sábado, 29 de febrero de 2020

ALIVIO





"Creo que todos tenemos un poco de esa bella locura que nos mantiene andando cuando todo alrededor es insanamente cuerdo".


Julio Cortázar


Dos hombres uniformados blanco cruel le llevaron a la habitación. Con contundencia, le lanzaron sobre el catre. Aparecían el cansancio y el dolor de cabeza.  Era la respuesta habitual al caerle  la bandeja de la comida, lo que le ocurría a menudo, cuando somnoliento y tumbado sobre la cama intentaba incorporarse. Para él, el ruido de  los utensilios  al impactar contra el suelo, se convertía en  una sinfonía estridente, insoportable; participaban el plato de aluminio, los cubiertos de madera y el vaso, además de los alimentos que se esparcían incontrolados y el sonido amplificado del agua al derramarse sobre el suelo grasiento. 

En su estado, todo se magnificaba, pero había un dolor que no podía exteriorizar. Cuando sentía la presión de las manazas de los dos hombres sobre sus brazos, le recorría un deseo múltiple; el de sometimiento, el de rebeldía y el de necesidad de venganza. Ninguno se concretaba y todo ese amasijo de impulsos y contradicciones se hacía fuerte hasta que un nuevo incidente le llevaba a la desesperación y al consiguiente maltrato de sus cuidadores. Acusaba el dolor físico, que era pasajero, pero no toleraba el avasallamiento moral  en forma de insulto, el desprecio a su persona y el aislamiento. Siempre solo, salvo la compañía y complicidad de un interno, que no se separaba de él.

Para liberarse, en más de una ocasión había pensado la manera de evitar la ingesta de los sedantes, de los somníferos y de todo tipo de antipsicóticos, pero su estado le invalidaba. La única liberación era posible en los sueños, en los que consumaba la muerte de más de un celador, después de haberle infringido un terrible sufrimiento a él,  o a sus familiares más directos. 

El sueño más reconfortante le situaba  ante  el máximo responsable del centro, el director médico; cerraba la puerta y aquel hombre, poderoso hasta entonces, se postraba de rodillas pidiendo clemencia. Lo más sorprendente  para él, era la incerteza de si era un sueño o  una secuencia en su vida y era esa duda, la que le mantenía vivo.

Aquella misma noche, después de una crisis muy intensa,  llegaron a abrocharle una camisa de largas mangas, de tejido áspero y blanco maltratado, que sujetaron a su espalda para inmovilizarle. En un descuido y, con la ayuda del interno —su compañero inseparable— logró zafarse. Sin oposición, consiguió llegar hasta el despacho del director.  Todas las imágenes se congelaron y aquel hombre  yacía en el suelo con el cuello seccionado. Un torrente incontenible de sangre gruesa y amarronada asomaba por debajo de la puerta, fue lo que le delató.

Oía voces, gritos y urgencias. Inmóvil, apoyado en una de las grises paredes del cuarto, sintió un grotesco alivio y la presión de dos manos desmesuradas sobre sus brazos. Inusualmente,  le conducían en volandas hacia la libertad.




Javier Aragüés (Marzo de 2020)

viernes, 28 de febrero de 2020

PÚRPURA









Anochecía, En los callejones húmedos y mal empedrados, el destello de las tristes farolas se hacía paso. El barrio, incrustado en la ciudad portuaria, encendía las luces de los tugurios los días en que los marineros, después de varios meses faenando, tocaban tierra. El olor a desagüé y a fritura de pescado, caracterizaban el arrabal. Ella, frente a un espejo desfigurado, se pintaba con un lápiz de labios que apenas dejaba asomar el carmín. Las medias, las únicas que tenía, remarcaban sus piernas y se estiraba de las comisuras de los labios hasta conseguir un rostro de verdad. De esa guisa, descendía de su cuarto sin convicción. Lo hacía con sigilo porque, aunque el vecindario lo imaginaba, ella intentaba pasar inadvertida. Dudaba si vestirse de otra manera, pero era inevitable. 

Al salir del portal se topó con una mujer ataviada de púrpura. No paraba de reír. Aquel ser estridente comenzó a seguirla. Si ella aceleraba, el atuendo replicaba. No dejó de acosarla, hasta que, jadeando, se detuvo y se la encaró. 


— ¿Quién eres?

—Sabes quién soy. Tu verdad de color púrpura. 

