martes, 23 de diciembre de 2014

EL BESO IMAGINADO (microrrelato) Libro 5


El Sena discurría imperturbable bajo el puente Alejandro III.  Al aproximarse al pont des Arts, parecía ralentizarse a la espera del contacto para que se bañara el sol. 





Mientras miraba, ella aprovechó y se situó junto a su cara. Buscaba sus labios y encontró el aire cálido que ocupaba el espacio entre sus mejillas. Se acercó lentamente a su rostro; el aire ardía y la respiración se aceleraba. Ella se mantenía a la misma distancia, la del amor. Él, lentamente, pasó el brazo por detrás de su nuca y se aproximó a su pecho mientras el otro brazo se descolgaba inerte a lo largo del cuerpo, esperando una señal que no llegaba. Momentos eternos de indecisión. 

Lo que buscaba estaba oculto en el límite entre el anhelo y la pasión. Intentaba contener los sueños, pero los deseos ardían en una hoguera imposible de extinguir. La razón y el deseo pugnaban para hacer que la boca fuera su aliada. Las comisuras de los labios
configuraban la expresión insinuante y 
buscaban el contacto con los de la persona amada hasta encontrarla. 


Vencieron los dos y sus labios confundidos eran uno; cerraron los ojos durante un instante que se alargó hasta que el Sena llego al mar y sus aguas, como sus cuerpos, se fundieron en las del océano... y el beso dejo de ser imaginado.


Javier Aragüés (Diciembre  2014)









jueves, 11 de diciembre de 2014

EL GRITO DE LA NUTRIA Libro 5

Soy una nutria. No pertenezco a nadie. Cuando emerjo para alcanzar respirar salpico a los indecisos. Unos se cubren por miedo a ser empapados, otros se ocultan de mis imprevisibles giros de cuello y los más aguerridos me siguen con la mirada. Pienso que mi misión es poder nadar en libertad y que los niños me vean.

Últimamente voy a la ciudad para alertarlos de que estoy en peligro. Con dificultad mantengo mi piel húmeda al sumergirme en los arroyuelos, a pesar de que cada día los hombres consiguen que estén más densos y turbios. 

Mientras zigzagueo, asomo la cabeza y me vuelvo a sumergir; los vigilantes de parques y jardines me persiguen para evitar el contacto con los niños, proteger a los jóvenes y advertir a los maduros. Soy inofensiva a pesar de mi aspecto.

No olvido mi condición de carnívoro que ejercito a dentelladas en tobillos y muslos de los guardas del parque. Lo hago si estoy acorralada o soy agredida; siempre son los desalmados los que me hostigan. En muchas ocasiones veo mi existencia en peligro y lo que es peor, mi cometido. 









He conseguido que Sam, uno de los vigilantes, sea mi aliado. Le gustan los animales, los escucha y conoce sus sonidos; me avisa cuando sus compañeros — otros guardas—  organizan las batidas para darme caza. Se anticipa a mis escarceos y si es necesario me oculta entre los montones de hojarasca, testimonio del inicio del otoño y desde donde preparo mis apariciones.

Atraigo a las parejas de amantes sin adjetivos, muestran lo que es vivir sin compromisos y  respetan a los demás.

Comienza la lluvia, mi piel reluce al resplandor de la luna llena. La luz se despide sin permiso entre los huecos de los árboles, es la señal, me escondo hasta que abran el parque y los visitantes estén prestos a contemplar mis gestos, diferentes para algunos e imperecederos para la naturaleza. 

Si alguno se aproxima y quieren tocar mi piel húmeda y suave; siente envidia, agradezco su tacto pero no estoy dispuesta a perder la vida para ser momificada y en posición pétrea, mirar al infinito para sentirme ridícula. Tampoco quiero acompañar a una dama, con la que no tengo relación, para pasearme sobre sus hombros sin pedirme permiso; ni quiero escuchar cuanto le he costado para alardear que soy suya y poder colgarme en su armario a su antojo.


A veces pienso renunciar a todo, salir del parque y por el mismo camino que utilicé para llegar, deshacerle, y volver a mi arroyo, lejos de la contaminación y otros peligros. Si lo hiciera los visitantes perderían el aliciente de las visitas a los jardines y mi existencia no tendría razón de ser —  nadar en libertad—  aunque evitaría el riesgo a que me capturasen, o de morir contaminada. A pesar de todo sigo con mi misión. Pienso en los niños, en la vida y me hace no desfallecer. 

