jueves, 25 de agosto de 2016

ALGO MÁS QUE UNA TABERNA (Crónica)

Después de unos días en Asturias, es obligado dedicar unas líneas, que no son una referencia turística y sí, una reflexión sobre la existencia y la forma de trabajar de una simple, o gran taberna, Taberna la Vizcaína.

Todo Comienza en 1941 en un pequeño pueblo asturiano, próximo a Oviedo, que se llama Las Caldas junto a un balneario famoso por los atributos medicinales de sus aguas que manan a 40ºC.  Situado en el edificio histórico de la antigua Casa de Baños, el Balneario Real posibilita sumergirse en un entorno tradicional en donde bóvedas y columnas se someten a las aguas del manantial.  Los edificios del complejo se levantan entre los siglos XVIII y principios del XX estando totalmente integrados en la ribera del río Nalón. No se puede prescindir de personas y otros establecimientos del entorno para completar la narración.





Antón, emprendedor en la época, levantó, con ayuda de la familia, de la nada, un imperio. Un colmado con el nombre de La Vizcaína que ha ido transformándose hasta la Taberna-Restaurante que es hoy. Hay que reconocerle su anticipación para asentar un negocio que va a cumplir setenta y cinco años. Nunca hubiera pensado tener un espacio de encuentro sustentado en un personal esencial en la apertura diaria y en la calidad del producto. Es un caporal en la trastienda, un apuntador que conoce la obra, los personajes y asegura los espectadores. No cambiaría a la estrella del reparto, Nacho que interpreta sus deseos y los pone en su boca.





 La Taberna la Vizcaína está frente al Balneario. Pasa inadvertida,  se muestra  humilde en una esquina, no quiere molestar y la descubren los que son atraídos por los lugares curiosos, esperando que quede algo de esa historia de los pequeños pueblos en donde el colmado era el epicentro de mercancías, anuncios, tertulias con sabor y, sobre todo, para tocar lo que parece desaparecido. La atención de "Nacho", al frente de la taberna de La Vizcaína, supera lo previsible. Es un profesional serio, sin ser zalamero. Canta la carta con sobriedad y convicción. Si para él eres un cliente, pasas a ser su invitado, que también pasa por caja con gusto y consideración. Cada plato, aunque suene a conocido, la carta parlante lo explica con detalle. El nombre, su elaboración, el porqué del producto elegido y ese algo que encierra difícil de explicar, por qué no quiere, o para que vuelvas y repitas. Las raciones, más que espléndidas, reparten color y emanan aromas a la espera que alguien se atreva a sumergirse en su sabor. Las mesas sin mantel, limpias y suficientemente ilustradas, que no necesitan más cambio que ser ocupada por nuevas comandas y un golpe de bayeta que las hace siempre estar en perfecto estado de revista. Es difícil encontrar “Un balneario que tiene un pueblin” definición de Las Caldas, según Nacho. Mucho más difícil es mantenerse digno en ese oficio de tabernero que desempeña Nacho en La Vizcaína; una Taberna que tiene un balneario y un pueblin para todos los que la visitan.
Unas palabras para el personal de La Vizcaína y en especial para Nacho.



Javier Aragüés (Agosto de 2016)


jueves, 4 de agosto de 2016

EL ARQUITECTO DE COMILLAS Y PROTECTOR DE SUEÑOS


...me ha recordado que en el Palacio del Marqués de Comillas, el arquitecto escondió varias ratas como reto al dueño y le dijo que su obra, sin columnas, era imposible y que con los años y entre las ruinas las ratas se apoderarían del palacio. 



Isabel Demestre


Al terminar el verano, la mañana del veintiuno de septiembre de 1897, no dejaba de llover. El orballo, inapreciable y persistente, llegaba a desbordar los márgenes de la ría. La cortina de agua y la bruma hacían invisibles las orillas. Los botes fondeados eran coágulos de color sobre la superficie relajada. En el promontorio se asomaba una casa singular, el Palacio de Sobrellano. En 1878, Joan Martorell aceptó el encargo del Marqués de Comillas, Antonio López y López. El cántabro era  un admirador de la obra de Martorell. En una década, de la nada, levantó un palacio. El arquitecto quería edificar un grandioso edificio de estilo neogótico, el mentor defendía el aire veneciano. Joan fue capaz de congeniar los deseos de ambos y los dos estilos coexistieron. La única condición que le exigió el Marqués fue que no podía abandonar el lugar hasta finalizar la construcción. Joan aceptó, por la sustanciosa remuneración y por estar acostumbrado a vivir en soledad.





Interior del Palacio de Comillas


La construcción avanzaba según previsto. Lo único reseñable fue la aparición de una joven, Nanda, que desde un montículo próximo, reclamaba la atención de Joan de forma discreta. Todos los días se encumbraba, hasta conseguir que el arquitecto fijara la atención. Estaba enamorada de sus manos y de cómo plasmaban su imaginación sobre la piedra.  Nanda le admiraba. Cada día se acercaba más. Joan se sentía cómodo por la compañía de Nanda y a la vez temeroso de que el marqués se presentara  de manera inesperada. Lo habitual es que las visitas se repitieran cada lunes y a la misma hora, por lo que era improbable que apareciera sin preverlo. Si lo hacía, Antonio López, metódico y pertinaz, comparaba el avance de la obra respecto al lunes anterior, veía si se respetaba el estilo convenido  y si Martorell cumplía el compromiso de no abandonar el trabajo en ningún momento.


