Aunque no era primavera, me enamoraba como la mayoría de los bípedos.
Para aclarar mi identidad he de decir que no era un chimpancé, aunque fuéramos
de la misma familia de los homínidos. Lo que significaba, aunque me duela, que
no dejaba de ser un primate mejor o peor evolucionado y desde luego, mejor que
Eladio, del que me diferenciaba. No tenía más remedio que hablarles de él.
Claro que para muestra de lo poco desarrollado que estaba, bastaba con verle. ¡Para
mayor evidencia y confusión, amaba los cacahuetes! Eso, entre otros muchos
motivos, nos había creado más de un contratiempo en las reuniones familiares,
sobre todo las que tenían lugar en locales públicos.
Recordaba aquella comida de Navidad, en el selecto restaurante FOOD FOR YOU, cuando al hermano de mi pareja, Cristina, el jefe de comedor le reprendió varias veces y por varias causas, entre otras, para que no echara las cáscaras de los manís al suelo y dejara de dar saltos por el salón agarrándose a las ostentosas lámparas de araña y, sobre todo, por lo que más le llamaba al orden, cuando se rascaba desmesuradamente, golpeándose el pecho con los puños y después de prolongados redobles, se pasaba los dedos de la mano diestra, una y otra vez sobre su cabeza y se expulgaba como si se acabara el mundo. A veces continuaba su liturgia sobre la espalda del camarero que nos servía. Las escenas eran tan histriónicas que no solo abochornaban a Sulpicio, su compañera, y cuñada de Cristina.
Sulpicio, como indicaba su nombre -a mí me lo parecía- era una mujer práctica, comunicativa y observadora, con facilidad para intimar, caracterizada por su honestidad y perseverancia. Había conseguido todo lo que se proponía, excepto enmendar a Eladio.
Sabía que todo esto producía
hilaridad, pero laminaba la paciencia de Cristina, mi pareja, y destrozaba
nuestras vidas; hasta el extremo de hacerme dudar de si debía revelar lo que
pasó en la sobremesa de aquel día, en el frecuentado restaurante, después de que
Eladio se excediera como nunca lo había hecho. Llegó a intentar aparearse con
una de las camareras. Se originó un gran alboroto, y la mayoría de los clientes
abandonaron el local escandalizados.
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El maître era un hombre pausado como exigía el oficio, vestido de negro elegante,
rematado por una corbata de color luto y tacto, acharolado por los años y el
roce, que le daba el tono sobrio y experimentado que exigía la profesión. En
medio del caos, sin perder la compostura ni levantar la voz, simplemente con
un arqueo de cejas se dirigió a dos de los camareros. Ambos entendieron
que debían retirar un rótulo discreto, enmarcado y amarillento, que
colgaba junto a la guardarropía y en letras mayúsculas exclamaba: RESERVADO
EL DERECHO DE ADMISIÓN. Al mismo tiempo, ordenó sustituirlo
por otro, también en mayúsculas, de mayor tamaño que el anterior y que
expresaba entre exclamaciones: ¡NO SE PERMITEN ANIMALES! Estampado
sobre un blanco reluciente que llamaba la atención de su contenido por su
pulcritud virginal. Durante toda la exhibición de Eladio, el jefe de salón no se
inmutó.
Pasó el tiempo, dejamos de vernos. Incluso pasaron meses sin saber nada de Sulpicio y Eladio. Hasta que un día en uno de los noticiarios de una cadena de "telebasura" se abría con la sorprendente noticia:
"Una pareja mixta deleita a pequeños y mayores. Eladio el primate, acompañado de su domadora. ¿Se cuestiona la Teoría de la Evolución? "
Sulpicio no conforme con lo que había alcanzado con Eladio, pensaba dar un salto más, evidentemente no en sentido literal. Veía un resquicio para consolidar la posición de su gran amor, mientras leía en un diario vespertino:
"Se necesitan candidatos a las próximas elecciones para un partido
con gran implantación a nivel nacional"
Javier Aragüés (diciembre de 2017)
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