Cuando todos se marchan, el parque duerme y nadie me oye, me sumerjo y al salir a la superficie necesito gritar para sentirme vivo y libre.


Javier Aragüés (diciembre 2014)

lunes, 1 de diciembre de 2014

ENTRE LIBROS Y VERSOS Libro 4

Como ocurría con otras chicas francesas, Christine era más exótica que guapa y acrecentaba la singularidad para resultar atractiva. De aspecto muy elaborado, lucía pestañas revestidas de rímel en exceso para atraer las miradas; engrosaba el calibre y la dureza de los cilios, hasta el extremo que recordaban a Alex DeLarge el personaje que interpretaba Malcolm McDonald en "La Naranja Mecánica" (Stanley Kubrick 1.975). 


Los ojos de Christine eran dos lunas verdes. Encargaba a las cejas la misión de embellecer y resaltar la mirada y a las que dedicaba la mayor parte del tiempo para maquillarse. Así conformaba un rostro picassiano que destacaba con el perfilador y el lápiz negro, para remarcar sus ojos.

Su aparente desgana y aire desenfadado no parecían coincidir con ese empeño por resultar más atractiva y observada, que lo remachaba con varios piercing en paralelo en el lóbulo de la oreja izquierda que le daban un aire de posmodernidad agresivo. Toda esta parafernalia la utilizaba para mostrar el desacuerdo con la sociedad. 

Christine era abogado en un despacho que tramitaba licencias para productos farmacéuticos en la Unión Europea. Hablaba un español correcto pero sin haber perdido el acento. Paul era director de investigación en unos reconocidos laboratorios farmacéuticos
franceses. Se conocieron con motivo de la obtención de la licencia  para la salida al mercado de un nuevo psicofármaco.

Paul era algo mayor, por lo que junto a otros muchos encantos, provocaba que Christine estuviera abducida por él.  

Desde un principio ella vivió un enamoramiento vehemente hacia Paul y hacía que no pudiera prescindir de él. Los encuentros eran continuos. No existían limitaciones. Ella los provocaba y él los favorecía; la manera de corresponder de Paul inducía dudas en Christine e intuía que no era un verdadero amor. 

Después de varios meses intensos, Paul comenzó a excusarse y en repetidas ocasiones no asistió a las citas; hasta que le comunicó que dejaba París para trabajar en la filial en Suiza de su empresa. Todo sin tiempo para poder dar una explicación y ni siquiera pudo reaccionar. 

Nunca volvió a saber nada de Paul. Abandonó París y también a ella.

Christine sufrió una profunda depresión. Los socios del gabinete la apreciaban y quisieron ayudarla. 

Consideraron necesario que estuviera alejada de todo aquello que le recordaba a Paul. La trasladaron a España, al despacho que el bufete tenía en Madrid. En un principio ella se oponía pero terminó aceptándolo.






En Madrid, muchas tardes hacia un alto en el trabajo y se refugiaba en un café con tintes decadentes. Tenía un friso de madera hasta media pared y globos con forma de quinqué que se alternaban con fotos de tertulias del Madrid republicano, de color sepia y paredes decoloradas por el humo y el paso del tiempo. 

Se sentaba en un taburete de la barra y removía con la mano izquierda una taza de café. Parecía una escena de una obra corta con una sola la actriz —ella— lista para iniciar un monólogo y con ademán de estar esperando a alguien que nunca llegaba.

Ignacio tenía treinta y dos años. Estaba menguado por la soledad.  Tenía todos los atributos de un buen librero; hombros estrechos, cuidadoso, ordenado y era tan alto, que no necesitaba escaleras para alcanzar la baldas más empinadas de la librería. Llevaba barba incipiente que no progresaba y unas gafas sin apenas graduación, con una montura metálica delgada que recordaba a Trotsky. Las lentes protegían unos ojos grandes y endrinos que destacaban sobre el blanco azulado de la esclerótica, reforzando su aguda mirada.
Siempre llevaba camisas de cuadros por fuera de un pantalón de pana color negro que le daban el aspecto de "un progre" de la época. 

Como muchos de los propietarios de las librerías de la calle San Bernardo de Madrid, tenía los anaqueles repletos de abundante bibliografía marxista. Durante la dictadura, los había adquirido 
en editoriales especializadas de Sudamérica. Entonces eran libros  prohibidos y tenían una gran demanda. Al llegar la transición, 
circulaban con normalidad; pero al margen del negocio disfrutaba pudiendo explicar las aventuras que había detrás de cada libro.

