viernes, 28 de noviembre de 2014

EMPRENDEDORES


En un entorno a fragancia de indigentes, nuestros héroes, Glissant, su hermano Luis y otros colegas de la calle  malviven. Otros, a unas cuantas manzanas con olor a riqueza preparan las tesis en un centro universitario, investigan la correlación entre marginados y titulados. 
Las características de los privilegiados son.


 Pertenecen a  familias acomodadas. Tienen padres con  estudios superiores, madres independientes ejecutivas de grandes empresas, son religiosos. Viven en barrios singulares y estudian en centros privados con medios ilimitados. Están preparados para integrase en la sociedad como directores generales, gerentes, directores financieros, altos cargos de la administración o políticos.









Están preparados para integrase en la sociedad como directores generales, gerentes, directores financieros, altos cargos de la administración o políticos. 

Todos los puestos exigen experiencia,  formación  y mejores recomendaciones.  No existe código ético, la corrupción es una asignatura común que se prepara  en el ejercicio de la función (ejercicios teóricos y prácticos). En la actualidad políticos y empresarios  son los aventajados en esta disciplina. 


Los marginados como Glissant y  sus colegas aspiran a vivir como privilegiados  con la formación adecuada. Existen diferencias, viven en barrios marginales, no conocen al cura de la parroquia, los padres son
analfabetos, alcohólicos  y drogadictos. 

El centro de estudios se traslada a la calle.  A la calle, pueden acudir todos los días a enfrentarse con otras pandillas e intercambiar objetos que roban a  turistas que visitan los barrios pintorescos de la ciudad. 

Algunos turistas despistados preguntan ¿Hay bandas urbanas? ¿Dónde se refugian? ¿De qué viven? ¿Son peligrosas? Glissant exclama.

- ¡He encontrado un nicho de mercado! Hay que transformar el barrio escenario de luchas y hurtos en un decorado que respete los grafitis,  con música, luces,  bares que sirvan bebidas típicas, en fin, convertirlo en un barrio pacífico, seguro para turistas.

Por un módico precio, Glissant  con sus colegas organiza la visita al Casco Antiguo, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

-¡Se admiten propinas!


Javier Aragüés (Noviembre 2014)


viernes, 21 de noviembre de 2014

SEBASTIÁN Y EL FARO Libro 4

La mirada de Sebastián no abandonaba la bahía. Tantas vigilando la llegada de navíos al puerto, a ese puerto natural que cobijaba embarcaciones de distintas banderas, con tripulaciones llenas de vida. Mientras tanto el faro no dejaba de alumbrar la cala, con ese incansable rostro poliédrico que era parte del paisaje de la ensenada. Destelleaba al atardecer sobre la  predominante aguamarina. En cada centelleo reflejaba los colores de los cascos de las embarcaciones y cortejaba a cada barco.

Cuando huía del sol, los reflejos se apagaban con sosiego, y a veces daban paso a una luna brillante, pero el astro con luz propia siempre esperaba el alba, para repetir.

Sebastián no podía dejar de pensar en ese día cuando faltase, quién le sustituiría en su oficio de farero y sobre todo, quién avivaría la luz para mantener encendidos los sueños de los marineros. 

Mientras esperaba ese momento, seguía vigilante y avistaba nuevos barcos con marinos que deseaban tocar tierra. Las tripulaciones de los navíos fondeados ocupaban los botes para emprender el desembarco en el malecón. 

Los chinchorros diseminados por el verde oscuro se disponían con desorden geométrico del que era responsable cada timonel. Al tocar tierra se organizaban diferentes grupos. El más numeroso iba a las tabernas; otro, iba a las casas de amor fugaz y unos pocos marineros daban las gracias a la patrona del lugar por la feliz travesía.

A pesar de la algarabía que originaba el atraque de un barco, el faro y Sebastián permanecían vigilantes; nada ni nadie les hacían abandonar su cometido y sabían cuidar del lugar. 


Los dos conocían muy bien el entorno y, sus miradas, como la veleta, cambiaban la orientación sin previo aviso. Señalaban la libertad como la brújula, que pudiendo marcar cualquier dirección siempre elige el norte; hacia al oeste, marcaban la cala silenciosa, la de los enamorados; por el este, pasaban las veces necesarias a la espera de un nuevo fulgor y al sur, se relajaban con la melancolía.