Corazón empaquetado
Autor. Oriol Jollonch

Nanda cada día pasaba más tiempo con Joan, que se sentía admirado y dispuesto a romper la soledad,  en la que el Marqués le había instalado. Ella le propuso que la escondiera en una de las torres que estaba finalizada para así poder permanecer junto a él sin ser vista. Joan aceptó y modificó la cubierta de una de las garitas para que se abriera completamente en el caso de atmósfera irrespirable en el interior del Palacio, así se lo justificó al cántabro. Para Nanda y para él era una escapatoria de ideas, pasiones o temores compartidos, e incluso ellos podrían huir. Para que fuera posible debería encarnarse en gaviotas todo lo que necesitara libertad. En el último momento añadió un dispositivo que solo él conocía, dónde estaba, cómo accionarlo y su utilidad. Uno de los días, sábado, las ocupaciones del Marqués hicieron que adelantase la visita del lunes. Al Palacio se accedía al sobrepasar un pequeño repecho situado en la fachada sur del edificio. La pareja disfrutaba de una de los descansos que él hacía en la jornada de trabajo. Al legar el Marqués, montó en cólera al ver la traición; el arquitecto vivía en compañía de Nanda y en la construcción aparecía un torre no prevista en el proyecto. No se detuvo a pedir explicaciones, corrió tras ellos gritando: "Me has traicionado, no tienes palabra; ya no hay trato, yo me veo liberado de atender el compromiso económico adquirido, tú has roto la otra parte del pacto al convivir con una mujer". Nanda y Joan corrieron al Palacio, hacia el ala donde se encontraba la torreta. En un momento Joan recordó los instante vividos con Nanda; el amor, las promesas, los besos y su proyecto de vida. Era como si al recordar tomara la energía necesaria para, de la mano, correr peldaños arriba de la escalera que conducía al torreón  y distanciarse del tirano. Abrió la cúpula, dió tiempo a la encarnación de vivencias y deseos para que en el momento que accionó el dispositivo todas las gaviotas escaparan, incluidos ellos dos, todos convertidos en aves. Antes de echar a volar accionó el mecanismo instalado en el interior de la cúpula que provocó que las columnas se agrietaran hasta derrumbarse, no quedó una en pie, el techo se desplomó. El Marqués quedó soterrado entre los escombros, las ratas comenzaron a salir del subsuelo en busca de alimento y se cebaron  con el cuerpo del ilustre Antonio López y López, que sufrió una muerte dolorosa y lenta, en soledad, como la que había exigido a Martorell. El reto se cumplió. Los amantes huyeron sin perder lo vivido y con la satisfacción de haber dado muerte a un tirano.


Javier Aragüés (agosto de 2016)









lunes, 6 de junio de 2016

EL PUENTE DE RIALTO


Los largos viajes de Marco me permitían distanciarme de la invariabilidad de mi vida. Mi mayor ocupación era esperar a mi esposo. Los repetía con frecuencia y le alejaban de Venecia, y de mí. Pasaba los días junto a Antonella, mi sirvienta favorita. Era dispuesta, amable y sobre todo, discreta. Para huir del estado de vigilia permanente, mi distracción consistía en no despegar la vista, desde  la balconada, del mercado de Rialto. La importancia del mercado y el auge de las embarcaciones obligaron a sustituir el antiguo puente flotante por uno de madera, el puente de Rialto. A diario, todo tipo  de embarcaciones descargaban frutas y verduras, en una atmósfera en movimiento que se reflejaban en el canal en una combinación de colores ondulados y contorno impreciso. El agua de Venecia tenía una atracción especial, serpenteaba por los canales, senderos de amor, y alcanzaba, sin rubor, el Gran Canal.
Mi esposo  pertenecía a una familia ilustre de mercaderes y viajeros. La posición que ocupaba en la sociedad veneciana nos permitía vivir en un palacete  a orillas del Gran Canal,  en el margen patricio, envidia  de los desvalidos. Las góndolas doradas llegaban hasta él. El agua relamía los primeros peldaños de la amplia escalera, que servía de paseo al desamor y conducía a los aposentos. Estaba  rematada por un pasamano dorado, de espesor y fulgor imposibles de despreciar.
Cada regreso de Marco suponía una agresión al poco cariño que quedaba. Los gritos en la estancia principal alarmaban a Antonella. Los golpes se repetían cuando estaba enfurecido y abofeteaba mi cara; los que buscaban un placer no consentido eran poco visibles e inalterables. Antonella no sabía cómo ayudarme. 
Marco me obligaba a asistir, con sonrisa prefabricada, a las fiestas que el Gran Dux organizaba en el Palacio Ducal para celebrar sus hazañas. El engreído de mi esposo relataba en los salones, los descubrimientos y viajes, a la nobleza veneciana. En los rincones aparecía la tristeza. No me contenía. Me sentía observada. En uno de estos apartados, se acercó un joven discreto, de aspecto sensible y mirada sostenida.
-¿Os conozco señora?- preguntó con voz temblorosa.
-Yo a usted, no-respondí
-Me llamo Leonardo. Soy capitán en una de  las naves del señor Marco Polo.
A solas, en casa, pensé en vengarme de Marco coqueteando con Leonardo.  Pero no era suficiente. Entregué una nota a Antonella, para concertar un encuentro. La nota decía. “Mi nombre es Donata,  soy la esposa de Marco Polo. Te espero mañana al atardecer en el sestiere de San Polo, bajo el Puente de Rialto, en el mercado”.






