A las afueras de la
ciudad se levantaba una gran nave. Estaba situada en una conocida región
hortofrutícola, caracterizada por un microclima suave y cálido durante
todo el año y en especial, las noches de primavera. En una de sus cuatro
paredes, la más blanca y próxima a la carretera, se anunciaba sin pudor y en
grandes letras mayúsculas de color rosa caramelo, COOPERATIVA DE BESOS
(COBESOS).
En la puerta principal se
agolpaban hombres y mujeres. Estaban presentes cualquier tipo de individuos con independencia de su condición sexual, lo único que
interesaba a la cooperativa era la calidad de sus besos; la pareja ganadora
recibiría un importante premio en metálico y el reconocimiento de todos los
miembros de COBESOS.
La espera para poder participar podía durar meses. Había otra condición incuestionable para pertenecer a la organización y poder competir, la de tener que repetir el beso por el que habían sido seleccionados, en el momento que lo reclamara cualquiera de los cooperativistas. Este requisito parecía haberse establecido estúpidamente por uno de los socios fundadores, pero pasaban los años y nadie se atrevía a cuestionar.
La espera para poder participar podía durar meses. Había otra condición incuestionable para pertenecer a la organización y poder competir, la de tener que repetir el beso por el que habían sido seleccionados, en el momento que lo reclamara cualquiera de los cooperativistas. Este requisito parecía haberse establecido estúpidamente por uno de los socios fundadores, pero pasaban los años y nadie se atrevía a cuestionar.
Había algo que
extrañaba a todos. Era más que una condición, la obligación de hacer un
juramento. En un panel antes de entrar a la nave se subrayaba: "JURO
QUE NO ESTOY ENAMORADO".
Era una paradoja. ¡Besar bien sin estar enamorado! Lo pensaban muchos participantes, pero las normas eran las normas y el premio era tan considerable que nadie se atrevía a cuestionar las condiciones y menos aún condenar la norma.
Era una paradoja. ¡Besar bien sin estar enamorado! Lo pensaban muchos participantes, pero las normas eran las normas y el premio era tan considerable que nadie se atrevía a cuestionar las condiciones y menos aún condenar la norma.
Se vivían, a la vez,
escenas cómicas y patéticas entre las parejas que en aquellas circunstancias se
habían formado precipitadamente para concursar. Mientras esperaban su turno,
apoyados en la infinita pared blanca, los amantes artificiales en la nariz, que al tercer intento llegaba a enrojecer; los más atrevidos
buscaban el lóbulo de la oreja de su dos, que con los inevitables desatinos
provocaban tirones y desgarros y los más estrafalarios se entretenían
lamiéndole a él, o a ella, la prominente barbilla.
Aunque las tentativas y las modalidades eran inagotables, como la imaginación de los besucones, en todos los casos y a pesar de los esfuerzos de los pretendientes, eran besos desposeídos de verdad y pasión, por lo que los mejores se concretaban a lo sumo en un intercambio de voluntades ensayadas.
Por el mero hecho de presentarse para concursar, a los aspirantes se les regalaba el pin identificador, que no era otra cosa que un suspiro. Lo lucían en la solapa y era el amuleto para alcanzar una mayor sensibilidad y asegurarse así que nunca perderían la condición de socio. Pero para optar a serlo, tenían que pasar la prueba del beso. La prueba era tan larga que, con frecuencia, las parejas que habían empezado a besarse como requería COBESOS, se desgastaban, y al tener que repetir el beso por el estúpido requisito establecido, se ponía de manifiesto que habían perdido el interés, quedaban descalificados y tenían que volver a hacer cola hasta conseguir una nueva pareja para poder demostrar de nuevo, que su beso se ajustaba al canon.
El caso de Dylan y
Geraldine era especial. Los dos habían acudido sin una idea clara de lo
que era todo aquello. Tras varios días esperando su turno, conocieron las
normas y entablaron amistad.
Transcurridos dos meses Dylan a veces la cogía de la mano para lograr más veracidad en los gestos, y le explicaba a Geraldine el motivo, que no era otro que el de conseguir una mayor concentración el día de la prueba definitiva y que su beso fuera el ganador.
Todas las tardes paseaban hasta la ciudad y tomaban zumo en el punto de venta que tenía COBESOS. Era un self service con una batidora, en el que tan solo había una bebida y un gran expositor repleto de maracuyá, la fruta de la pasión. Una vez triturada, el zumo era refrescante y de sabor agridulce, cuyo gustillo no era del agrado de los demás candidatos; Dylan y Geraldine, en cambio, solían tomar varios vasos cada día.
No se sabía bien el
motivo, pero aparecieron las primeras caricias entre la pareja. Y en las noches de
primavera, esas caricias fueron el preludio de los besos. Todos creían
que ensayaban y trataban de imitarlos sin conseguirlo. Lo que en principio
parecía un mero ejercicio para competir, se transformó en habitual.
Aunque procuraban pasar desapercibidos, aquellos besos espectaculares estaban en boca de todos los candidatos . Porque a diferencia del resto de los pretendientes a cooperativistas, Dylan y Geraldine no parecían esforzarse para conseguirlo.
Llego el día que la pareja tenía que mostrar su mejor beso. Todos estaban expectantes por la fama que les precedía. Entraron cogidos de la mano como acostumbraban. Sin complejos, se plantaron ante los miembros del comité de admisiones. Comenzaron a besarse como solían hacer en las noches de primavera. Con los rostros superpuestos, sin cesar, paseaban sus deseos por los labios. Era un beso único y perpetuado por la pasión; era un beso sin final.
Se produjo un silencio inquietante y los miembros del comité se miraron sorprendidos. .
Dylan tomó la palabra y se dirigió a los presentes. “Señores, tenemos que confesarles que Geraldine y yo hemos roto el juramento".
Javier Aragüés (enero de 2020)
2 comentarios:
¡Caramba con los pines! Se han puesto de moda. En sserio, hermosa narración.
Bonita narración con algunas frases con sorprendente musicalidad
Te felicito!!!!
Publicar un comentario