A media tarde, tenía costumbre de tomarse un café. Al entrar, casi se topó con Christine que sentada en un taburete en el extremo de la barra, seguía concentrada en los círculos que formaba su café americano al removerlo. Al entrar Pablo, ella sujetó la taza con el dedo índice, apoyó ligeramente los labios en el borde y levantó los ojos sin mover la cabeza para intentar verle. Al pasar le miró con cierto descaro. Ignacio se sintió observado y se giró y se detuvo como si se conocieran.  Intercambiaron una sonrisa. Ella le ofreció el taburete que estaba a su lado, él aceptó.

— Me llamo Ignacio.  ¿Vives por aquí? — le preguntó, a la vez le tendía la mano para saludarla.

—  Yo soy Christine. No vivo en el barrio pero trabajo muy cerca. Vengo a menudo a tomar un café —contestó sorprendida por la naturalidad de Ignacio, que no dejaba de mirarla a los ojos. 

Ella experimentó una sensación olvidada, al sentir el contacto de la mano de un hombre al coger la suya. 

Ignacio al conversar asomaba cierta atracción al escuchar su acento francés y en especial, la forma de arrastrar las "erres".

— Yo también trabajo muy cerca. Tengo una librería, la que hay frente al café — 
Ignacio sonrió, lo que ayudó a que Christine se sintiera más cómoda.

— Disculpa que haya sido tan seca pero estoy acostumbrada a mantener solo conversaciones de temas de trabajo y apenas me relaciono. 

—  ¿Dónde trabajas? 

— En ese edificio gris de oficinas, el que hay casi enfrente. Somos vecinos.

Christine no quería dar detalles. No se sentía especialmente orgullosa de cómo había llegado hasta allí. Le produjo cierta envidia cuando Ignacio dijo que tenía una librería.

— ¿Lees con frecuencia? —le preguntó.

— Si claro. Soy una adicta. En Francia en la escuela elemental nos inculcan la necesidad de leer. Desde prácticamente los cinco años lees, es como un juego.

— ¿Y tú?

— Soy un afortunado. Trabajo con ellos. Conoces lo que escribe 
Harold Bloom: "Seguiré leyendo mientras me quede un soplo de vida" —ella asintió sintiéndose identificada.



Arthur Rimbaud


Siguieron hablando de las preferencias de autores y géneros. 
Christine apreciaba la sensibilidad de Ignacio, y en especial sus gustos por la literatura. No pudo evitar nombrar a Arthur Rimbaud, el gran poeta francés del siglo XIX.

Ignacio le recordaba, en cierta manera a Paul, pero en una versión más próxima y humana. Christine parecía ensimismada; él, sin darle tiempo a reaccionar le recitó un poema de Rimbaud en español.

— ¿Conoces el poema Aventura? 

Sin esperar la respuesta comenzó a declamar.



AVENTURA




Con diecisiete años, no puedes ser formal.
—¡Una tarde, te asqueas de jarra y limonada,
de los cafés ruidosos con lustros deslumbrantes!
Y te vas por los tilos verdes de la alameda.
¡Qué bien huelen los tilos en las tardes de junio!
El aire es tan suave que hay que bajar los párpados;
Y el viento rumoroso -la ciudad no está lejos¬-
trae aromas de vides y aromas de cerveza.

De pronto puede verse en el cielo un harapo
de azul mar, que la rama de un arbolito enmarca
y que una estrella hiere, fatal, mientras se funde
con temblores muy dulces, pequeñitos y tan blancos…
¡Diecisiete años!, ¡Noche de junio! -Te emborrachas.
La savia es un champán que sube a tu cabeza…
Divagas; y presientes en los labios un beso
que palpita en la boca, como un animalito.

Loca, Robinsones tu alma por las novelas,
—cuando en la claridad de un pálido farol
pasa una señorita de encantador aspecto,
a la sombra del cuello horrible de su padre.
Y cómo cree que eres inmensamente ingenuo,
a la par que sus botas trotan por las aceras,
se vuelve, alerta y, con un gesto expresivo…
—Y en tus labios, entonces, muere una cavatina…

Estás enamorado. Alquilado hasta agosto.
Estás enamorado. Se ríe de tus versos
Tus amigos se van, estás insoportable.
—¡Y una tarde, tu encanto, se digna, ya, escribirte…!
Y esa tarde… te vuelves al café luminoso,
pides de nuevo jarras llenas de limonadas…
—Con diecisiete años no puedes ser formal,
cuando los tilos verdes coronan la alameda.