Antonella se la entregó. Leonardo me esperaba antes de que el sol se ocultase. Bajo el puente, a solas, le pedí.  “En el próximo viaje, drogarás a  Marco y lo echarás por la borda”.  Me pidió que le besara. Giré la cara y tomé su mano: “Prométemelo, al regreso te recompensaré con lo que desees”  
Las galeras, en el muelle de San Marcos, se preparaban para el largo viaje. Las tripulaciones estibaban víveres y mercancías, para intercambiar con los pueblos lejanos. Zarparon. Muchos días en el mar y Leonardo no encontraba la forma de verter el alucinógeno en la copa de Marco. Nos carteábamos  utilizando las embarcaciones auxiliares de la flota cuando estaba en aguas del Mediterráneo. Las cartas llegaban puntuales, cada siete días. A la tercera semana se interrumpieron.


                                        GÓNDOLA                                               

En una las cenas que daba a los oficiales al regresar de los exitosos viajes, se servían, junto a los manjares, envidias y reproches. Llegando a Génova,  Leonardo había conseguido depositar el alucinógeno.

En la calle, desde mi casa, se oían vítores y gritos. Envié a Antonella al muelle para  asegurarme de que Leonardo había cumplido la promesa. Cuando todos habían desembarcado vio a un hombre oculto bajo una túnica y a un marinero, rezagados. Antonella, dirigiéndose al marinero, se interesó por el viaje y por lo ocurrido cuando entraron en aguas del Mediterráneo.
“Todo transcurría con normalidad hasta el día en que perdimos a un hombre. Lo oficiales estaban cenando, se levantó viento de poniente  y alguien gritó: ¡Capitán! ¿Izamos la mayor? “El capitán subió a cubierta a dirigir la maniobra. Todos esperaron al capitán; los oficiales se retiraron a los camarotes. Marco Polo y el capitán Leonardo se quedaron apurando sus copas en la sala de oficiales”.
“En un mar suavemente ondulado, se oía el silencio. Lo rompió un grito ¡Hombre al agua! A pesar de las maniobras no encontramos el cuerpo”.

Estaba confundida, Leonardo y Marco no habían vuelto. El marinero que contó lo ocurrido a Antonella le entregó una nota y ella a mí. “Amor mío nos podemos ver esta noche bajo el Puente de Rialto, junto al mercado. Ven sola”. 
No lo pensé, estaba impaciente por ver a Leonardo para 
corresponder con lo prometido. El hombre ocultaba su cara, yo mi esperanza. Los dos  bajo las entrañas del Puente de Rialto.


Javier Aragüés (junio 2016)

martes, 31 de mayo de 2016

DOS ESPERANZAS

A principios del siglo XXI Europa, y esta ciudad mediterránea en particular, no entendía de fidelidades.  Los ciudadanos acogían con dificultad a los refugiados y se quejaban de su falta de integración.

Houda había nacido en Tamur (antigua Trípoli) donde vivía desde que había estallado el conflicto. Huía del cataclismo, como tantos sirios.  El gobierno voceaba, en todos los medios de comunicación: "¡Acogemos a los refugiados!". Gestos insuficientes, en número y forma, para paliar uno de los mayores genocidios de los desprotegidos.








Houda no olvidaba a su familia, abandonada en la huida, ni a Samir, un médico con el que pensaba casarse.  La joven de cabello rutilante, ojos descarados y, cuerpo expresivo y provocador, vestía ropa ceñida con escotillas que dejaban ver las partes más íntimas, retales supervivientes del indeseado viaje. Durante meses, callejeaba por la ciudad acompañada de la soledad. No dejó de pasear en compañía de la fidelidad a todos los seres queridos. En una de las caminatas conoció a un profesor joven, Alexis, que simultaneaba  la docencia, en el instituto, con la de voluntario en el centro de integración de inmigrantes. La animó a que asistiera. Sentía una consideración por los desatendidos y especial predilección por la joven. La acompañaba al finalizar la clase con el pretexto de practicar el idioma. Houda era consciente de la aproximación que buscaba Alexis y consentía. Al mismo tiempo, recordaba lo que le hacía sentir Samir en los bancos de piedra del puerto de Tamur

Al volver a la casa donde la habían alojado, se tumbó en la cama, vestida con los harapos con los que había llegado. Fantaseaba con aquellas trazas, se excitaba y atraía a Alexis al que seducía. Houda no podía disimular, sus ojos eran un documento entre lo descubierto y lo abandonado. El profesor, durante los recreos del instituto, esperaba impaciente la clase en el centro de acogida para encontrarse con ella, al acabar, paseaban cada tarde distanciándose de la ciudad. El paseo se alargaba por el cinturón litoral, salpicado de bancos,  parterres y de los besos, cada vez más frecuentes. Houda sentía el cariño de Alexis, pero los recuerdos de su ciudad y la esperanza de volver a ver a Samir le impedían entregarse. 
Llegaban nuevas noticias sobre las oleadas de refugiados. La ciudad de Tamur había sido arrasada, el hospital destruido y se desconocía si había habido supervivientes. Houda temía las noticias que  destruyeran la costosa integración y vivía con la esperanza  de que Samir continuara vivo. Alexis, confundido, dudaba entre consolarla o entrar en su vida; la refugiada no quería perder la relación y vivir la ternura. Otra tarde, otro paseo cada vez  más lejos; Houda, tumbada, esperaba a Alexis para entregarse, el joven y con su cariño lo había conseguido. Se levantaron al oír los barcos. En la bocana del puerto las sirenas advertían de la  llegada de los pesqueros. El que encabezaba la flota hacía sonar la sirena, en la cubierta sólo se distinguían puntos negros moribundos;  hombres, mujeres y criaturas luchaban por vivir. El capitán gritó. "¡Un médico! ¡Un médico! ¡Esta mujer se muere!" Houda sintió un escalofrío, la silueta del médico le recordaba a Semir. Por su mente, una urgencia. ¿Cómo deshacer lo vivido? Esperaron al barco en el muelle, comprobaron que el médico era un voluntario que pertenecía a una asociación humanitaria. Houda se derrumbó, no había esperanza. Alexis la esperaba.                                