— ¿Y eso que tiene que ver conmigo?

—Soy la otra. La que no reconoces. Cada tarde, frente al espejo te adornas para sacarme pasear.

—No te confundas. Es mi profesión.

—Tienes facilidad para intimar con hombres, e incluso con algunas mujeres. Estás predispuesta a ser afable y permisiva. Es innato en ti.

— ¿Cómo lo sabes?


Con un desaire, la mujer aceleró el paso. La voz discordante se desvaneció. Ella dudó si esa conversación había tenido lugar.


Continuó caminando con paso decidido hasta que otra mujer la saludó.


—¿Trabajas esta noche?


—Por supuesto, aunque no quisiera,


—Todos los días me pregunto por qué te vistes de púrpura.


Ella se estremeció. Repasó mentalmente como iba vestida. Dominaba el negro. Dudó. Al comprobar que las medias eran  de ese color, se tranquilizó por unos instantes. 

Caminaron hasta llegar a un gran patio. Ella continuó sola. Observó cómo al cruzarse con otras personas, todas vestidas de blanco, se giraban  al llegar a su altura para mirarla con descaro. Ella se sentía halagada.

Al final del pasillo un grupo formado por dos hombres y tres mujeres la esperaban. Por megafonía se escuchó. "Se ruega a la auxiliar de enfermería que se presente en quirófano"


 Javier Aragüés (Febrero de 2020)


martes, 18 de febrero de 2020

DOS TRENES


Para que exista el reencuentro ha de existir la ausencia  el alejamiento del ser querido, el que soñamos que nos quiere y que nosotros deseamos.


Javier Aragüés




Olga acudía cada tarde al andén infinito de la estación cubierto por un armazón de hierro forjado en un  gris frío, por el que solo circulaban dos trenes de vía única. 

El Transiberiano atravesaba el continente como los desencuentros habían atravesado su alma. Era un tren lento y torpe, recubierto de un negro sucio y  apagado que contrastaba con los colores de la estepa. Transportaba hombres y mujeres
, sin esperanza e inútiles para amar. 

Olga no quería subir a ese tren. Hasta ese día, expresamente, siempre lo había perdido. Llegaba tarde a la estación porque le aterraba coger aquel tren que la llevaría a un paraje indefinido, lejano , en donde la única certeza era la de estar expuesta a un frío perpetuo y al miedo a contagiarse de esa enfermedad tan grave, conocida como la incapacidad de amar, que se propagaba entre los seres solitarios y refractarios a los sentimientos.

Día tras otro, conscientemente, provocaba la pérdida de ese tren odioso, que no tenía horario fijo pero que si lo encontraba estacionado en el andén sabía que el pánico sería terrible y no estaba segura de tener el valor suficiente para soportarlo. Tantos días pasó encogida por el miedo, por el sufrimiento a lo imprevisible, que llegó a dudar de cuál era el motivo por el que cada día acudía a esa estación.

Aquel día lucía un sol radiante. Al despertar, fue capaz de mirarse, recreándose en el espejo, como hacía meses que no lo había hecho, quizás en toda su vida.  Experimentó una sensación desconocida y se identificó con su yo. Disfrazada de verdad se echó a la calle sin mirar la hora. No le importaba encontrarse con el Transiberiano; estaba preparada, desbordada de sueños y deseos. Entró por la puerta principal de la estación. En ese momento sonaron dos largos pitidos que anunciaban la salida del tren. El Transiberiano se alejaba envuelto en una nube densa de vapor gris que lo desdibujaba y se perdía camino de la estepa. 


Tuvo que esperar más de una hora. Un tren anunciaba la entrada en la vetusta estación. Era el Orient Express. Largos vagones de color azul impecable hacían su entrada al compás de un traqueteo armonioso. Olga, al verlo, no dudó que era el tren que tantas veces había imaginado y nunca llegaba: Un tren que solo transportaba personas llenas de vida y dispuestas a amar hacía su entrada sin alardes. El convoy fue aminorando su marcha y a Olga le permitió, sin forzar el paso, repasar cada vagón hasta encontrarle.


Le vio. Era él, la persona amada, y la buscaba. Lo había hecho toda la vida. Desde la plataforma, la miró. Olga, inmóvil, le esperaba.  
El Transiberiano no volvió a circular.