Christine se emocionó. Ante ella un hombre que conocía a su poeta favorito y lo recitaba con especial sensibilidad. El poema era un fragmento de amor y recuerdos que reavivaban sus sentimientos. 
No pudo evitar que sus ojos enrojeciesen, se esforzó para contener la emoción y recordó cómo se deshizo su historia de amor.








Siguieron viéndose en aquel café. Una de las tardes mientras la esperaba, Christine echaba una ojeada a un libro de pintura en francés —L´Univers de Van Gogh—  y disfrutaba con los bocetos y los cuadros del maestro. Hojeaba y releía el significado de las pinturas, hasta que se detuvo para desplegar las solapas de la cubierta. Encontró lo que buscaba. Dos cuartillas dobladas y cuarteadas de papel descolorido escritas con pluma y con su letra menuda. Recorrían frases de amor y de entrega sin condiciones.
Reprochaban un silencio prolongado y confirmaban un amor. Eran las letras de una carta que quería haber enviado a Paul, le pedía explicaciones por el tiempo transcurrido. La carta siempre fue una intención frustrada. Pero ahora más que nunca, sabía que él no era el destinatario.

Ignacio quería sorprenderla y esa tarde llevaba con él un poemario de Pedro Salinas, uno de sus poetas favoritos. Al verlo, Christine le pidió que le leyera alguno. Cogió el libro entre sus manos, aireo las páginas y el libro, como encantado, se abrió por la que deseaba. Se puso a leer.







Para vivir no quiero (Pedro Salinas)
La voz a ti debida (1933)

Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!
Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las
gentes del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
"Yo te quiero, soy yo".



Christine miraba las manos de Ignacio, veía las del librero y sentía resonar la voz en los versos que palpaban cada espacio del interior de su cuerpo y la envolvían por el pecho. Ignacio acercaba a Christine todo lo que le habían negado. Le enseñaba a encontrarlo en la poesía. Ella vio en un instante que su vida se plegaba como la cuartilla que había encontrado en el libro y se escribía un relato con su letra; la de una historia nueva, sin miedos y segura de vivir enamorada entre libros y versos. 


Javier Aragüés (diciembre 2014)

viernes, 28 de noviembre de 2014

EMPRENDEDORES


En un entorno a fragancia de indigentes, nuestros héroes, Glissant, su hermano Luis y otros colegas de la calle  malviven. Otros, a unas cuantas manzanas con olor a riqueza preparan las tesis en un centro universitario, investigan la correlación entre marginados y titulados. 
Las características de los privilegiados son.


 Pertenecen a  familias acomodadas. Tienen padres con  estudios superiores, madres independientes ejecutivas de grandes empresas, son religiosos. Viven en barrios singulares y estudian en centros privados con medios ilimitados. Están preparados para integrase en la sociedad como directores generales, gerentes, directores financieros, altos cargos de la administración o políticos.









Están preparados para integrase en la sociedad como directores generales, gerentes, directores financieros, altos cargos de la administración o políticos. 

Todos los puestos exigen experiencia,  formación  y mejores recomendaciones.  No existe código ético, la corrupción es una asignatura común que se prepara  en el ejercicio de la función (ejercicios teóricos y prácticos). En la actualidad políticos y empresarios  son los aventajados en esta disciplina. 


Los marginados como Glissant y  sus colegas aspiran a vivir como privilegiados  con la formación adecuada. Existen diferencias, viven en barrios marginales, no conocen al cura de la parroquia, los padres son
analfabetos, alcohólicos  y drogadictos. 

El centro de estudios se traslada a la calle.  A la calle, pueden acudir todos los días a enfrentarse con otras pandillas e intercambiar objetos que roban a  turistas que visitan los barrios pintorescos de la ciudad. 

Algunos turistas despistados preguntan ¿Hay bandas urbanas? ¿Dónde se refugian? ¿De qué viven? ¿Son peligrosas? Glissant exclama.

- ¡He encontrado un nicho de mercado! Hay que transformar el barrio escenario de luchas y hurtos en un decorado que respete los grafitis,  con música, luces,  bares que sirvan bebidas típicas, en fin, convertirlo en un barrio pacífico, seguro para turistas.

