, al azar. En ocasiones, cobraban sentido y surgía un autor y su obra. Estaba rodeado de libros oprimidos en estanterías, sin respirar, a la espera que una mano libertaria les rescatara de esa checa que suponía el inmovilismo. Al coger un libro, antes que lector,  me sentía revolucionario de la cultura, en la misma guerrilla que  el título y el autor. Emprendía una aventura de ocio y aprendizaje, sin obviar la crítica. Si coincidían todos los elementos, la revolución triunfaba. Era incruenta. Liberaba pensamientos. Aligeraba prejuicios y almacenaba conocimientos. La aventura se repetía cada día. Los tableros de eventos de las bibliotecas  anunciaban. “Todos los ejemplares en manos de editoriales ocuparán las calles”. El lenguaje, el poder del papel y la capacidad transformadora estaban a disposición de la ciudadanía. El periodo prerrevolucionario era un hecho. El tránsito, a la revolución total, era irreversible.











Dance me to the end of love Leonard Cohen 


El estado, las instituciones y la iglesia estaban alarmados. Intentaban disuadir con mayores impuestos sobre los ejemplares a la venta. No se abrían nuevas bibliotecas. Disminuían los tiempos de apertura de las existentes. Llegaban  a decir. " A través de la lectura se contraen enfermedades de transmisión sexual por contacto con el papel". La contraofensiva de los poderes fácticos era tan intensa que la ciudadanía buscaba medidas audaces para sortearla. La más extendida. “La cadena de libros”. Cada persona después de leer un libro lo pasaba al amigo más próximo o persona conocida. No se ponía ninguna limitación. Para evitar romper la cadena, al recibir un libro leído lo depositabas en el FLH, (Fondo de Lectura para la Humanidad). Había al menos uno en  cada barrio, generalmente en una escuela pública. Cuando se saturaban de ejemplares pasaban a las sedes de los grandes periódicos. Las bibliotecas estaban inutilizadas, el control de acceso estaba en poder del gobierno. La situación se agravaba. No bastaba con leer. Muchos ejemplares eran interceptados al transportarlos a los grandes depósitos.  A los lectores más comprometidos en leer, se les  pedía un esfuerzo adicional. Memorizar el mayor número de volúmenes por cada lector. La transmisión oral quedaba asegurada en el caso de pérdida o destrucción. Yo me sentía capaz de acometer la lectura en solitario. Eligieron  el día en que los volúmenes y lectores salían a la calle, con un único mensaje "LIBROS Y ROSAS".  






Como estrategia para memorizar me concentraba en cada frase o letra. Asociaba algún concepto o imagen. Por ejemplo en el caso de la consigna de la convocatoria, una letra necesaria pasaba inadvertida. No tenía significado en soledad. Analicé el mensaje. Dos sustantivos separados por una sola letra. Uno, sustentaba la movilización y era el instrumento del cambio; el otro, una flor y una  letra enlace. Me recordaba a Yolanda, griega, estilizada y discreta. Tuvo una gran idea. Acompañar cada libro con una rosa, símbolo de la revolución. Me enamoré. Solo pensaba en ella. Hacíamos el amor cada noche. Me abandonó.  Olvidé lo aprendido. Rompí la cadena.

Javier Aragüés  (abril 2016)















lunes, 4 de abril de 2016

EN DOMINGO


Era domingo. Golpeaban la puerta con insistencia sin hacer ruido. Me levanté somnoliento caminaba en zigzag. Mis pies, a un ritmo disonante por el frío, evitaban el contacto con las baldosas cascadas; eran el teclado de un piano imaginario. No lograba componer otra sinfonía que no fuera la de la soledad. ¿Será Jimena?-pensé. Había marchado hacía tiempo. ¿Cuánto? - no lo  recordaba, Desde aquel día dejó una estela de falta de cariño en todas las habitaciones. Siempre estábamos muy unidos. Compartíamos el sillón de lectura. Nos poníamos de acuerdo, mirándonos a los ojos, sobre quien lo ocupaba. Jimena se sentaba a dormir mientras, yo hacía tareas domésticas. No soportaba que fuera solo al mercado.
Al regresar, no preguntaba, se hacía la huidiza. Entraba con sigilo en la cocina no perdía de vista mis gestos. Yo cocinaba. Era un acuerdo tácito consecuente con mis principios y el respeto mutuo. Cuando la comida estaba lista nos dirigíamos al comedor. Jimena siempre aprobaba el menú. Acabábamos a la vez. Yo recogía los platos, ella me esperaba en el salón. Nos  respetábamos.

Algo surgió  un domingo de esa primavera, que nos alejó. Jimena se apoyó en el alféizar de la ventana. ¡Jimena! ¡Jimena!-le gritaba. En el salón, el sillón estaba vacío. No había rastro de su olor característico. Me había abandonado. 

Otro domingo, golpearon levemente en la puerta. Deseaba abrir. A la vez sentía miedo.  Abrí la puerta. Quien llamaba era un funcionario. Quería comprobar si Jimena vivía allí. Hace tiempo que no está-le dije. Si vuelve deben presentase en el Departamento de Asistencia Social-interpeló. 

Cada noche salía a la calle para buscar a Jimena. Ni rastro de ella.








En la primavera siguiente, un domingo, de nuevo golpes suaves en la puerta. Temí que fuera  el funcionario.  Me asomé a la mirilla. No vi a nadie. Me tranquilicé un momento. Continuaron los insistentes golpes suaves. Abrí, era Jimena, se arrastraba. Su aspecto era lamentable.  Famélica, con bronconeumonía, cataratas, alérgica, y lo peor, envejecida y sin cariño. No tenía fuerzas para mantenerse en pie y menos para hacerse cargo de la criatura que lamía su desfigurada mama, que murió a los pocos días. No hice ningún comentario. La cuidaba. Era imposible acudir con Jimena, en su estado, ante el funcionario,

El Departamento de Asistencia Social me explicó con detalle, sus objetivos. Pretendía utilizar los animales con fines terapéuticos en los tratamientos funcionales, cognitivos o emocionales junto a personas especializadas con plena dedicación, obligadas incluso a vivir lejos de su hogar. Ahora entendía la función del Departamento,  la de Jimena y su inseparable gata. ¿Podría vivir sin ellas? Caí en una depresión profunda. El funcionario, para liberar su conciencia me asignó a Jimena junto a la gata para asegurar la fuente de sosiego y compañía que necesitaba. Pasó la depresión. Jimena me confesó que el hijo era del funcionario y que él, la maltrataba. Jimena y Jimena, la gata, desde entonces, me acompañaban.


Javier Aragüés (abril 2016)