domingo, 16 de abril de 2017

UNA SUGERENCIA CON CONDICIONES

Al pasar ante el portal el aroma del cuerpo de Ana quedaba suspendido el tiempo suficiente para acompañarme de nuevo y pasearme por ese fin de semana que pasamos en Roquetas, al principio del boom turístico. Ella estrenaba bikini, yo unas gafas de sol de piloto que bastaban para ser observado y atraer, con el riesgo de contraer la tontería. Tendida en la arena, yo junto a ella, solo podíamos rozarnos, para no ser apercibidos por un fuego cruzado de miradas de otros bañistas o de los caminantes del paseo. Sentí su piel al apoyar una pierna sobre la mía. Ambos notábamos el calor de nuestros cuerpos y de nuestros comentarios. Iban creciendo las insinuaciones hasta que ella sorteó el nivel inmediato y me dirigió la frase inolvidable, "pienso que para hacer bien el amor hay que venir al sur". 




Sin abandonar el peldaño alcanzado bruscamente, contesté con una sonrisa y otra frase: "para eso hemos venido, ¿no?". El tono ambiguo me permitía, a la vez, ser escapista o reafirmar mi inicio del camino al enamoramiento, pero resultó poco convincente. Tenía que interpretarlo con rapidez ante la inminencia de su respuesta. No contestó. Se levantó dobló la toalla. Fue capaz de mantener una expresión que no concluía ni enfado o propuesta y marchó sin mediar palabra.

Terminó el fin de semana y volvimos a Madrid, a la rutina. Ana era bibliotecaria, yo me ocupaba de la sección de cine en uno de los diarios de mayor tirada. No nos veíamos apenas. Tenía la duda de si ella, habría dado una zancada o se habría replegado.

Al cabo de un mes, apareció Richard, un periodista irlandés  que contrató el periódico. Los presenté, sin saber que era el primer paso hacia la ausencia de expectativas. A partir de ese momento salían habitualmente.

Ya no había fines de semana a la carta. Nos dejamos de ver. Para ser precisos me dejaron   ellos. Quedamos una tarde en el Café Comercial. Entraron de la mano y con gestos de complicidad. Ana hizo gala de dominar el inglés, a la menor oportunidad, incluso se hacía pasar por británica delante del camarero:

- ¿Qué van a tomar? - dijo el camarero.
- Excuse me -dijo Ana, entre despiste e incomprensión.
- Por favor, yo lo de siempre y ¿tú Sergio? -Richard ayudaba y deshacía la interpretación de Ana.

Ella había disfrutado durante unos instantes de su aparente doble nacionalidad. Me incorporé a la mesa. Ana dominaba a los dos y repartía los papeles del improvisado sainete. Propuso organizar un viaje a las playas de Almería, para el próximo puente, con la condición de ir dispuestos a todo.

Sentí que no olvidaba los días que habíamos pasado, antes de conocer a Richard y que culminaron en un final abierto. Habría reflexionado y querría darse, darme, otra oportunidad. Accedí con entusiasmo. Al llegar al hotel pidió una habitación y con mirada sugerente nos invitó a subir. Abrió la puerta y dijo. "podéis desnudaros". Richard y yo nos miramos. Él con muestras de agradecimiento, y yo profundamente confundido.






- Sabéis lo que pienso de lo adecuado de esta zona para consumar las relaciones -avanzó Ana.
- ¿Delante de ti? -preguntó Richard.
- ¿Los dos contigo? -dije.
-  No, vosotros dos y yo de testigo -contestó Ana.

Jugaba con ventaja, conocía la sexualidad de Richard y mi deseo de practicar el sexo con ella. Había urdido un plan para vengarse de mi falta de iniciativa utilizando a nuestro común amigo.

-¿Cómo pretendes que sigamos el juego? -comenté.
- No es un juego, es una propuesta -intervino ella.
- ¿Por qué pretendes que me arriesgue? ¿Tú, a qué estas dispuesta? -interrumpí.
- A lo que quieras. Para comprobarlo debes aceptar. Ya sabes " que quien quiera peces que se moje el culo " -respondió sin dudarlo con un tono entre irónico y despechado. 

Cuando volvía a pasar ante el portal de Ana confundía el aroma de su cuerpo del primer fin de semana con los olores que invadieron la habitación, mezcla de los deseos de los tres. Por fin la ambigüedad se había disipado.



Javier Aragüés (abril de  2017)

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