Por un módico precio, Glissant  con sus colegas organiza la visita al Casco Antiguo, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

-¡Se admiten propinas!


Javier Aragüés (Noviembre 2014)


viernes, 21 de noviembre de 2014

SEBASTIÁN Y EL FARO Libro 4

La mirada de Sebastián no abandonaba la bahía. Tantas vigilando la llegada de navíos al puerto, a ese puerto natural que cobijaba embarcaciones de distintas banderas, con tripulaciones llenas de vida. Mientras tanto el faro no dejaba de alumbrar la cala, con ese incansable rostro poliédrico que era parte del paisaje de la ensenada. Destelleaba al atardecer sobre la  predominante aguamarina. En cada centelleo reflejaba los colores de los cascos de las embarcaciones y cortejaba a cada barco.

Cuando huía del sol, los reflejos se apagaban con sosiego, y a veces daban paso a una luna brillante, pero el astro con luz propia siempre esperaba el alba, para repetir.

Sebastián no podía dejar de pensar en ese día cuando faltase, quién le sustituiría en su oficio de farero y sobre todo, quién avivaría la luz para mantener encendidos los sueños de los marineros. 

Mientras esperaba ese momento, seguía vigilante y avistaba nuevos barcos con marinos que deseaban tocar tierra. Las tripulaciones de los navíos fondeados ocupaban los botes para emprender el desembarco en el malecón. 

Los chinchorros diseminados por el verde oscuro se disponían con desorden geométrico del que era responsable cada timonel. Al tocar tierra se organizaban diferentes grupos. El más numeroso iba a las tabernas; otro, iba a las casas de amor fugaz y unos pocos marineros daban las gracias a la patrona del lugar por la feliz travesía.

A pesar de la algarabía que originaba el atraque de un barco, el faro y Sebastián permanecían vigilantes; nada ni nadie les hacían abandonar su cometido y sabían cuidar del lugar. 


Los dos conocían muy bien el entorno y, sus miradas, como la veleta, cambiaban la orientación sin previo aviso. Señalaban la libertad como la brújula, que pudiendo marcar cualquier dirección siempre elige el norte; hacia al oeste, marcaban la cala silenciosa, la de los enamorados; por el este, pasaban las veces necesarias a la espera de un nuevo fulgor y al sur, se relajaban con la melancolía.





En días cortos y ventosos, todo ocurría a la vez, no tenían tempo para descansar. El espectáculo configuraba sus caracteres. Ajenos a cualquier distracción, eran observadores permanentes,  plantados en el lugar.

Tenían que estar atentos a la puesta del sol. Entonces empezaba la verdadera jornada. El juego de luces dilataba sus pupilas. Hasta esas horas pasaban desapercibidos. A partir de ese momento su presencia y atención eran imprescindibles. Muchas naves no habían naufragado gracias a nosotros. 

Con mar en calma gobernada por la brisa, eran cómplices de las parejas y amores consentidos. Se entregaban, él cuidando de los guiños y Sebastián desviando la mirada para no perturbar las muestras de pasión incontrolable. 

Sebastián vivía su oficio con tal intensidad que no distinguía quién era el vigilante y quién el fanal, quién era faro y quién farero. No podían vivir el uno sin el otro. Al interpretar el personaje de farero, se mostraba cumplidor, paciente y se exigía permanecer lúcido. Si representaba al faro, el tiempo transcurría en su contra. Las viseras de la cúspide  —aparentes pestañas—  se iban entornando por el óxido. Las chorreras discurrían por la superficie de la cara norte a modo de patillas, que a ambos lados se volvían rojizas por el salitre. Los dos tenían el rostro desfigurado por el paso de los años y dejaban discurrir las lágrimas sin consuelo.

Llegó el día, Sebastián estaba ciego y la torre abandonada, cuando recibieron el embate de la última ola, ya no pudieron proteger la bahía. El mar se hizo el dueño de los dos.



Javier Aragüés (noviembre 2014)

sábado, 15 de noviembre de 2014

INCOMUNICADOS (Relato policial) Libro 4

El bloque estaba rodeado de edificios similares. Cualquier vecino al salir del portal sentía una sensación de asfixia, provocada por el rebaño de moles, todas del mismo color, salpicadas por indicios de aluminosis y ventanucos a modo de respiraderos. 