Javier Aragüés (febrero de 2020)

lunes, 17 de febrero de 2020

EL DESFILE

Dicen Que Mi Patria Es

Dicen que la patria es
un fusil y una bandera
mi patria son mis hermanos
que están labrando la tierra.

Mi patria son mis hermanos
que están labrando la tierra
mientras aquí nos enseñan
cómo se mata en la guerra.

Ay, que yo no tiro, que no
ay, que yo no tiro, que no
ay, que yo no tiro contra mis hermanos.
Ay, que yo tirara, que sí,
ay, que yo tirara, que sí
contra los que ahogan al pueblo en sus manos.

Nos preparan a la lucha
en contra de los obreros
mal rayo me parta a mí
si ataco a mis compañeros.

La guerra que tanto temen
no viene del extranjero
son huelgas igual que aquellas
que ganaron los mineros.

Si mi hermano se levanta
estando yo en el cuartel
tomo el fusil y la manta
y me echo al monte con él.






Oficiales, oficiales,
tenéis mucha valentía
veremos si sois valientes
cuando llegue vuestro día.





********************






Era domingo 15 de agosto de 1968. Todo estaba preparado para el gran día. Se celebraba la jura de bandera. Los rayos perpendiculares del sol castigaban la gran explanada y a todo lo que se situase sobre ella, era luminoso e implacable. Todos los que se exponían no lograrían salvarse. 


En el inmenso y baldío descampado se agolpaban 1.500 hombres, futuros soldados de un país imaginario llamado Patria. Era un país de grises. La miseria iba de la mano del desconocimiento, escoltados por el miedo y el olvido.  


La tropa estaba alineada en pelotones, seis para ser exactos, cada uno integrado por veinticinco reclutas y al mando se situaba un suboficial que no pertenecía precisamente al escuadrón de intelectuales. Pero la nomenclatura iba más allá, hasta llegar al número redondo del total. Cada seis pelotones formaban una compañía y cinco compañías constituían un batallón. Los dos batallones, como si fueran uno, permanecían rígidos y obligados a gesticular al unísono, al toque del clarín. 


El acto lo presidía un general y el gobernador civil de la provincia. El militar llevaba prendidas en su pecho un sinfín de alegorías metálicas —una por cada batalla perdida al amor— que no cesaban de tintinear al compás de las marchas que solo enardecían a los más sordos. El gobernador estaba acompañado de su esposa, 
una sufrida mujer que tapaba sus humillaciones con una mantilla negra y una peineta hincada hasta el conocimiento. No faltaba un capellán castrense que era un hombre a caballo entre Dios y las armas.  

Todo parecía controlado y conforme a la ordenanza pero entre aquellos hombres había uno diferente; era enjuto. Su frente parecía surcada por las miserias y por el dolor que padece un hijo al no haber  conocido a su padre. Aquel joven era muy querido y gozaba de la simpatía de los soldados.
Nadie sabía su nombre, pero todos le llamaban "el maestro". Cuando se lo pedían, leía las cartas de las novias, que llegaban infrecuentes, porque los anhelaban que ´"el maestro" lo hiciera. En más de una ocasión, al mirar "el maestro" de reojo el rostro del compañero interesado, añadía unas palabras fuera del papel que dibujaban la ternura y, en los más sensibles, provocaba más de una lágrima. 


Además de leerles las cartas, el joven intentaba que aprendieran el estribillo de una canción que a él le había enseñado su maestro en el pueblo, y que era una tradición que pasaba de unos a otros. Lo hacía cada noche hasta el toque de silencio.  Les repetía una y otra vez a los soldados.





 Oficiales, oficiales,
tenéis mucha valentía
veremos si sois valientes
cuando llegue vuestro día.








Ese domingo, el ambiente en el cuartel era un jolgorio. Los familiares paseaban entre los barracones engalanados con guirnaldas y banderas de la Patria y los niños corrían y jugaban a la guerra con fusiles imaginarios. Todo estaba listo para el gran desfile. En las tribunas se disponían el resto de oficiales y mandos que no participaban en la parada militar, y alrededor de la explanada bajo un sol de injusticia, se situaban los familiares y novias de los soldados.

El oficial al mando miró al general, le saludó con gesto firme y comenzó el obligado discurso a la tropa. La palabra Patria se restregaba una y otra vez por las cabezas de los hieráticos soldados, hasta que terminó de hablar el general. El oficial gritó con voz sobreactuada. ¡Atentos! ¡Fiiirmes! Y como un inmenso cañonazo sonó el estruendo al unísono del taconazo las botas  de los 1.500
 hombres. Después se hizo el silencio. 