Javier Aragüés (junio 2016)

lunes, 23 de mayo de 2016

LAS TRAVESIAS

- ¿El tren para Isla Perdida, por favor? - preguntaban los visitantes.
Los lugareños, huidizos y mudos. Yo sabía dónde estaba y que no había tren. Esperaba intervenir para deshacer las caras incrédulas.

- Los rieles terminan en la playa. Para alcanzarla hay que hacer una travesía a nado. Levantando y hundiendo los brazos en el cristal que se deja acariciar y penetrar en compañía del silencio. También se pueden deslizar sobre la superficie, en la que se refleja el sol o la luna, en  mi bote - todos escuchaban con atención. 
 La Isla Perdida seducía. Plantas, riachuelos y  perfumes, creaban un escenario de belleza y misterio, refugio para desesperados. Era, para todos, una isla de amor. 









- Os puedo acercar ¿Embarcais
Cada mañana, navegaba bordeando la costa. Me ofrecía a los ansiosos  por vivir que querían acompañarme; elegía los viajeros, casi siempre parejas enfermas de amor. Pasaban el día en la isla. Pedían que no les recogiera hasta el atardecer, cuando el sol, avergonzado se escondía detrás del islote. A mi regreso, ellas esperaban en las rocas con la falda forzada, mirada cabizbaja y el cabello complicado; ellos,  engreídos, las protegían con un brazo sobre los  hombros y una flor en los labios con gesto de misión cumplida. De regreso a tierra, se sentaban en uno de los bancos del bote, de espaldas a mí. Enredados por la cintura y  con el pensamiento en la isla.

Me sorprendió la  pareja que me acompañó. Él, tímido, asumía el papel de varón y lo malinterpretaba. Mostraba los brazos endebles y el espíritu frágil. A ella, le identificaba la seguridad con que saltaba al bote. Presagio del lugar que ocupaba al estar uno sobre el otro. Pocas parejas eran tan dispares y mostraban un amor tan inminente. Al regresar, me esperaban en los rompientes. Él tenía el cabello enmarañado y lleno de hierbas. Ella llevaba la blusa desabrochada, con intención, o no, dejaba ver la areola de sus senos. Los dos habían disfrutado.









Aquel día, Mabel me pidió cruzar. Nadie la acompañaba, solo un pañuelo al aire y la nostalgia. No perdía de vista el borrón ajardinado en el horizonte. Yo le hablaba. Respondía el silencio. Ella vigilaba la isla. Al llegar al pequeño embarcadero me miró. Comenzó a hablar.

-Conozco la isla, he estado con  mi pareja. Hacíamos la travesía nadando. Una tarde, al alcanzar la orilla, huyó. Desde entonces le sigo buscando.

Las travesías eran frecuentes. Ella esperaba junto a mi bote, en silencio, sola y con los ojos inundados. En las travesías dejó de hablarme de espaldas: se sentaba junto al timón. Al día siguiente, sin la barca, nos zambullimos . Sentí su proximidad y el remover del agua en mi piel. No quería que se acabara la distancia. Al llegar a la pequeña playa me invitó a adentrarme. Titubeé, esperaba que me acompañara. Al penetrar en la espesura me perdí. 

Regresó al pueblo nadando. Mabel recordaba los hombres que había abandonado sin encontrar amor. 

Pasaban los años. Seguía acudiendo para contemplar la Isla Perdida. Yo no estaba. Sola, no se atrevía a cruzar.
Esperando, la muerte le llegó sencillamente, como llega la noche cuando se marcha el día.



Javier Aragüés (mayo 2016)





















jueves, 12 de mayo de 2016

EL APAGÓN


No te veo. Bien sé
que estás aquí, detrás
de una frágil pared
de ladrillos y cal, bien al alcance
de mi voz, si llamara.
Pero no llamaré.
Te llamaré mañana,
cuando, al no verte ya
me imagine que sigues
aquí cerca, a mi lado,
y que basta hoy la voz
que ayer no quise dar.
Mañana... cuando estés
allá detrás de una
frágil pared de vientos,
de cielos y de años.

                                  Presagios. Pedro Salinas

      


En la puerta, golpes insistentes y una voz angustiada. En la sala, un fuego generoso es el responsable de mantener la reunión y atemperar la estancia. No estamos los habituales. Falta Nuria. Suplica: ¡Abrid! ¡Abrid! Incapaces de dibujar una intención, nadie se levanta. Las súplicas se convierten en gritos. Eduardo reacciona y abre la puerta. Nuria irrumpe en el salón, se siente protegida. Sacude la gabardina que no admite una gota de agua. Empapada, comienza a desnudarse delante de todos. Prenda a prenda, con lentitud.  El fuego, el ambiente y las miradas  hacen el resto. Nuria, consciente, se esmera, dilata los tiempos y retrasa el final. Eduardo le pregunta el porqué de su comportamiento.