Las aceras del barrio estaban semiacabadas, siempre había  charcos y una fina capa de polvo y grasa se adhería a coches y ventanas. El conjunto invitaba a los vecinos a refugiarse en sus pisos y a que apenas se comunicaran. En la noche todo quedaba disimulado por la oscuridad y el silencio. 

Andrés asistía a una reunión de la comunidad de vecinos. No conocía a nadie, excepto a Ana con la que se había cruzado en alguna ocasión en el portal y como mucho, se habían dado los buenos días. Vivía de alquiler en un edificio ocre y de ventanas iguales. Los precios de las rentas eran muy elevados para sus posibilidades y no dejaban de aumentar. Suponía un gran esfuerzo para los escasos ingresos y verdaderos quebraderos de cabeza para llegar a fin de mes. Para Ana, la situación era más crítica, desde hacía varios meses que tenía que vivir con el subsidio de paro. 

En un lugar visible del portal del edificio, una cuartilla con trozos de celo en las cuatro esquinas, no se separaba de una de las mampara.  La convocatoria del administrador  —don Eusebio Hidalgo— había sido acogida por los vecinos con indiferencia apesar del aviso en clave de amenaza.



¡REUNIÓN MUY URGENTE! 

Se convoca a todos los vecinos: propietarios y arrendatarios, 
el miércoles, 15 de junio a las 19h30´. Se ruega puntualidad



 El Administrador

Eusebio Hidalgo







El Sr. Hidalgo era el propietario y administrador de todo el edificio. Era mofletudo y grasiento, de aspecto reprobable, hacía juego con el inmueble. Siempre llevaba la misma corbata con manchas incrustadas que ya formaban parte del dibujo. Perseguía, como en tantas ocasiones, reunirlos con la excusa de fomentar las relaciones de vecindad, aunque siempre terminaba hablando de los riesgos de robo e incendios y, si se lo permitían, de la tranquilidad que proporcionaban los seguros de vida; ponía el mismo ejemplo, mostraba una fotocopia arrugada de la póliza que cubría a su mujer, en el caso de que él falleciera. Además de administrar la comunidad y cobrar los recibos de alquiler, pretendía vender seguros de la compañía — Virgen de los Remedios— de la que era agente y ante todo era un profesional de la mezquindad, capaz de medrar ante cualquier situación. 

Casi nadie le conocía en persona, solo por referencias. Acudía a las reuniones, como mucho, dos veces al año. Sí lo hacía un empleado de su despacho, de toda confianza que se llamaba Carlos. Era un joven treintañero, con un atractivo especial para algunas mujeres maduras poco exigentes. Todo en él era apariencia. La manera de vestir y su conversación rozaban las formas más horteras. En las reuniones se le conocía por un léxico grosero y la abundante aromática sudoración que aparecía al primer contratiempo. Se le marcaba a rodales bajo las axilas y dejaba una pista indeleble en su camisa, sin posibilidad de apelación. Al empezar la reunión, las primeras palabras eran: "Silencio, joder, que vamos a empezar" y las siguientes eran para disculpar a Don Eusebio. Los más educados
exclamaban:  "¡Ya estamos como siempre!", seguido de un sonoro abucheo, por parte de la inmensa mayoría de los asistentes. Esa tarde, Carlos añadió: "Casi con seguridad, el Sr. Hidalgo se incorporará después de terminar una gestión".

En esta ocasión la convocatoria había tenido más éxito, debido al anuncio en forma de amenaza e intriga. Carlos, muy nervioso, sudaba más de lo habitual y Don Eusebio seguía sin aparecer. En el vestíbulo del edificio, se formó un murmullo acompañado del ruido desagradable por el movimiento de sillas —muchos vecinos las bajaban de sus viviendas— que amplificaba el hueco de la escalera. 

La mayoría de los asistentes abandonaron la reunión. 
Andrés y Ana se miraron perplejos. En medio de la confusión aprovecharon para presentarse, se dieron  la mano e intercambiaron sus nombres. Sin mediar palabra, salieron del portal del edificio, un bloque más del extrarradio, en medio del vacío. Parecía que huían. Caminaron por una calle que estaba débilmente iluminada. En el punto más alto se percibía un estertor. La ciudad intentaba respirar y sobre ella estaba suspendida una anaranjada y espesa capa de polución. 