En días cortos y ventosos, todo ocurría a la vez, no tenían tempo para descansar. El espectáculo configuraba sus caracteres. Ajenos a cualquier distracción, eran observadores permanentes,  plantados en el lugar.

Tenían que estar atentos a la puesta del sol. Entonces empezaba la verdadera jornada. El juego de luces dilataba sus pupilas. Hasta esas horas pasaban desapercibidos. A partir de ese momento su presencia y atención eran imprescindibles. Muchas naves no habían naufragado gracias a nosotros. 

Con mar en calma gobernada por la brisa, eran cómplices de las parejas y amores consentidos. Se entregaban, él cuidando de los guiños y Sebastián desviando la mirada para no perturbar las muestras de pasión incontrolable. 

Sebastián vivía su oficio con tal intensidad que no distinguía quién era el vigilante y quién el fanal, quién era faro y quién farero. No podían vivir el uno sin el otro. Al interpretar el personaje de farero, se mostraba cumplidor, paciente y se exigía permanecer lúcido. Si representaba al faro, el tiempo transcurría en su contra. Las viseras de la cúspide  —aparentes pestañas—  se iban entornando por el óxido. Las chorreras discurrían por la superficie de la cara norte a modo de patillas, que a ambos lados se volvían rojizas por el salitre. Los dos tenían el rostro desfigurado por el paso de los años y dejaban discurrir las lágrimas sin consuelo.

Llegó el día, Sebastián estaba ciego y la torre abandonada, cuando recibieron el embate de la última ola, ya no pudieron proteger la bahía. El mar se hizo el dueño de los dos.



Javier Aragüés (noviembre 2014)

sábado, 15 de noviembre de 2014

INCOMUNICADOS (Relato policial) Libro 4

El bloque estaba rodeado de edificios similares. Cualquier vecino al salir del portal sentía una sensación de asfixia, provocada por el rebaño de moles, todas del mismo color, salpicadas por indicios de aluminosis y ventanucos a modo de respiraderos. 

Las aceras del barrio estaban semiacabadas, siempre había  charcos y una fina capa de polvo y grasa se adhería a coches y ventanas. El conjunto invitaba a los vecinos a refugiarse en sus pisos y a que apenas se comunicaran. En la noche todo quedaba disimulado por la oscuridad y el silencio. 

Andrés asistía a una reunión de la comunidad de vecinos. No conocía a nadie, excepto a Ana con la que se había cruzado en alguna ocasión en el portal y como mucho, se habían dado los buenos días. Vivía de alquiler en un edificio ocre y de ventanas iguales. Los precios de las rentas eran muy elevados para sus posibilidades y no dejaban de aumentar. Suponía un gran esfuerzo para los escasos ingresos y verdaderos quebraderos de cabeza para llegar a fin de mes. Para Ana, la situación era más crítica, desde hacía varios meses que tenía que vivir con el subsidio de paro. 

En un lugar visible del portal del edificio, una cuartilla con trozos de celo en las cuatro esquinas, no se separaba de una de las mampara.  La convocatoria del administrador  —don Eusebio Hidalgo— había sido acogida por los vecinos con indiferencia apesar del aviso en clave de amenaza.



¡REUNIÓN MUY URGENTE! 

Se convoca a todos los vecinos: propietarios y arrendatarios, 
el miércoles, 15 de junio a las 19h30´. Se ruega puntualidad



 El Administrador

Eusebio Hidalgo







El Sr. Hidalgo era el propietario y administrador de todo el edificio. Era mofletudo y grasiento, de aspecto reprobable, hacía juego con el inmueble. Siempre llevaba la misma corbata con manchas incrustadas que ya formaban parte del dibujo. Perseguía, como en tantas ocasiones, reunirlos con la excusa de fomentar las relaciones de vecindad, aunque siempre terminaba hablando de los riesgos de robo e incendios y, si se lo permitían, de la tranquilidad que proporcionaban los seguros de vida; ponía el mismo ejemplo, mostraba una fotocopia arrugada de la póliza que cubría a su mujer, en el caso de que él falleciera. Además de administrar la comunidad y cobrar los recibos de alquiler, pretendía vender seguros de la compañía — Virgen de los Remedios— de la que era agente y ante todo era un profesional de la mezquindad, capaz de medrar ante cualquier situación. 