- En la calle, una aguacero imprevisto. En las escaleras, una sombra y en el piso un grupo que me ningunea hasta que empiezo a desnudarme. 
Eduardo retiene la referencia a una sombra.

- ¿Cómo era esa sombra?

- No pude  mirar. Huí para que no me alcanzara.

- ¿Hombre o mujer?

- Eduardo, no sabría qué decir. Oía jadear, cada vez más cerca. Con mucha dificultad, conseguí llegar al piso, llamar a la puerta y gritar. El resto ya los sabes.

-Vístete,vamos a la habitación, junto al salón  y charlamos tranquilamente.

En la habitación, está el grupo. El ambiente es frío. Nuria sigue siendo protagonista y el grupo una sola voz. 

- Piensa. ¿Qué te ha pasado?

-Se lo he intentado explicar a Eduardo. Él no lo entiende. Yo estoy confundida.








Es el último comentario que se oye.  La habitación queda sumergida en la oscuridad. Eduardo, para tranquilizarnos, explica que es un simple apagón y la luz volverá en unos minutos. “Ha pasado otras veces”. 
Más de veinticinco minutos, continúa la oscuridad y el silencio. Eduardo lo rompe: "Encendemos unas velas, hasta que se restablezca la luz". Se reparten las velas. Dos  para cada cuatro. Sobra una. La comparten Nuria y Eduardo. Una llama, dos caras desdibujadas junto al rostro de la oscuridad. Un escalofrío recorre la seguridad de Nuria. Instintivamente, da un paso atrás. Siente el terror a la no luz. Se encuentra dentro de la masa homogénea e incierta, con tenues llamas y personas indefinidas. El miedo se esparce por la habitación. Nuria revive el momento en la escalera. Ahora no puede escapar. Se arma de valor y palpa la noche. No hay nadie, solo trazos de Eduardo y sus siluetas. Le llama. Las sombras se abrazan en silencio. Vuelve la luz. Se reconocen y se besan.                                       

    Javier Aragüés (mayo 2016)

  

lunes, 9 de mayo de 2016

LOS SABORES DEL AMOR Y LOS BESOS

Te refugias en una ciudad con puerto. Trabajas en la casa de comidas  “LA HERMANDAD". Los pescadores y descargadores del muelle son clientes habituales. Todos te llaman Lina. Malvives. Sales de la fonda mugrienta, a media noche. Te alivia la brisa que recorre los callejones de la zona portuaria y disipa tu olor a cocina barata y al sudor de los clientes. Te recuerda que vives en la miseria. Subes a la habitación que tienes alquilada. Te aseas como puedes y te pintas con lápices infernales que marcan tu vida. Te armas de valor.



¡A la calle! En tu esquina, miradas y gestos obscenos buscan amores baratos. Estás acostumbrada a riñas, borrachos y a los clientes que más ocupan tu tiempo: los que desconocen la ternura. Unos metros más allá, un bar de los que cambian su clientela según la horas. Por la mañana, desayunan oficinistas y dependientes. En el centro del día, cierran tratos comerciantes y chalanes. Por las tardes, se agolpan los tertulianos y durante la noche se transforma en un lugar de citas y pausas. Risas, insultos y entrechocar de vasos. Diriges tu mirada  a los  entre los clientes para no infundir sospechas. 






Esperas, como cada noche, en la misma mesa, con el cigarro y el vaso de ron como testigos. A la espalda, un espejo te retrata; por delante, tus ojos, tus labios y un gran escote, acreedor de las miradas. Los encuentros están arrancados de  tu vida, de tu noche. Obligada a probar todo, te falta algo. Conoces los besos robados. ¿A qué saben los otros, los consentidos?







Los de las parejas que unen los labios en uno solo. Una vez acoplados, buscan el sabor del amor, el salado de las lágrimas y el agridulce de las despedidas. Los besos que recuerdas en tus labios y en tu boca. Los que te deleitan sin sentirlos, sin que estemos juntos. Los que notas en tu cuerpo, los que te excitan en mi ausencia. Los besos que te doy  entre las comisuras de los otros labios y te saben a placer intenso e inagotable. Después de hacer el amor,  deslizas la lengua por mi pecho hasta encontrar la gota de sudor más exquisita.

Quieres salir del local. Me coges de la mano y me arrastras a la puerta sin contemplaciones.  Para todos, soy el que te protege. Tú sueñas. Yo me dejo llevar. Vamos a tu habitación, la que compartes con el desamor. Quieres que esa noche sea diferente. “Espera un momento"-susurras.Te cambias detrás un  biombo destartalado. Te quitas el disfraz y te desnudas. Tu cuerpo está preparado para distinguir los sabores. Busco tus labios. Juegas con los míos. Los vértices húmedos del amor se encuentran y progresan  hasta el infinito. Una y otra vez se tropiezan en el estuche del amor. Solo se detienen para tomar un respiro y volver a encontrarse.

