domingo, 26 de enero de 2020

DONOSTI






En enero, como lo hacía siempre pero con menos frecuencia que en el resto del año, el tren entró en la vieja estación del Norte con gesto cansino y muy poco a poco acompañado por el chirriar de las bielas y los goznes de los enganches de los vagones; en el momento que cesó el quejido mecánico se detuvo al llegar al cartel bajo la marquesina, de fondo blanco rotulado con letras gruesas y nítidas de un inconfundible azul bilbao en el que se leía  SAN SEBASTIÁN - DONOSTI. El tren, completamente inmóvil y como si resoplara por la fatiga, se envolvió en una densa nube de vapor blanco que ocultaba el escaso número de personas que se encontraban en ese momento en el andén y, por su actitud, no se sabía si esperaban un tren o eran meros figurantes. Un hombre se echó el silbato a la cara y con la otra mano agitó un banderín rojo deshilachado y se escucharon tres golpes largos de silbato y el tren, lentamente, como si no quisiera abandonar el lugar inició el recorrido perezoso a la siguiente estación. En ese momento, una mujer y un muchacho con paso torpe se dirigían hacia la puerta de salida de la vieja estación del Norte.







Al salir se toparon con el sirimiri, la lluvia fina característica del lugar que caía sobre el amplio, triste y despoblado Paseo de Francia. Nadie les esperaba, solo una larga hilera de árboles que no parecía tener fin y acompañaba a la senda en uno de los márgenes al río Urumea. En la orilla opuesta, un cuerpo flotaba sin vida y en la parte superior del cauce, un coche negro y solitario se apresuraba a retirar el cadáver. 

La mujer, aparentemente sorprendida, se detuvo unos segundos y sin titubear aceleró el paso y el muchacho, sin entusiasmo, seguía mirando el cuerpo y se dejaba arrastrar, sin dejar de observar el suceso. El adolescente balbuceaba palabras ininteligibles, alternadas con gritos, señalando con el dedo la otra orilla. Ella le obligó a caminar hasta llegar a una de las casas señoriales del paseo. Lo hizo entrar como pudo. Unas escaleras daban acceso al portal y allí esperaba una doncella cuya cabeza se remataba por una cofia blanca como complemento imposible de disociar de su cuerpo y su cometido. 

Saludó a la mujer como si la esperara y la criada con un gesto de cortesía la indicó que pasara al salón, cogió al adolescente de un brazo y le llevó a la cocina para evitar que las personas que estaban en la sala, le vieran en esa actitud.


Alrededor de una generosa chimenea esperaban una mujer de unos setenta y tantos años, afligida pero sin perder su compostura, sentada en un sillón tapizado en piel de color verde botella, de estilo inglés; y un hombre con una gabardina que reclamaba ser sustituida con urgencia. 

Él, aparecía erguido, con gestos de no tener que dar explicaciones y, con cierto descaro, sostenía un cigarrillo con su mano izquierda que consumía recreándose en cada bocanada. La honorable  anciana se limitó a hacer una presentación protocolaria: "Nerea, hija, te esperaba. Este señor es el inspector Ayestarán". El hombre, con desgana, tendió la mano con gesto de aprobación, porque pocas veces le llamaban señor Ayestarán, siempre se dirigían a él como "¡Señor inspector!", a secas. 







Eneko, en un descuido de la doncella salió de la cocina, se plantó en el salón y ocupó una posición discreta, en apariencia ajeno a los mayores, mientra hacía que jugaba con una de los delicadas copas del mueble bar ante la mirada sesgada de Nerea. El mozalbete, en silencio, clavaba la mirada en el reflejo irisado por el fuego en el fino cristal.



Eneko, casi siempre estaba rabioso. No tenía amigos. Le gustaba jugar con niños más pequeños que él, porque le hacía sentirse como si fuera su hermano mayor. El hecho de ser hijo único y casi siempre estar solo, le había condicionado su infancia y pubertad. Sus dimensiones no se correspondían con su comportamiento. No tenía padre, había muerto cuando era muy pequeño y su salud siempre había sido muy delicada. 

Ese día pasó algo muy especial; desde que llegaron a casa de la abuela, Eneko tenía unos deseos incontrolables de sentirse protagonista  como si supiera que algo iba a ocurrir. Al entrar en el salón, la presencia de la amona Maitane, le impresionó y apreció un gesto de desaprobación, lo que en ella era habitual, pero la cara de asombro y consternación era especial ese día y contrastaba con no tener signos de haber llorado en ningún momento y a la vez mantenía una tristeza forzada.   

Eneko oía como el inspector hablaba con mi madre y mi abuela e iba apuntando algo en un cuadernillo infame mientras el muchacho seguía con la copa en la mano y soportando los avisos de su madre: "¡Cuidado Eneko! La romperás" Es distracción le servía para estar atento a las conversaciones y pasar inadvertido.


—Señora Garay. ¿Recuerda cuando vió la última vez con vida al señor Elizondo?

—Ayer por la tarde, cuando despachó conmigo. 

—¿Notó algo extraño en su comportamiento?

—No. Hizo lo habitual desde que le contratamos como administrador cuando vivía mi esposo. 

—¿En que consistía su trabajo?

—Nosotros tenemos varias fincas en Donosti. Son casa antiguas y residenciales como esta, la mayoría situadas en el Paseo de Francia y en Miraconcha. Los alquileres, por el tipo de inmuebles, son elevados y los arrendatarios de toda la vida. El señor Garay —mi marido— se preocupó por tener un patrimonio sólido. Ese fue su legado y es la manera que tengo para disfrutar de una vida holgada y una vejez tranquila. El señor Elizondo, el administrador, se ocupaba del patrimonio, en especial las fincas a las que me he referido. 

Por eso, todos los jueves a media tarde, se pasaba por mi casa me informaba del estado de los edificios, si había que hacer alguna reparación y de la puntualidad en el pago de los alquileres. Era nuestro hombre de confianza.

Nerea, la hija de Maitane permanecía de pie junto a su madre como si fuera una invitada pero muy atenta. La dama conseguía hacerse respetar sin estar presente. 

Eneko tenía el beneplácito de la amona Maitane para moverme por la casa sin esperar su aprobación, si Nerea no estaba delante, la anciana mantenía el trato inflexible.

El inspector  se dirigió a Nerea ignorando a mi abuela.

—Entiendo que usted ha venido hoy a Donosti, ¿Cuanto tiempo había pasado desde la última vez?

—Yo vengo todas las semanas al menos un día. Si puedo, estoy presente en la reunión entre el administrador con mi madre.

—¿Pero ayer no fue así?

— No. Ayer estuve en Bilbao. Desde que murió mi marido tengo que ocuparme personalmente de su despacho. Él era abogado y yo también. Al casarnos dejé de ejercer la profesión, pero ahora las circunstancias han cambiado y me veo obligada a ocuparme del bufete y ayer tuve una reunión con mi otro socio.

—¿Cuando fue la última vez que lo vio?







  

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