Casi nadie le conocía en persona, solo por referencias. Acudía a las reuniones, como mucho, dos veces al año. Sí lo hacía un empleado de su despacho, de toda confianza que se llamaba Carlos. Era un joven treintañero, con un atractivo especial para algunas mujeres maduras poco exigentes. Todo en él era apariencia. La manera de vestir y su conversación rozaban las formas más horteras. En las reuniones se le conocía por un léxico grosero y la abundante aromática sudoración que aparecía al primer contratiempo. Se le marcaba a rodales bajo las axilas y dejaba una pista indeleble en su camisa, sin posibilidad de apelación. Al empezar la reunión, las primeras palabras eran: "Silencio, joder, que vamos a empezar" y las siguientes eran para disculpar a Don Eusebio. Los más educados
exclamaban:  "¡Ya estamos como siempre!", seguido de un sonoro abucheo, por parte de la inmensa mayoría de los asistentes. Esa tarde, Carlos añadió: "Casi con seguridad, el Sr. Hidalgo se incorporará después de terminar una gestión".

En esta ocasión la convocatoria había tenido más éxito, debido al anuncio en forma de amenaza e intriga. Carlos, muy nervioso, sudaba más de lo habitual y Don Eusebio seguía sin aparecer. En el vestíbulo del edificio, se formó un murmullo acompañado del ruido desagradable por el movimiento de sillas —muchos vecinos las bajaban de sus viviendas— que amplificaba el hueco de la escalera. 

La mayoría de los asistentes abandonaron la reunión. 
Andrés y Ana se miraron perplejos. En medio de la confusión aprovecharon para presentarse, se dieron  la mano e intercambiaron sus nombres. Sin mediar palabra, salieron del portal del edificio, un bloque más del extrarradio, en medio del vacío. Parecía que huían. Caminaron por una calle que estaba débilmente iluminada. En el punto más alto se percibía un estertor. La ciudad intentaba respirar y sobre ella estaba suspendida una anaranjada y espesa capa de polución. 

Siguieron caminando calle abajo. Se dejaba ver una 
urbanización, con pretensiones de zona residencial,
poblada de farolas. Cada una alumbraba a un sinfín de
parcelas sin edificar. Un verdadero erial plagado de luciérnagas. Se miraron para corroborar que clase de lugar era donde vivían. En los alrededores de la ciudad se había establecido la soledad, la sordidez y toda la gama de grises posibles que acompañan a la vida. Sus ojos captaron una instantánea en blanco y negro y la aglomeración anaranjada del aire viciado que sobrevolaba el horizonte. El ruido de la ciudad era dominante en el vacío de la noche.

Andrés elevaba el tono de voz para superar el zumbido y poder contar a Ana los proyectos que le habían llevado a la ciudad. Intentaba explicarlos, pero el paso del tiempo y las condiciones de vida los habían borrado. Solo le quedaban recuerdos de una infancia difícil. No había conocido a su padre que, murió prematuramente. Su madre, siempre ausente, trabajaba de asistenta de lunes a sábado. Pero recordaba con nitidez la existencia de un maestro, un hombre sencillo al que los niños llamaban Don Pablo. Cundo cogía la tiza con sus dedos, destacaban sus venas, sinuosos senderos violados que recorrían el dorso de la palma, desde la muñeca hasta el comienzo de las uñas. Deslizaba el clarión sobre una pizarra negra acharolada, que se dejaba acariciar por un trapo blanquecino cubierto de yeso.

En la escuela, el maestro les enseñaba a leer y a escribir, a hacer cuentas sencillas, a situar su ciudad en el mapa... y todo lo necesario para que tuvieran una cultura elemental. 

Andrés recordaba con cariño sus charlas. A primera hora de la tarde, los alumnos apoyaban la cabeza en los brazos, doblados por los codos y la mirada atenta a Don Pablo. Les hablaba de dos palabras, que él entonces no entendía: ética y dignidad. Durante la charla a veces levantaba la voz para asegurarse que no se dormían e insistía: "En esto se diferencian los verdaderos hombres, de los mediocres,..." Estas dos palabras siempre le acompañaron.

Notó que solo hablaba él y Ana permanecía en silencio y le escuchaba sorprendida. Ella era una mujer de belleza espontánea y a la vez delicada. Andrés al prestarla atención experimentaba cierta atracción.


— Ana ¿Tú no tienes nada que contar?

— Sí, pero todavía no tengo suficiente confianza. Lo intentaré, pero no tan bien como tú.


— Bueno, lo importante es que seas sincera. Yo lo he sido.—le contestó Andrés, sintiéndose halagado.