Desde la calle una voz grita. “¡Lina! ¡Lina! Tienes clientes”. ¿Dónde estás? No contestas. Me miras. Coges tu escaso equipaje, te agarras a mi brazo y me conduces al muelle. Un viejo vapor está a punto de zarpar a otra ciudad, a otro puerto. Paseas por cubierta junto a mí. Los marineros te saludan. Te guiñan el ojo. Miras al horizonte, sabor a mar y una estela como despedida. Me abrazas. Me besas. Tu amor ya no es mercenario. En un rincón de cubierta encuentras todos los sabores.


 Javier Aragüés (mayo 2016)






martes, 3 de mayo de 2016

OLORES DISTINGUIDOS


Las papelerías me atraen. Pasados los años descubro el motivo. Busco el rastro de ese olor tan especial, en compañía de mi compañero de Instituto, Ignacio Morillas. Nos detenemos ante los escaparates de las tiendas de objetos de escritorio. Está  presente en el ambiente de los grandes y pequeños establecimientos. Es un olor difícil de destilar. Al entrar en el local, invade el ambiente. Todos los objetos de escritorio son responsables. Compiten el olor a madera de caballetes y pinceles con el del  grafito de los lápices y las pinturas de colores, Contribuyen las resmas de papel, gomas, folios y las libretas con un rulo metálico que guillotina cada hoja si busca la libertad. Son testigos otros  objetos inodoros: grapadoras, clips, sacapuntas,…





Muchas tardes me quedo a estudiar  con Ignacio, en su casa. Miro a Adriana, su hermana, un año más joven que nosotros, dispuesta a ser  novia de cualquier muchacho que merezca la pena. Es repipi y exigente. “Tendrá un tener pelo ensortijado y áureo. El cuerpo se ajustará a la divina proporción. La distancia entre el ombligo y la planta de los pies será la del David de Miguel Ángel”. –dice. Cuando deja de escucharse, relaja las exigencias. “Basta con que esté  proporcionado.”
La escucho. Soy  débil, mi cuerpo no es de atleta e infringe todos los cánones de belleza. Para ella, estoy excluido. Ignacio sale. Aprovecho el momento.
-Me faltan folios. ¿Me acompañas a mi papelería preferida? -




- Bueno. Vamos
- Adriana, pasa.
Con gran esfuerzo, consigo abrir la puerta de vidrio.
Mi posición está forzada. Abrir. Vencer el peso de la puerta. Sujetar. Todo a la vez, sin quitar la vista a Adriana. Intento justificar mi debilidad y falta destreza.
En la entrada de las papelerías importantes hay una puerta de vidrio grueso. Impide el acceso a los desinteresados y almacena un aroma inconfundible.
-  ¿Hueles?
En su rostro, incomprensión.
Mientras coquetea con uno de los clientes, aspiro el olor junto a los mostradores. Ella se marcha contrariada. A partir de entonces, Ignacio evita los encuentros. Al poco tiempo no sé cómo se llama su hermana, o si existe. Sigo yendo a la papelería. Nunca me he fijado en el nombre. Un gran rótulo en letras de madera coronaba le entrada. “LA SIN RIVAL”.
Mis visitas son más frecuentes. Hablo con  Leonor, la dependienta que me atiende habitualmente. Su olor es diferente, especial. Huele a espacios abiertos. Me dedica más tiempo. Quedamos en ir el domingo al jardín más importante de la ciudad. Es primavera. Me enseña parterres, nombres de plantas, colores y fragancias. Sin renunciar a mi olor preferido, la escucho. Con ella conozco los aromas libres, los de colores diferentes, los de arboledas y jardines. Descubro que el olor del césped recién cortado. Paseamos por el gran parque. Leonor me acompaña. Entrecruzamos sentimientos y caminamos lentamente por la alameda hacia la puerta que nos planta en la realidad.
Un semáforo, un frenazo y un golpe seco. Me despierto en un sitio desconocido. No olvido el tufo del lugar donde estoy secuestrado durante meses, en contra de mis deseos. Es una habitación que tiene una puerta imposible de traspasar. No puedo salir. Sin preguntar, me encierran. A mi alrededor instrucciones, voces de dolor, de lamento y de compasión. Sé dónde estoy por el olor. Domina el de los productos yodados y el de medicamentos. Es un cóctel de líquidos con el que limpian habitaciones y pasillos. Todos los centros huelen igual. Los ambientadores son incapaces de anular el olor a gente enferma, el de las de heridas purulentas o el de los efectos de infecciones que culminan en diarreas. Los olores se disimulan. No desaparecen.No sé cuánto tiempo tendré que soportarlos.
Ahora no puedo elegir entre olvidar o querer. Espero volver a oler la naturaleza, la vida.
Javier Aragüés (mayo 2016)

lunes, 25 de abril de 2016

COMO LEER

El arte de leer sin prisas y sin ser molestado, sabia y adecuadamente, que antaño respondía al esfuerzo y al celo del escritor con una paciencia de igual calidad, se está perdiendo, se ha perdido.

(Paul Valéry)



En las Conversaciones con Goethe que compiló J.P. Eckermann, el genial autor alemán dijo que «la gente no tiene ni idea del tiempo y el esfuerzo que le cuesta a uno aprender a leer. A mí me han hecho falta ochenta años, y ni siquiera hoy podría afirmar que he alcanzado mi objetivo». No debe ser muy frecuente que la gente ponga en duda si sabe leer. Pero si un gigante como Goethe no lo tenía del todo claro, quizá no sea descabellado que nos preguntemos si realmente sabemos leer.