Siguieron caminando calle abajo. Se dejaba ver una 
urbanización, con pretensiones de zona residencial,
poblada de farolas. Cada una alumbraba a un sinfín de
parcelas sin edificar. Un verdadero erial plagado de luciérnagas. Se miraron para corroborar que clase de lugar era donde vivían. En los alrededores de la ciudad se había establecido la soledad, la sordidez y toda la gama de grises posibles que acompañan a la vida. Sus ojos captaron una instantánea en blanco y negro y la aglomeración anaranjada del aire viciado que sobrevolaba el horizonte. El ruido de la ciudad era dominante en el vacío de la noche.

Andrés elevaba el tono de voz para superar el zumbido y poder contar a Ana los proyectos que le habían llevado a la ciudad. Intentaba explicarlos, pero el paso del tiempo y las condiciones de vida los habían borrado. Solo le quedaban recuerdos de una infancia difícil. No había conocido a su padre que, murió prematuramente. Su madre, siempre ausente, trabajaba de asistenta de lunes a sábado. Pero recordaba con nitidez la existencia de un maestro, un hombre sencillo al que los niños llamaban Don Pablo. Cundo cogía la tiza con sus dedos, destacaban sus venas, sinuosos senderos violados que recorrían el dorso de la palma, desde la muñeca hasta el comienzo de las uñas. Deslizaba el clarión sobre una pizarra negra acharolada, que se dejaba acariciar por un trapo blanquecino cubierto de yeso.

En la escuela, el maestro les enseñaba a leer y a escribir, a hacer cuentas sencillas, a situar su ciudad en el mapa... y todo lo necesario para que tuvieran una cultura elemental. 

Andrés recordaba con cariño sus charlas. A primera hora de la tarde, los alumnos apoyaban la cabeza en los brazos, doblados por los codos y la mirada atenta a Don Pablo. Les hablaba de dos palabras, que él entonces no entendía: ética y dignidad. Durante la charla a veces levantaba la voz para asegurarse que no se dormían e insistía: "En esto se diferencian los verdaderos hombres, de los mediocres,..." Estas dos palabras siempre le acompañaron.

Notó que solo hablaba él y Ana permanecía en silencio y le escuchaba sorprendida. Ella era una mujer de belleza espontánea y a la vez delicada. Andrés al prestarla atención experimentaba cierta atracción.


— Ana ¿Tú no tienes nada que contar?

— Sí, pero todavía no tengo suficiente confianza. Lo intentaré, pero no tan bien como tú.


— Bueno, lo importante es que seas sincera. Yo lo he sido.—le contestó Andrés, sintiéndose halagado.


— Mi madre nos abandonó cuando apenas tenía tres años. Yo Tampoco conocí a mi padre. No fui a la escuela; según mi madre para una mujer no era necesario. A los dieciocho años vine a la ciudad para buscar trabajo e intentar tener una vida con futuro. Al principio confiaba en encontrarlo. Tenía  ilusión.  En las entrevistas me preguntaban qué cómo era, qué experiencia tenia y cuáles eran mis habilidades. Yo no 
sabía que decir. 
Con el tiempo me preparé una respuesta, y la repetía hasta convencerme,  mirándome a un espejo: "Soy una mujer joven, con buena presencia  y..."  De ahí no pasaba. No se me ocurría nada más...

Andrés sorprendido, pensó que con su explicación era demasiado sincera y eso también le gustaba.


Se hizo bastante tarde, se habían alejado de su bloque y decidieron volver. Siguieron caminando. Al pasar junto a un edificio, del primer piso colgaba un rótulo luminoso que anunciaba:



EUSEBIO ALONSO. API Y CORREDOR DE SEGUROS









Al llegar a las últimas casas de la urbanización, Ana se detuvo.

— Mira Andrés, ¡Ahí! ¡Ahí!, parece un bulto.

— ¿Quieres decir que ves algo? — preguntó Andrés nada convencido.


Se acercaron con prevención hasta una de las farolas que iluminaba la zona.


— ¡Qué horror! Es un hombre. Parece que está herido. —balbuceó Ana, aterrada. 


Por la frente del hombre surcaba un rastro de sangre, aún fresca. Andrés, se inclinó y comprobó que no respiraba. Pálido, exclamó.

— ¡Ana, este hombre está muerto!