— Mi madre nos abandonó cuando apenas tenía tres años. Yo Tampoco conocí a mi padre. No fui a la escuela; según mi madre para una mujer no era necesario. A los dieciocho años vine a la ciudad para buscar trabajo e intentar tener una vida con futuro. Al principio confiaba en encontrarlo. Tenía  ilusión.  En las entrevistas me preguntaban qué cómo era, qué experiencia tenia y cuáles eran mis habilidades. Yo no 
sabía que decir. 
Con el tiempo me preparé una respuesta, y la repetía hasta convencerme,  mirándome a un espejo: "Soy una mujer joven, con buena presencia  y..."  De ahí no pasaba. No se me ocurría nada más...

Andrés sorprendido, pensó que con su explicación era demasiado sincera y eso también le gustaba.


Se hizo bastante tarde, se habían alejado de su bloque y decidieron volver. Siguieron caminando. Al pasar junto a un edificio, del primer piso colgaba un rótulo luminoso que anunciaba:



EUSEBIO ALONSO. API Y CORREDOR DE SEGUROS









Al llegar a las últimas casas de la urbanización, Ana se detuvo.

— Mira Andrés, ¡Ahí! ¡Ahí!, parece un bulto.

— ¿Quieres decir que ves algo? — preguntó Andrés nada convencido.


Se acercaron con prevención hasta una de las farolas que iluminaba la zona.


— ¡Qué horror! Es un hombre. Parece que está herido. —balbuceó Ana, aterrada. 


Por la frente del hombre surcaba un rastro de sangre, aún fresca. Andrés, se inclinó y comprobó que no respiraba. Pálido, exclamó.

— ¡Ana, este hombre está muerto!


Se miraron sin saber qué hacer. Junto al cuerpo había un maletín descerrajado y un montón de papeles. Andrés los revolvió buscando algún indicio. Cogió un folio con el membrete: "Compañía Aseguradora Virgen de los Remedios". Le recordaba algo. Preguntó a Ana si conocía ese nombre, mientras él intentaba recordar. 


—Lo siento Andrés, para mí no significa nada. —dijo Ana encogiéndose de hombros. 

Andrés seguía dándole vueltas con el papel en la mano.


— ¡Claro! Ya está. Es el nombre de la compañía de seguros para la que trabaja el Sr. Hidalgo. 


Siguió rebuscando en el maletín y encontró un paquete de recibos que correspondían a los alquileres de ese mes, de los vecinos de su edificio. Después de unos minutos interminables Andrés se incorporó y sin dudarlo dijo.

— Este hombre es don Eusebio Hidalgo.

— ¿Cómo lo sabes?—Ana intentaba comprender, pero todo eso no le decía nada.


Se cercioraron de que el hombre estaba muerto y 
estuvieron de acuerdo en avisar a la policía.

Ya era de madrugada. Transcurrió más de una hora. Un coche patrulla y otro de incógnito, con dos inspectores, se presentaron en la urbanización. La policía, al ver el cadáver, llamó al juzgado. Acudió el juez de guardia. Llegó un furgón y se llevó el cuerpo al Instituto Forense. 

Los dos inspectores se interesaron por su estado. A continuación, de pie, en el lugar donde habían encontrado el cuerpo, comenzaron a interrogarles. Después de las preguntas obvias, les invitaron a que les acompañasen a la jefatura.

En las dependencias de policía les sometieron a un interrogatorio más severo. Primero a los dos, en un despacho y después por separado. A partir de ese momento no les dejaron comunicarse. Las preguntas elevaban el tono y sobrentendían que pudieran estar involucrados. A Andrés le enseñaron una lista de morosos de la comunidad, que encabezaba Ana y él también aparecía, pero de los últimos. No entendía cómo podía verse involucrado en esa confusión. Su comportamiento siempre había sido ético y, aunque humilde, había mantenido la dignidad en las 
situaciones más adversas. 

Ana, atemorizada, no paraba de llorar. Le enseñaron una nota manuscrita dirigida al Sr. Hidalgo, en la que pedía un aplazamiento de la mensualidad. Derrumbada, no podía pronunciar una sola palabra.

Al tercer día les llevaron a declarar ante el juez. 

El informe forense determinaba que al hombre le habían quitado la vida con un objeto contundente, en concreto con una piedra. Le habían asestado un golpe en la zona del parietal derecho que había provocado un fuerte traumatismo y la muerte instantánea. 