¿Qué es leer? ¿Qué es lo que hace que alguien sea un buen o mal lector? C.S. Lewis comienza La experiencia de leer señalando que el papel de la crítica es juzgar libros, y que de ahí parece deducirse que el mal lector es el que lee malos libros. Lo que se propone Lewis es darle la vuelta al argumento y fijar su atención no en los libros sino en los lectores o en los tipos de lectura. Así podríamos decir que, antes de comenzar a leer cualquier cosa (novela, ensayo, poesía, cómic, revista… o incluso un artículo como éste), todos tenemos una disposición general, una actitud hacia la lectura. A partir de la articulación de esa idea, Lewis da el salto para hablar de buenos y malos lectores, identificándose con la minoría y la mayoría, respectivamente. 


Como yo no estoy capacitado para dar ese salto, me limitaré a ofrecer algunos apuntes sobre las actitudes hacia la lectura, para que después usted extraiga las conclusiones que considere oportunas.

Descartando a aquellos que por el motivo que sea no leen nunca, se podría decir, resumiendo quizá excesivamente, que hay dos actitudes opuestas (extremas) hacia la lectura, que dependen de concebirla como una actividad residual (leer es una forma de matar el tiempo que puede ser abandonada en cualquier momento por cualquier otra cosa) o como una actividad esencial (leer es una necesidad vital, y de manera constante se busca tiempo y un espacio adecuado para dedicarse plenamente a ella). Entre esas dos actitudes me he movido siempre: en ocasiones leer es casi tan necesario como comer, y en otras la excusa más absurda me sirve para abandonar cualquier lectura. Pero a pesar de las posibles variaciones creo que todos tenemos una actitud general, más o menos estable, hacia la lectura.
En esa esquemática caracterización de las actitudes ya está implícita la respuesta a una pregunta fundamental: para qué se lee. Si descartamos a los que leen por obligación (estudiantes, correctores, etc.), se puede leer para pasar el rato, por placer, para sacar algún tipo de provecho de la lectura (por ejemplo, para ordenar nuestras opiniones y costumbres, como dice Montaigne)... ¿Es el propósito con el que se afronta la lectura lo que otorga dignidad al lector? A primera vista los límites entre esos propósitos pueden parecer claros, pero los resultados que se derivan de ellos quizá no lo sean tanto. Bien puede suceder que, pretendiendo únicamente matar el tiempo, no se disfrute en absoluto (como le ocurre a aquellos que sienten el extraño deber de finalizar un libro que les disgusta), o que se disfrute y además se aprenda algo esencial con la lectura; y también se puede sentir un aburrimiento cósmico o un placer infinito leyendo cuando sólo se pretende algún beneficio de tipo intelectual.
Lewis hace otra distinción muy interesante: entre los que «reciben» la lectura y los que la «usan». Los que «reciben» la lectura no son pasivos, sino activos de manera obediente, dejan que el autor se exprese, que desarrolle lo que quiere decir. En El lector común, Virginia Woolf también destaca esa idea cuando recomienda que «no le dictemos al autor; intentemos convertirnos en él. Seamos sus compañeros de trabajo y sus cómplices. Si nos retraemos y mostramos reparos y críticas al principio, nos estamos impidiendo sacar el mayor provecho posible de lo que leemos». Es decir, primero leer y recibir esas impresiones, ideas, etc. como el que escucha a un amigo; después dejarlas reposar para, más tarde, volver a ellas ya como juez.







Crear esa especie de vacío mental para recibir plenamente una obra no es una tarea sencilla (a mí me cuesta muchísimo). Fernando Pessoa lo confirma en el Libro del desasosiego: «Nunca he podido leer un libro entregándome a él; siempre, a cada paso, el comentario de la inteligencia o de la imaginación me ha interrumpido la secuencia de la propia narrativa»; o «Leo y me abandono, no a la lectura, sino a mí mismo». Leer separando la lectura del juicio simultáneo es muy difícil, pero sus beneficios son evidentes. Leer de ese modo es como el mirar a través de una ventana diferente en cada lectura: lo que encontremos al otro lado puede gustarnos o no, pero quizá descubramos cosas desconocidas e inesperadas que puedan enriquecernos.
Leer intentando imponerse al autor constantemente, peleando con él, exigiéndole que diga lo que queremos escuchar (y de la forma en que queremos escucharlo) es entender la lectura como el mirarse en un espejo: sólo veremos nuestro propio reflejo, y nada más. Esa es la actitud de los que «usan» la lectura, la de los que se preocupan demasiado por hacer algo con aquello que leen, impidiendo que esa obra les llegue, encontrándose únicamente a sí mismos sin ser conscientes de ello. Es la actitud del que sólo lee para reafirmarse en lo que ya sabe y para indignarse con los que no piensan como él. Georg C. Lichtenberg lo resumió en un brillante aforismo: «Un libro es un espejo; si un mono se mira en él, el reflejado no podrá ser un apóstol. No tenemos palabras para hablar de sabiduría con el necio. Ya es sabio quien entiende al sabio».








