viernes, 14 de abril de 2017

EL ÚLTIMO CONSEJO

Al regresar los templarios, siempre les esperaba en la gruta junto al fuego entre el calor y las marmitas. Bruna -así se llamaba la mujer- estaba allí, vigilante, atareada y disfrazada de tiempo infinito, el que no transcurre,  ni vuelve. Tenía la cara ajada como las huellas que dejan los caballos sobre la arcilla y el rostro triturado por el calor del lar y la fría soledad. La faz estaba deformada por la hoguera y las esperas. Ese quehacer se había incrustado y no salía de su cara. Cada mañana,  se dirigía a los márgenes del río para reponer los odres del necesario fluido frío y transparente, listos para calmar la sed al regreso de los cruzados.







Sir Robert - al que se le conocía como "el inglés"- pensaba en Bruna y se apiadaba de su rostro, el resto de su figura y la mente encajaban con lo que para él debía ser toda una mujer. 
Al bajar de su montura la miraba buscando la calma que le proporcionaba para tomar fuerzas hasta la siguiente batida. Nunca cayó prisionera y manejaba la espada con la misma destreza que las escudillas para cocinar.
Si acechaban los detractores del obispo de la  diócesis del Burgo, para ella los verdaderos herejes, luchaba sin  desfallecer  hasta obligarles a huir o malherirles si era 
necesario.

Todos la ignoraban excepto Sir Robert Crown, un sajón que se había unido a la partida en el sitio de Jerusalén y les acompañaba desde entonces. Huían del infiel, con tal rapidez, que abandonaban sus propias sombras. Una larga travesía por tierras del continente, que les llevó hasta las puertas del Burgo de Osma, en plena meseta castellana.
En el entorno y en la ribera del río Lobos, responsable de la formación del cañón por un doble fenómeno de erosión (*),
instalaron su escondite.
(*) Sometido a la erosión mecánica del propio río y la de disolución de la roca calcárea










Levantaron una ermita cisterciense conocida como la de San
Bartolomé. Confundida con las paredes del angosto cañón, la luz la cubría de un amarillo piedra y la teñía de grises en ausencia de sol y con cielos cubiertos. Las lágrimas negras de las paredes se derramaban en la pendiente más acusada del barranco.
Los templarios tenían unos aliados incondicionales, los buitres que vigilaban el barranco. A los nobles, falsos creyentes, al caer de su corcel los convertían en túnicas desprovistas de carne con manchas rojas pestilentes perforadas por el pico de las aves carroñeras.
Aquel día el inglés  -como le conocían todos- no formó parte de la partida, permaneció en la gruta junto a Bruna curándose de unas malas heridas que le propició un falso cristiano y opositor del obispo de la diócesis del Burgo, su eminencia don Pedro de Bourges, defensor de los derechos del pueblo frente a los nobles.
Bruna, en el más nítido acto de dulzura deslizaba la mirada y las manos sobre sus úlceras, tratando de inculcarle sosiego. 





Phillipe de Champaigne



El caballero llevaba varios días quejándose. Las heridas habían pasado de profundos surcos a masas purulentas que irradiaban un hedor que se había instalado en el ambiente de la gruta, sustituyendo al aire. A la  entrada se agolpaban los buitres que se posaban agitando las alas extendidas en toda su magnitud y aseguraban, con su revoloteo, el posar tan seguro como ruidoso.







Con los dedos entrelazados y las manos sudorosas rezaba por la salud del "inglés" como único deseo de esa fervorosa oración. Lo rezos no impedían que el caballero delirase, con un gran esfuerzo cogió la mano de Bruna que le miraba. Él, le pidió que se acercara y con los labios junto a los suyos, susurró -Te he querido en silencio sin ser reconocido. Me has tratado con privilegio frente al resto, nunca te he expresado mis deseos y ahora tengo que partir. Sin apenasfuerzas, a modo de consejo, le dijo -Ya sabes lo que dicen en por estas tierras: "Quien quiera coger peces que se moje el culo". Yo no he sido capaz y te he perdido.

Los buitres le asieron con sus poderosas garras y le 

arrastraron hacia la eternidad.

º

Javier Aragüés (marzo de 2017)



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