En una de las compañías se despertó un murmullo que desconcertaba a los mandos. Parecía el estribillo de una canción. El pelotón del "maestro" tarareaba con sordina creciente y se extendía por toda la formación hasta ser un clamor que tarareaban todos los soldados.

"El maestro" descerrajó su fusil y ese chasquido se reprodujo en todas la direcciones; él apuntó al general y el resto de los soldados, a sus jefes y oficiales. La descarga sustituyó al estribillo.



Javier Aragüés (febrero de 2020)



domingo, 16 de febrero de 2020

DESEADO





Para que exista el reencuentro ha de existir la ausencia o el alejamiento del ser querido, 
el que soñamos que nos quiere y nosotros lo deseamos.




Ella acudía cada tarde al andén infinito de la estación de armazón de hierro forjado en un  gris frío, por el que solo circulaban dos trenes de vía única; el del desamor y el de la esperanza. Siempre llegaba tarde expresamente porque le aterraba que el tren del desamor estuviera estacionado y aún no hubiera marchado.


Día tras otro, conscientemente, provocaba la pérdida de ese tren odioso que no tenía horario fijo pero que si lo encontraba sabía que el dolor sería tan terrible que no estaba segura de poderlo soportar una vez más. Tantos días pasó encogida por el miedo, por el sufrimiento a lo imprevisible, que llego a dudar cuál era el motivo por el que cada día acudía a esa estación, porque no era ella, era algo disfrazado de complacencia hacia la persona amada sin encontrar contrapartida.

Aquel día lucía un sol radiante. Al despertar, fue capaz de mirarse como hacía meses que no lo había hecho, quizás en toda su vida, recreándose en el espejo; se observó experimentó una sensación que desconocía, la de reconocerse y poderse identificar con su yo, con ella misma. Disfrazada de verdad se echó a la calle sin mirar la hora. No le importaba encontrarse con el tren del desamor, estaba preparada llena de deseos y rebosante de sueños. Entró por la puerta principal. En ese momento sonaron dos largos pitidos, anunciaban la partida del tren del desamor. Se alejaba envuelto en una nube de vapor gris que lo desdibujaba. Tuvo que esperar más de una hora. El tren deseable, y tantas veces deseado, el de la esperanza, hacía su entrada sin alardes, lento y seguro. Fue aminorando su marcha, por lo que a ella le permitió, sin forzar el paso, repasar cada vagón.

Sí, era él. La buscaba como lo habría hecho toda la vida. El tren se detuvo. Sin llegar a bajarse, él la miró y a ella se le aceleró el corazón. Primero acercaron sus manos, se abrazaron y después el esperado beso. Tan largo y apasionado que el tren deseado, el de la esperanza, se quedó inmóvil y el tren del desamor no volvió a circular.



Javier Aragüés (febrero de 2020)

martes, 4 de febrero de 2020

ESCAPE








Apagué la luz, y al dirigirme al dormitorio me pareció escuchar que Samuel se había dejado abierto el grifo del fregadero de la cocina. La gota repicaba insistentemente sobre uno de los platos de aluminio de la cena anterior. Perforaba el silencio. El sonido puntual e instantáneo de una gota abandonada, se había enlazado con el de otras gotas en todas las direcciones, hasta componer un atronador murmullo que dominó el espacio y que hizo que yo dudara de si Samuel había vuelto.


Estaba clavada en el quinto peldaño de la escalera que me llevaba al dormitorio. Indecisa entre bajar a la cocina o irme a dormir. Estaba a punto de hacerlo, pero de nuevo un gran ruido sacudió la planta baja. El estruendo fue considerable. Me ceñí el cinturón de la bata y me planté a la entrada de la estancia. Varios platos y vasos, destrozados, se esparcían sobre las baldosas irreprochablemente cuadradas de la cocina, que ya había enviado su WhatsApp particular con infinitos caracteres en forma de una gran lamina de agua jabonosa y grasa que se deslizaba bajo la puerta para intentar ganar el recibidor. Avanzaba lentamente con la única oposición de mis deseos y la moqueta, que era mucho más eficaz que yo.


Mis ansias de llorar y gritar se fundieron en un: ¡No! Un monosílabo contenido que ilustraba mi impotencia y temor.