El atestado de la policía científica concluía que se habían encontrado huellas digitales de Andrés en el maletín, así como resto de fibras de tejido que eran de su ropa. También habían encontrado huellas que se correspondían con el calzado de cada uno de ellos. El arma del crimen contenía restos del cuello cabelludo y tejidos de la víctima, pero en ningún momento indicios
fehacientes que pudieran atribuirse a los investigados. 

Ante el juez, los dos se declararon inocentes y a la vista de los hechos y las pruebas, el juez decretó su libertad, quedando el caso archivado como: Crimen Sin Resolver.

A pesar del final, sin consecuencias para ellos, Andrés y Ana quedaron traumatizados pero sentimentalmente muy unidos. Decidieron compartir el piso de Andrés y así, Ana se liberaba de la carga del alquiler e intentar compartir sus vidas. Esta decisión fue el comienzo de una relación afectiva muy intensa entre ambos. 

Pasaron algunos años. En la comunidad del bloque
marginal nada cambiaba. Bueno casi todo. Las convocatorias de las reuniones de inquilinos, ahora aparecían firmadas por doña Teresa Ramos, viuda de Hidalgo junto a la firma del joven hortera, Carlos López. que firmaba como Subdirector. 

Carlos seguía llevando el peso de las reuniones. Ahora le tocaba excusar la asistencia de doña Teresa, seguía cobrando los recibos de alquiler e intentaba vender algún seguro. Hasta que un día de los que los asistentes se lo permitieron, se puso a hablar de la bondad de los seguros de vida. Mostró la fotocopia amarillenta y deteriorada de la póliza a favor de la mujer de don Eusebio. Ana y yo nos miramos, salimos del portal nos dirigimos a la calle empinada débilmente  iluminada y caminamos en silencio.




Javier Aragüés (julio de 2018)




viernes, 7 de noviembre de 2014

FELICIDAD EXCESIVA

Alba ingresa en el hospital con un coma metabólico por ingesta de productos tóxicos.

¡Hay que desintoxicarla! 
Tiene que ganar la carrera para no ser atrapada y destrozar su existencia.
¿Por qué ocurre? Los buenos propósitos iniciales se transforman por repetidas debilidades. Tropieza, pierde el equilibrio y se aleja de la meta. 
El equipo de urgencias intenta estabilizarla, pero llega tarde. Alba se va, esta vez sola, nadie la persigue.









Toda la tragedia se ha originado por una planta.  
El opio en sí mismo es un producto natural que no crea dependencia, no así sus derivados que contienen alcaloides (morfina, codeína, tebaina, narcotina, etc.) que si producen drogodependencia.

La adormidera interpretaba un múltiple papel, dócil al contemplarla, implacable y asilvestrada al atardecer, siempre dueña en la soledad.

El metro y medio escaso de altura que alcanzaba la planta aprisionaba la voluntad de hombres y mujeres. Alimentaba placeres instantáneos y la hacía inseparable de sus vidas. Estaba siempre al acecho, al lado. 

Nadie explicaba  que una planta natural y vistosa encerrara tal magnetismo para quebrar la  voluntad en su entorno.



Para Alba la persecución no acababa con la distancia recorrida sin ser atrapada, persistía en la mente y concluía con un trágico final.



Javier Aragüés(Noviembre 2014)

martes, 4 de noviembre de 2014

JACOBINOS Y GIRONDINOS (Relato histórico) Libro 4


En 1787, la Revolución Francesa estaba a las puertas de pasar a la historia.

Desde 1789 algunas cuestiones políticas y sociales no volvieron a ser las mismas en Francia. La Revolución acabó con la Monarquía Absoluta y traspasó sus fronteras. Así dio comienzo la Edad Contemporánea en el mundo.

En París, por la Rue Sant Honoré paseaba una mujer muy especial —Marie Marguerite—víctima de un matrimonio de conveniencia. Era una mujer joven, ingenua y muy timorata. Con dieciséis años había tomado los hábitos en un convento de clausura, que no abandonó hasta los veintiocho, con motivo de la supresión de las órdenes religiosas en toda Francia. 

Estuvo alejada del mundo real y conoció a Jacques-Renè Hébert por el que quedó deslumbrada. Se casaron. Él la tomó como criada y no como verdadera esposa. El matrimonio fue un suplicio para ella. 