Se miraron sin saber qué hacer. Junto al cuerpo había un maletín descerrajado y un montón de papeles. Andrés los revolvió buscando algún indicio. Cogió un folio con el membrete: "Compañía Aseguradora Virgen de los Remedios". Le recordaba algo. Preguntó a Ana si conocía ese nombre, mientras él intentaba recordar. 


—Lo siento Andrés, para mí no significa nada. —dijo Ana encogiéndose de hombros. 

Andrés seguía dándole vueltas con el papel en la mano.


— ¡Claro! Ya está. Es el nombre de la compañía de seguros para la que trabaja el Sr. Hidalgo. 


Siguió rebuscando en el maletín y encontró un paquete de recibos que correspondían a los alquileres de ese mes, de los vecinos de su edificio. Después de unos minutos interminables Andrés se incorporó y sin dudarlo dijo.

— Este hombre es don Eusebio Hidalgo.

— ¿Cómo lo sabes?—Ana intentaba comprender, pero todo eso no le decía nada.


Se cercioraron de que el hombre estaba muerto y 
estuvieron de acuerdo en avisar a la policía.

Ya era de madrugada. Transcurrió más de una hora. Un coche patrulla y otro de incógnito, con dos inspectores, se presentaron en la urbanización. La policía, al ver el cadáver, llamó al juzgado. Acudió el juez de guardia. Llegó un furgón y se llevó el cuerpo al Instituto Forense. 

Los dos inspectores se interesaron por su estado. A continuación, de pie, en el lugar donde habían encontrado el cuerpo, comenzaron a interrogarles. Después de las preguntas obvias, les invitaron a que les acompañasen a la jefatura.

En las dependencias de policía les sometieron a un interrogatorio más severo. Primero a los dos, en un despacho y después por separado. A partir de ese momento no les dejaron comunicarse. Las preguntas elevaban el tono y sobrentendían que pudieran estar involucrados. A Andrés le enseñaron una lista de morosos de la comunidad, que encabezaba Ana y él también aparecía, pero de los últimos. No entendía cómo podía verse involucrado en esa confusión. Su comportamiento siempre había sido ético y, aunque humilde, había mantenido la dignidad en las 
situaciones más adversas. 

Ana, atemorizada, no paraba de llorar. Le enseñaron una nota manuscrita dirigida al Sr. Hidalgo, en la que pedía un aplazamiento de la mensualidad. Derrumbada, no podía pronunciar una sola palabra.

Al tercer día les llevaron a declarar ante el juez. 

El informe forense determinaba que al hombre le habían quitado la vida con un objeto contundente, en concreto con una piedra. Le habían asestado un golpe en la zona del parietal derecho que había provocado un fuerte traumatismo y la muerte instantánea. 

El atestado de la policía científica concluía que se habían encontrado huellas digitales de Andrés en el maletín, así como resto de fibras de tejido que eran de su ropa. También habían encontrado huellas que se correspondían con el calzado de cada uno de ellos. El arma del crimen contenía restos del cuello cabelludo y tejidos de la víctima, pero en ningún momento indicios
fehacientes que pudieran atribuirse a los investigados. 

Ante el juez, los dos se declararon inocentes y a la vista de los hechos y las pruebas, el juez decretó su libertad, quedando el caso archivado como: Crimen Sin Resolver.

A pesar del final, sin consecuencias para ellos, Andrés y Ana quedaron traumatizados pero sentimentalmente muy unidos. Decidieron compartir el piso de Andrés y así, Ana se liberaba de la carga del alquiler e intentar compartir sus vidas. Esta decisión fue el comienzo de una relación afectiva muy intensa entre ambos. 

Pasaron algunos años. En la comunidad del bloque
marginal nada cambiaba. Bueno casi todo. Las convocatorias de las reuniones de inquilinos, ahora aparecían firmadas por doña Teresa Ramos, viuda de Hidalgo junto a la firma del joven hortera, Carlos López. que firmaba como Subdirector. 

Carlos seguía llevando el peso de las reuniones. Ahora le tocaba excusar la asistencia de doña Teresa, seguía cobrando los recibos de alquiler e intentaba vender algún seguro. Hasta que un día de los que los asistentes se lo permitieron, se puso a hablar de la bondad de los seguros de vida. Mostró la fotocopia amarillenta y deteriorada de la póliza a favor de la mujer de don Eusebio. Ana y yo nos miramos, salimos del portal nos dirigimos a la calle empinada débilmente  iluminada y caminamos en silencio.




Javier Aragüés (julio de 2018)