Algo más debió pasar en esos instantes en los que yo estaba protegiéndome subida en el ultimo peldaño de la escalera. La mancha de agua perdió la timidez y se convirtió en una andanada de suciedad y detergente utilizado que había ocupado la planta baja de mi casa. Algo estaba ocurriendo. Yo había pasado de estar sorprendida a ser autoinvestigada y, por último, a víctima de un acoso intangible pero severo.


Inmersa en la dantesca situación intentaba trabarme a algo más consistente que mis miedos. 


Recordé a Samuel y, al mismo tiempo, sus últimas palabras: "Esta vez, no me esperes".





Javier Aragüés (febrero 2020)

jueves, 30 de enero de 2020

EL ANCIANO SABIO

Yo pasaba los veranos en un pueblecito de montaña. Os voy a contar cómo era aquel lugar. 

Había un bosque enorme lleno de manzanos. En los prados, pacían las vacas de color blanco y negro, aunque también había alguna de color marrón. De vez en cuando mugían para llamar a sus terneros y estos corrían con paso torpe al encuentro con su madre. Pero sobre todo me acuerdo que había un río; el agua corría abundante y llamaba la atención por sus colores azules, verdes y blancos que a su vez se descomponían en infinitos tonos. Yo me pasaba muchas horas mirando los diferentes colores y pensando que aquello no era posible verlo en la ciudad. Los pajaritos eran muy diferentes y  poblaban los árboles junto al río. Saltaban y  estaban inquietos. Se pasaban todo el día cantando y revoloteando. Todo era muy bonito en aquel pueblo tranquilo y limpio.








Pero aquel verano fue muy especial. Yo paseaba todas las tardes con dos amigos por la orilla del río, cuando de pronto nos topamos con un honorable viejecito, sentado en una gran roca, junto a uno de los remansos que amortiguaban las aguas decididas a ganar el molino. Porque el pueblo también tenia un molino muy grande y esbelto, cuyas aspas, cuando había viento se movían lentamente pero sin parar. Pero no nos despistemos. Nos escondimos tras unos matorrales y desde allí pudimos ver lo que iba a pasar.







El anciano tenía las cejas muy pobladas, como de algodón. De la cabeza, sobresalía un sombrero en punta, con conforma de cono. Iba ataviado con un peto con tirantes, de color rojo saltón y encima un cinturón enorme de color negro con una gran hebilla dorada. Pero destacaban sus grandes botas negras por las que asomaban unos pies rosados de tanto como había caminado. Por el aspecto parecía un duende. De pronto vimos como hablaba, al parecer solo, mirando al agua. Oímos una voz que decía: 

—¡Señor! Todas la tardes paso por aquí y siempre le encuentro ahí sentado. ¿Por qué?

—Pececillo, yo estoy aquí para resolver las dudas que los hombres y los niños puedan tener


Era la voz de un pececillo que asomaba su cabecita plateada y se había detenido frente a él anciano.

—Hola buenas tardes pececito. Yo me llamo Blas y tú ¿cómo te llamas?

—Mira Blas, los pececitos no tenemos nombre pero mí mis amigos me llaman "sensible". Imagínate porqué.

—Prefiero que me lo expliques tú.

—Yo no puedo soportar que alguno haga daño a mis padres, a una amigo y te digo más, a cualquier persona. Cuando juego con otros pececitos, a veces ha venido un pez grandullón a meterse con nosotros y yo pienso, que eso de meterse con la gente sin motivo, no está nada bien. Cuando ocurre me pongo a llorar. No soporto a las personas que intentan intimidar a otras.

—Mira "sensible". Yo conocí a un niño que era mucho más sensible que tú, y se pasaba el tiempo llorando por todas la cosas malas que le ocurrían a los demás. No hacía más que llorar, porque siempre ocurría algo.

Un día, estaba en un rincón llorando como casi siempre. Oyó voces. Levantó la vista y vió como unos chicos querían pegar a su amigo. No sabía qué hacer. Se puso a llorar y los chicos comenzaron a meterse con él. Tanto lloraba que ya no podía más y pensó: "Si sigo así no arreglaré nada". 

—¿Por qué lloro?

Y él solo se respondió:

 —Lloro por dos cosas. Por todo aquello me produce mucha tristeza y por otra cosa muy importante, por no ser capaz de defenderlo. 