Jacques-René era hijo de un importante comerciante. Él era un liberal que a pesar de su ideología revolucionaria, no se deshacía de sus raíces burguesas 





  

Marie vestía terciopelos de tonos pálidos en primavera, escotes muy pronunciados estilo imperio que dejaban ver parte del busto y le acentuaban el talle; el cabello peinado hacia atrás, la nuca y la frente despejadas salvo unos rizos traviesos que la rejuvenecían.

Cada tarde, Marie caminaba por la rue Sant Honoré con la cabeza ligeramente inclinada, al cruzarnos jamás se detenía. Levantaba los párpados lo imprescindible y me miraba. Los dos seguíamos caminando por la misma calle,  ella a casa de una amiga —Dominique era su nombre, según me contó mucho después— y yo al club de los jacobinos, de los que era su líder. 
Una de las tardes, al cruzarnos, simulé que tropezaba, bajé de la acera y me aparté. Así fue como conseguí presentarme a Marie.

— Excuse, me llamo Maximilien, y ¿usted?

 Marie Marguerite —me contestó algo turbada.

No se detuvo y aceleró el paso. Desde entonces  no dejaba de pensar en ella.

Aunque intentaba ocultar estas coincidencias le pregunté a mi gran amigo  —Georges Danton— si tenía referencias de ella. Se la describí, le desconcertó mi interés pero me escuchó y se apresuró a decirme.

—Por su físico y sobre todo por su nombre,  creo que está casada con uno de los dirigentes del partido de los girondinos. Lo averiguaré.







George Danton era un gran amigo. Me consideraba un hombre cultivado, por ser abogado y escritor, además de buen político. Pertenecíamos a los jacobinos. Los girondinos eran nuestros rivales políticos y nos consideraban extremistas. 

Los  jacobinos defendíamos los valores  

revolucionarios. No éramos partidarios de  dejar el gobierno de Francia en manos de una Monarquía Parlamentaria. Eso sí, en la 
Asamblea Nacional nos sentábamos a la izquierda. 

Respecto a Margarite  no concebía que me hubiera afectado la mirada o a la belleza de una mujer, hasta el extremo de descentrarme. Por eso mi gran amigo Danton me repetía.

— Maximilien, un hombre con fuertes convicciones revolucionarias no puede caer en los enredos con los que nos intentan provocar las mujeres. 
¿Qué dirían nuestros correligionarios si supieran, que tú, Maximilien Robespierre, 
sucumbe a los encantos de una mujer?

 George, yo también estoy desconcertado. Cuando la veo cada tarde, busco una excusa para poder hablar con ella, pero no se detiene y solo intercambiamos la mirada. El otro día fue una excepción y conseguí que me dijera su nombre: "Marie Margarite" 

Pasado unos días, cuando estábamos reunidos en el club de los jacobinos, Danton me confirmó que sabía algo más, acerca de Marie.

— Conozco a su esposo —Jacques-René Hébertes—  es un diputado destacado del partido de los girondinos el que agrupa a la gran burguesía. Son partidarios de la monarquía parlamentaria. Los jacobinos no compartimos esa idea de cómo conservar la República. Solo pretenden hacer reformas, pero manteniendo la propiedad privada. Piensan que a los jacobinos nos caracteriza la crueldad y condenan nuestras actuaciones. Para mí, 
Jacques-René es girondino más —afirmó con tono despectivo.

— Estoy completamente de acuerdo, pero ahora lo que me interesa es lo qué sabes de Marie —contestó 
Robespierre.

— Comprendo tu inquietud, a través de una amiga de mi mujer te conseguiré una cita, aunque solo sea para favorecer la infidelidad   —Danton hizo una mueca, mostrando una sonrisa malvada.

George me consiguió la cita. Tendría lugar en un portal discreto de la rue Sant Honoré, que daba acceso a un patio con entrada para carruajes. 

Marie llegó primero, yo la observaba desde el Marché de Sant Honoré. Entré al cabo de unos minutos. Ella estaba de pie en el patio del inmueble, esperaba muy nerviosa, escondida tras una de las grandes jardineras repletas de hortensias. Nos miramos. Pude comprobar que al recorrer con la mirada su rostro no podía disimular mi  atracción hacía ella.


A partir de esa cita los encuentros se repetían con frecuencia pero nos faltaba intimidad. Marie acudía con una actitud pasiva y yo me impacientaba. Una tarde le propuse caminar por La Cité y llegar hasta Notre Dame. La proposición le pareció una muestra de cariño, pero se negó en rotundo y me lo explicó: 
"No podemos mostrarnos en lugares públicos, mi marido lo sabría". Me propuso acudir al mismo portal, al día siguiente por la tarde. 