Según Lewis, para las personas que carecen de sensibilidad literaria, «la frase "Ya lo he leído" es un argumento inapelable contra la lectura de un determinado libro». El contemplar o no la posibilidad de la relectura podría ser otro criterio para distinguir al buen del mal lector. Y aunque yo no tengo nada claro que ese criterio sirva para algo, lo cierto es que leer un libro debe ser una de las pocas actividades que, habiendo producido gran satisfacción una vez, mucha gente rechaza repetir (si ha producido sufrimiento supongo que sólo un imbécil se embarcará en la relectura).
Igual que habrá quien, como Lewis, considere que el releer es un hábito del buen lector, hay quien afirma que el abandonar las lecturas es propio del mal lector. En ese caso reconozco que soy un mal lector, porque no tengo ningún problema en aparcar provisional o definitivamente cualquier lectura incluso aunque –y sé que esto puede parecer sorprendente– esté disfrutando de ella. Quizá por eso me veo reflejado en lo que dice Montaigne en el capítulo titulado «Los libros» de Los ensayos: «En cuanto a las dificultades, si encuentro alguna leyendo, no me como las uñas con ellas; las dejo en su sitio tras hacer una carga o dos. Si me plantara en ellas, me perdería, y perdería el tiempo. Porque tengo el espíritu saltarín. Lo que no veo a la primera carga, lo veo menos obstinándome».
Otro criterio que se emplea para distinguir al buen del mal lector es el de referirse a la calidad de las lecturas (difícil de medir, si es que es posible) o la cantidad de las mismas (fácil de medir, si uno no miente). Tampoco me parece un criterio muy fiable. Se puede leer a muchos autores más o menos indiscutibles –como Montaigne, Goethe o Pessoa, sin ir más lejos– y ser un mal lector. Además creo que a partir de una valoración errónea de esas variables de la cantidad y la calidad de las lecturas se produce una confusión entre lo que caracteriza a la persona erudita y a la persona culta.
La persona erudita es aquella que, gracias a la lectura incansable, consigue acumular una enorme cantidad de pensamientos ajenos que, por estar superpuestos a los suyos propios, están incomunicados entre sí, sin relación ni coherencia alguna. La persona erudita leerá mucho pero su pensamiento está muerto, cubierto por el polvo, fosilizado, como si se tratara de una gran biblioteca desordenada. La persona culta, sin embargo, no se caracteriza por acumular necesariamente grandes cantidades de pensamientos ajenos, sino por establecer de manera constante numerosas conexiones entre ellos y con los suyos propios. La persona culta puede leer muy poco pero su pensamiento está vivo, en continua mutación, fluye, como si fuera una pequeña biblioteca perfectamente ordenada que no deja de renovarse.


En otro de sus célebres aforismos, Lichtenberg decía que «hay muchísima gente que lee sólo para no tener que pensar». Y Arthur Schopenhauer, en el segundo tomo de Parerga y Paralipómena, explicaba esa misma idea: «el mucho leer quita al espíritu toda su elasticidad, como se la quita a un muelle un peso que lo presiona continuamente; y el medio más seguro para no tener pensamientos propios es echar mano de un libro cada vez que se tiene un minuto libre». Si se lee mucho pero después de la lectura uno no medita sobre lo leído y se abandona al entretenimiento irreflexivo, se perderá la capacidad de pensar. Para que, por medio de la lectura, el pensamiento, sin dejar de ser nuestro, se fortalezca, el proceso no debe ser leer→descansar→leer, sino leer→pensar→leer.
Llegado a este punto quizá ya tenga usted un veredicto sobre si sabe leer o sobre lo que hace de alguien un buen o mal lector. En lo que a mí respecta, en este camino se me han ido aclarando algunas ideas y oscureciendo otras, aunque tal vez no sean realmente mías.



Fuente: diario.es

LA TORMENTA

El mar permanecía estático.Sobre él, planeaban nubes algodonosas vestidas de verdes y morados. Presagiaban temporal. El viento se reforzaba. En el horizonte, un velero y dos tonos, un blanco incipiente y el gris siniestro. Largos silencios de la tripulación. La tensión era evidente. El viento ondulaba la superficie. Se reforzaba. Aparecían las primeras crestas blancas. Rompían el silencio. El oleaje, cada vez mayor, alcanzaba la cubierta. Chapoteaba y estibaba al azar pertrechos y cabos. Cristina y yo nos refugiamos junto al mástil protegidos  por los recuerdos.  




En nuestra memoria, cada septiembre, cuando aparecían las mareas, nosotros en el pueblo. El mar azotaba el paseo. El ruido se hacía ensordecedor y contundente  en cada embate. Los habitantes de la costa se exponían al vaivén del reflujo de deseos y soledad, nosotros nos refugiamos en el pueblo. Los rompientes envueltos por la espuma y teñidos por el verdirrojo de algas y sufrimientos alertaban a las parejas más débiles. Caminábamos abrazados por el espigón, entre charcos que sobrevivían hasta la siguiente ola. Temíamos ser raptados por las aguas o por el olvido. Al llegar a nuestro rincón de amor, el silencio. Una luz serpenteó en el exterior, seguida de un fuerte estruendo. La cortina de lluvia y el miedo cerraban la gruta. No podíamos salir. Estábamos obligados a esperar y  hacer el amor. Distendidos, nos abrazamos. ¡Qué distante estaba el velero! Cesó la lluvia. La luz en la entrada presagiaba un buen tiempo. El horizonte cambió los matices, con un azul infantil y otro intenso. Los dos volvíamos a ser jóvenes con ganas de navegar, sin miedos. Nos embarcamos. Llegó la tormenta y todo empezó de nuevo.


Javier Aragüés (mayo 2016)