Sin dudarlo se levantó, comenzó a gritar y unos hombres acudieron en su ayuda. Desde ese día el niño no volvió a llorar y todos los niños querían ser su amigo.

El pececito había estado muy atento, miró a Blas y dijo:

—Blas, yo, como aquel niño, no volveré a llorar porque he entendido que es más importante arreglar lo que nos ocurre que encogerse y gemir. Porque así no ayudamos a nadie —dijo"sensible". 

El anciano se despidió.

—Adiós "sensible".

Que antes de sumergirse, miró a Blas, le guiñó uno de sus ojitos y le dijo.

—Muchas gracias Blas.





Javier Aragüés(febrero de 2020)



EL CAMINO



Eugène Brouillard



Querían encontrar sentido a sus vidas.

Frecuentaban el mismo bosque. Era tupido, espeso e inquietante, . Manu era reflexivo, aparentemente satisfecho con sus principios y expectante. Isabel era moderadamente feliz, se había perdido muchas veces entre la espesura, pero no dudaba que un día encontraría la salida.

Aquel día tropezaron de manera fortuita. Charlaron como verdaderos amigos. Encontraron coincidencias, tantas, que decidieron caminar juntos, de la mano, de los besos... 
Llegó la primera incertidumbre al encontrarse con un sendero. Se detuvieron. Decidieron caminar en hilera por la estrechez del camino. Intercambiaron alternativas.

—Isabel, debemos caminar siguiendo la rivera.

—Estoy de acuerdo, continuemos por la ribera.

A los pocos metros ella se perdía en el bosque y él se enfangaba en el cauce del arroyo.


Javier Aragüés (febrero de 2020)



domingo, 26 de enero de 2020

DONOSTI






En enero, como lo hacía siempre pero con menos frecuencia que en el resto del año, el tren entró en la vieja estación del Norte con gesto cansino y muy poco a poco acompañado por el chirriar de las bielas y los goznes de los enganches de los vagones; en el momento que cesó el quejido mecánico se detuvo al llegar al cartel bajo la marquesina, de fondo blanco rotulado con letras gruesas y nítidas de un inconfundible azul bilbao en el que se leía  SAN SEBASTIÁN - DONOSTI. El tren, completamente inmóvil y como si resoplara por la fatiga, se envolvió en una densa nube de vapor blanco que ocultaba el escaso número de personas que se encontraban en ese momento en el andén y, por su actitud, no se sabía si esperaban un tren o eran meros figurantes. Un hombre se echó el silbato a la cara y con la otra mano agitó un banderín rojo deshilachado y se escucharon tres golpes largos de silbato y el tren, lentamente, como si no quisiera abandonar el lugar inició el recorrido perezoso a la siguiente estación. En ese momento, una mujer y un muchacho con paso torpe se dirigían hacia la puerta de salida de la vieja estación del Norte.







Al salir se toparon con el sirimiri, la lluvia fina característica del lugar que caía sobre el amplio, triste y despoblado Paseo de Francia. Nadie les esperaba, solo una larga hilera de árboles que no parecía tener fin y acompañaba a la senda en uno de los márgenes al río Urumea. En la orilla opuesta, un cuerpo flotaba sin vida y en la parte superior del cauce, un coche negro y solitario se apresuraba a retirar el cadáver. 

La mujer, aparentemente sorprendida, se detuvo unos segundos y sin titubear aceleró el paso y el muchacho, sin entusiasmo, seguía mirando el cuerpo y se dejaba arrastrar, sin dejar de observar el suceso. El adolescente balbuceaba palabras ininteligibles, alternadas con gritos, señalando con el dedo la otra orilla. Ella le obligó a caminar hasta llegar a una de las casas señoriales del paseo. Lo hizo entrar como pudo. Unas escaleras daban acceso al portal y allí esperaba una doncella cuya cabeza se remataba por una cofia blanca como complemento imposible de disociar de su cuerpo y su cometido. 

Saludó a la mujer como si la esperara y la criada con un gesto de cortesía la indicó que pasara al salón, cogió al adolescente de un brazo y le llevó a la cocina para evitar que las personas que estaban en la sala, le vieran en esa actitud.


Alrededor de una generosa chimenea esperaban una mujer de unos setenta y tantos años, afligida pero sin perder su compostura, sentada en un sillón tapizado en piel de color verde botella, de estilo inglés; y un hombre con una gabardina que reclamaba ser sustituida con urgencia. 