Así lo hice. Me estaba esperando en el patio, al pie de un coche tirado por una pareja de caballos bretones. El cochero hizo un gesto para que subiéramos. En el interior del carruaje, solos los dos y el cochero en el pescante gobernando con el látigo a la pareja de musculados corceles.

Observé que nos desplazábamos en círculos dentro de la ciudad de París, pero no me atreví a preguntar. Mi cara indicaba preocupación. Marie, sin alterarse, seguía en silencio y me cogió la mano como si fuéramos amantes y me devolvió la confianza. 

Al anochecer dejamos la ciudad, yo conocía el camino. Nos dirigíamos a la comuna de Provins a las afueras de París. El carruaje se detuvo frente a la Hostellerie de la Croix D´Or. Nos esperaba su amiga Dominique. Ella lo había preparado todo. Le dio las gracias, se besaron y la despidió.  

Subimos al primer piso donde estaban las habitaciones Al llegar a la nuestra, en la antesala había una mesa preparada cuidando cada detalle, desde la vajilla y la cubertería, hasta las copas de cristal de Sèvres. A penas cenamos. La cogí de la mano y la recosté en el lecho. Al abrir la cama sentí que las sábanas blancas y limpias, desprendían un intenso olor a pasión. Con delicadeza la cogí de los brazos, la acerqué a mis labios y nos besamos. No me cansaba de acariciarla mientras hacíamos el amor. Nos dormimos abrazados y seguía deseándola.

Cuando desperté me sentía exhausto, le pregunté si no temía por su marido. 

— Mi marido está de viaje a Rauzan, en la Gironde. Tiene una reunión muy importante con otros diputados de la Asamblea Nacional y estará fuera de París durante tres días. —contestó Marie segura de controlar el devenir de los acontecimientos. 
.
— ¿Quién más estará en esa reunión? — pregunté con aparente desinterés, pero ya pensaba como conspirar para perjudicar a su marido,  Jacques-René.

Marie influida por el lugar y el enamoramiento, no tardó en decirme los más 
 destacados 

diputados girondinos que acompañaban a su 
marido. Al oír los  nombres supe que eran un grupo de sospechosos que conspiraban contra Jean Paul-Marat, el ídolo revolucionario que se identificaba con la causa jacobina.

Hablamos de su matrimonio y se sinceró mientras me relataba lo infeliz que era.

—Al dejar el convento fui a Paris para rehacer mi vida. Todo era mucho más difícil que lo que había pensado y tuve que confiar en Dominique. Ella me presentó, con la mejor intención a Jacques-René, el que hoy es mi marido. Me trataba como si fuera una criada en vez de su esposa, el resto lo conoces. 

—No puedes continuar así.  —contesté indignado.

Pasaron tres días esperando sus noches. Estábamos enamorados como dos adolescentes apasionados. Vivíamos algo irreal, pero al culminar nuestro amor cada noche en un inmenso placer hacía que nos sintiéramos vivos. 

Al llegar a Paris, Maximilien Robespierre y George Danton prepararon un plan contra Hérbert. Los jacobinos acusaron a Jacques-René Hébert de injurias a la República y fue detenido.







Los girondinos alertados, se vengaron. Prepararon un plan para asesinar a Jean-Paul Marat, que fue ejecutado en su casa en julio de 1793 A Hébert le responsabilizaron de conspirar para asesinar a Marat y fue guillotinado en marzo de 1794. 

Ahora Maximilien y Marie Margarite podrían vivir su amor sin limitaciones, no había nadie que lo impidiera.

Dominique vivió enloquecida los sucesos y aunque lo ocultaba, era una girondina convencida y vehemente. No soportó la persecución y muerte de Hébert. Había sido cómplice de la infidelidad de Marie porque 

estaba enamorada de Jaques-René. Le admiraba como político y lo deseaba como hombre. Cada día estaba más enamorada de Jacques-René Hébert y lo sobrellevaba con un obligado silencio. 

Dominique desesperada por su muerte y conocedora de la participación en la conspiración de Maximilien Robespierre,
 consiguió que los diputados girondinos le acusaran en la Asamblea Nacional de querer implantar un régimen dictatorial y de terror, lo que supuso que el día 28 de julio de 1794 fuera condenado a la guillotina junto con veintiún  colaboradores, entre los que se encontraba Marie Margarite.

