El despertar era el vacío, su ausencia era un dolor infinito y el reencuentro se anunciaba con el miedo a sus palabras.Tan solo habían pasado ocho horas y toda una vida, que se había concentrado en unos meses, se agolpaba ante sus ojos y a la vez se esfumaba. No podía olvidar, ni renunciar a sus palabras de cuidado, ni a la sensibilidad con que le trataba y tampoco a los desencuentros. Si porque formaban un matrimonio mediterráneo que no era idílico. Era la simbiosis en una parcela de realidad, que no formaba parte del edén, donde convivían las pasiones, los deseos incumplidos, los anhelos, las frustraciones, los errores, los complejos, las afecciones, la capacidad de querer y ser amado y por encima de todo el deseo de compartir una vida desde la creencia y reconocimiento de las imperfecciones mutuas, dispuestos a enfrentarse al ímpetu de los momentos más difíciles y armados de valor y voluntad para afrontar y derrotar a los fantasmas de sus egos.
Pero en aquella tarde y la noche, se dispararon los sentidos y la palabra ruptura escapó de sus deseos. Él la decidió. Por la mañana solo las lagrimas y el dolor invadían su espíritu. Ella compungida le miró. Él imploraba. Solo pronunciaba insistentemente tres palabras: NO SÉ. NO PUEDO. TE QUIERO.
Javier Aragúés(enero de 2020)
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