Él, aparecía erguido, con gestos de no tener que dar explicaciones y, con cierto descaro, sostenía un cigarrillo con su mano izquierda que consumía recreándose en cada bocanada. La honorable  anciana se limitó a hacer una presentación protocolaria: "Nerea, hija, te esperaba. Este señor es el inspector Ayestarán". El hombre, con desgana, tendió la mano con gesto de aprobación, porque pocas veces le llamaban señor Ayestarán, siempre se dirigían a él como "¡Señor inspector!", a secas. 







Eneko, en un descuido de la doncella salió de la cocina, se plantó en el salón y ocupó una posición discreta, en apariencia ajeno a los mayores, mientra hacía que jugaba con una de los delicadas copas del mueble bar ante la mirada sesgada de Nerea. El mozalbete, en silencio, clavaba la mirada en el reflejo irisado por el fuego en el fino cristal.



Eneko, casi siempre estaba rabioso. No tenía amigos. Le gustaba jugar con niños más pequeños que él, porque le hacía sentirse como si fuera su hermano mayor. El hecho de ser hijo único y casi siempre estar solo, le había condicionado su infancia y pubertad. Sus dimensiones no se correspondían con su comportamiento. No tenía padre, había muerto cuando era muy pequeño y su salud siempre había sido muy delicada. 

Ese día pasó algo muy especial; desde que llegaron a casa de la abuela, Eneko tenía unos deseos incontrolables de sentirse protagonista  como si supiera que algo iba a ocurrir. Al entrar en el salón, la presencia de la amona Maitane, le impresionó y apreció un gesto de desaprobación, lo que en ella era habitual, pero la cara de asombro y consternación era especial ese día y contrastaba con no tener signos de haber llorado en ningún momento y a la vez mantenía una tristeza forzada.   

Eneko oía como el inspector hablaba con mi madre y mi abuela e iba apuntando algo en un cuadernillo infame mientras el muchacho seguía con la copa en la mano y soportando los avisos de su madre: "¡Cuidado Eneko! La romperás" Es distracción le servía para estar atento a las conversaciones y pasar inadvertido.


—Señora Garay. ¿Recuerda cuando vió la última vez con vida al señor Elizondo?

—Ayer por la tarde, cuando despachó conmigo. 

—¿Notó algo extraño en su comportamiento?

—No. Hizo lo habitual desde que le contratamos como administrador cuando vivía mi esposo. 

—¿En que consistía su trabajo?

—Nosotros tenemos varias fincas en Donosti. Son casa antiguas y residenciales como esta, la mayoría situadas en el Paseo de Francia y en Miraconcha. Los alquileres, por el tipo de inmuebles, son elevados y los arrendatarios de toda la vida. El señor Garay —mi marido— se preocupó por tener un patrimonio sólido. Ese fue su legado y es la manera que tengo para disfrutar de una vida holgada y una vejez tranquila. El señor Elizondo, el administrador, se ocupaba del patrimonio, en especial las fincas a las que me he referido. 

Por eso, todos los jueves a media tarde, se pasaba por mi casa me informaba del estado de los edificios, si había que hacer alguna reparación y de la puntualidad en el pago de los alquileres. Era nuestro hombre de confianza.

Nerea, la hija de Maitane permanecía de pie junto a su madre como si fuera una invitada pero muy atenta. La dama conseguía hacerse respetar sin estar presente. 

Eneko tenía el beneplácito de la amona Maitane para moverme por la casa sin esperar su aprobación, si Nerea no estaba delante, la anciana mantenía el trato inflexible.

El inspector  se dirigió a Nerea ignorando a mi abuela.

—Entiendo que usted ha venido hoy a Donosti, ¿Cuanto tiempo había pasado desde la última vez?

—Yo vengo todas las semanas al menos un día. Si puedo, estoy presente en la reunión entre el administrador con mi madre.

—¿Pero ayer no fue así?

— No. Ayer estuve en Bilbao. Desde que murió mi marido tengo que ocuparme personalmente de su despacho. Él era abogado y yo también. Al casarnos dejé de ejercer la profesión, pero ahora las circunstancias han cambiado y me veo obligada a ocuparme del bufete y ayer tuve una reunión con mi otro socio.

—¿Cuando fue la última vez que lo vio?