El enmarañado idilio de Margarite Hébert y Maximilien 
Robespierre apenas duró cuatro meses y se resolvió con su muerte.



Javier Aragüés (noviembre 2014)

viernes, 24 de octubre de 2014

EL VIGILANTE DEL MUSEO (Relato) Libro 4

Raúl era un hombre de mediana edad, enjuto y algo consumido; su camisa marcaba un descarado esternón del que arrancaban todas las cuadernas que envolvían sus fatigados pulmones. En la cara destacaba un color de piel blanco marfil testigo de la ausencia de contacto con la luz del sol. Cada mañana, fuera laborable o festivo —los lunes era su día libre— repetía la misma rutina; caminaba despacio hasta el vestuario, disimulado por una pequeña puerta a la derecha del hall del museocolgaba su gabán y lo sustituía por una chaqueta azul marino desolado, limitada por un leve ribete dorado a juego con los botones de la empuñadura, después se encajaba la gorra de plato sobre su cabeza despoblada. La prenda iba rematada por un escudo centrado con dos letras mayúsculas, también doradas, las siglas MN — Museo Nacional— coronaban la gorra con dignidad e imprimían respeto.






Raúl siempre ocupaba la misma sala, un espacio reducido dedicado al fauvismo. Tenía la ventaja de no ser la más visitada pero los que acudían eran verdaderos amantes de la pintura, aunque  también se descolgaba algún despistado preguntando por pinturas reconocidas de Matisse o Raoul Dufy. No era su obligación atenderles, pero sentía satisfecho de poder ser útil y les contestaba empleando la misma frase, silabeada muy poco a  poco y según el día se veía obligado a repetir en varias ocasiones: "En este museo no". Se ayudaba con su dedo índice que oscilaba a ambos lados a la vez que negaba con la cabeza.







Las tardes eran mucho más tranquilas y aprovechaba para disfrutar de la pintura y en particular de un cuadro  que le fascinaba "Mujer con Sombrero" de Henry Matisse. Aunque no estaba colgado en el museo lo admiraba en una de las páginas del libro de pintura: Las Pinacotecas del Mundo. Su procedencia humilde y las circunstancias le habían obligado a ser autodidacta. Poco a poco leyendo libros de pintura se había convertido en un especialista en postimpresionistas y desde allí, había evolucionado hasta quedar atrapado por el fauvismo. Aunque el movimiento estaba enraizado en la obra de Gaugin y sus pinturas al óleo, para él, Henry Matisse era el fauvista indiscutible. 

Siempre ocupaba su puesto de pie en la sala, sin perder de vista las cuatro paredes, mientras releía un libro de pintura de la biblioteca del museo. Resonaba la calma hasta que el reloj de la torre del ayuntamiento dejaba caer las seis. Como un resorte, con un gesto seco alargaba las mangas de la chaqueta, repasaba el nudo de la corbata y aseguraba la gorra. En medio del silencio de las salas, dos tacones entrechocaban con el suelo de mármol y el sonido de los impactos avanzaban hasta el espacio donde Raul estaba de vigilante. Él la esperaba y ella altiva buscaba un banco desde donde observar el cuadro de Matisse. Habían hablado muchas tardes y ella conocía las preferencias pictóricas Raúl, en particular por "Mujer con Sombrero". Al sonar los golpeteos de tacón en la puerta de la sala, ella entró  desplegando color, su cara con un maquillaje muy cuidado, resaltaba los colores puros: rojos, verdes y morados. Los contornos se marcaban por una linea gruesa de color negro, realzada por el rímel. Era una belleza compulsiva, alejada de lo tradicional, rematada por un gran sombrero que parecía sobrevolarla.

Raúl al verla, casi se desplomó. Junto a él, su obsesión se había encarnado. La podía hablar, acariciar y enamorarla. La miró, ella no le rechazaba, le deseaba. Raúl agitado se aproximó con respeto. Con los dedos recorrió sus labios. Ella con una sonrisa sensual, le ciñó a su pecho. Por el cuerpo de Raúl ascendían todas las sensaciones y se encendían todo los sentidos.  

El museo cerraba, se iban apagando las luces de las salas que sorprendieron a Raúl. La oscuridad inundaba todos los espacios. Se hizo el silencio. 
Angustiado pidió que las encendieran. La sala estaba vacía y a la entrada, en el suelo, el libro de pintura abierto por la lámina de "Mujer con Sombrero". La página estaba en blanco.



Javier Aragüés  (Octubre 2014)