jueves, 21 de mayo de 2020

LA NOTA


Julieta tomó el último tren con destino a un lugar que nunca supe. Hacía años que barajaba la posibilidad de abandonarme   pero mi insistencia, mis medias verdades, mis ruegos y mis débiles argumentos  de lástima la habían disuadido hasta ese momento.

Aquella mañana, sin hablarme, cogió un bolso de viaje que sin duda había preparado la noche anterior, se enfundó el veterano abrigo azul de paño y salió. No contaba con que yo me hubiera despertado. La llamé varias veces desde el descansillo.  Seguí reclamándola; se perdió por el bulevar próximo, frecuentado por parejas que descubrían  el amor, como  Julieta y yo cuando nos conocimos.  Miré a través del ventanal la hilera de árboles que trazaban el camino por donde había desaparecido.  No la localicé.

Me vestí precipitadamente y me eché a la calle con  aparente seguridad sin saber a dónde dirigirme. Era un disfraz del patético personaje en que me había convertido.   Esa era mi conducta desde que ella me advertía lo planas que eran nuestras vidas desde hacía tiempo y aun así yo era incapaz de remediarlo. Mi vida transcurría con lentitud; acostumbrado  a los reproches, alteraba los momentos de intimidad con la música, en la que me instalaba dejando pasar las horas.

Como melómano circunstancial,  me era grato refugiarme en cada sinfonía y creía que la orquesta era mi aliada, hasta el momento en que  sonaba el último compás; yo me ocultaba de ella, y Julieta de mí, así cada noche. En  los últimos  días, ella hablaba por teléfono a  media voz y yo subía el volumen del equipo de música   cuyos graves y agudos estaban ajustados, al contrario que mi vida.

Al volver a casa encontré la puerta del apartamento semiabierta, no recordaba haber sido yo. Entré con cautela, pero antes de llegar al salón  sentí miedo; en el dormitorio alguien hacía ruido de abrir y cerrar cajones sin miramientos, Recuerdo un fuerte golpe en la cabeza y un sonido seco. Me desplomé. Cuando abrí los ojos. Tenía sangre en la frente. Me incorporé apoyándome en mi sillón refugio. En el suelo había una nota. “Desde ahora podrás oír música. No volveré a hablar por teléfono”. Las palabras eran de Julieta, pero ¿Y su letra? 

 Un nuevo episodio de irracionalidad me dominó. En mi mente, las imágenes no se detenían ¿qué podría ser lo siguiente? Intenté cerrar la puerta del apartamento. En ese momento, salieron dos mujeres del dormitorio; una vestía con abrigo y la más joven, no sabría decirlo. La sangre que se extendía por mi frente alcanzó los ojos. Con mi pañuelo intenté retirarla y pude ver como  las dos me miraban con desdén, pude distinguir que la mujer con abrigo llevaba  un billete de avión en la mano.

Sentí  indefensión. Mis piernas eran incapaces de mantenerme erguido, no lo pude soportar y me desmayé.

Desde aquel día no las he vuelto a ver.

 

Javier Aragüés (mayo de 2020)

 

 

 

lunes, 18 de mayo de 2020

LA EXPRESIÓN

             



Sandra pegaba la cara al cristal  para mirarse en el reflejo del escaparate. Era el de  una tienda de lencería que frecuentaba. Quería estar segura, pero en esa imagen no se reconocía  al verse como una mujer  de rostro afable y sonrisa contenida; al abrirle la puerta la encargada, el gesto se amplificó sin esfuerzo y la mujer reconoció la expresión de Sandra; se intercambiaron besos sonoros y  saludos innecesarios.       

Era una mujer atractiva, aunque juraba que no lo sabía, se mordía los labios mientras lo negaba. Esa capacidad de atraer le permitía cualquier tipo de aproximación a los hombres con la falsa excusa de una simpatía inagotable.

Tenía fama de resolver las situaciones complicadas como un huracán, aunque era inseguridad más que otra cosa. Así conoció a Esteban, un buen chico, funcionario del ayuntamiento y compañero de trabajo que la miraba absorto, mientras ella hacia un gesto con ambas manos para recolocarle  el nudo de la corbata cada mañana. Al cabo de unos meses eran pareja.

Sandra formaba parte de Comisión de Urbanismo y acompañaba como asesora al alcalde en las reuniones de grandes proyectos.  Antes de finalizar ese mismo año tuvo que asistir a una convención de urbanismo que se organizaba  en París. Al recibir la invitación su expresión cambió. Despachaba todos los días con el alcalde y apenas se encontraba con Esteban. La estancia en París durante cuatro días propició su ascenso a gerente de urbanismo, objetivo inmediato de Sandra.

Un proyecto de edificación de un hotel en el centro de la ciudad, caso de ser aprobado, supondría la consolidación de Sandra en el equipo de gobierno municipal y su más que previsible salto a la política en las próximas elecciones. Las luces de su despacho permanecían encendidas hasta la madrugada, también los domingos.  La única persona que se interesaba por su cansancio y preocupación era Esteban. Le subía algo de comer y cafés en las horas en que no había nadie en el Ayuntamiento,  incluso le ayudaba a ordenar planos y a redactar informes.

La noche anterior a la presentación del proyecto en el pleno, Esteban llevó al despacho una botella de champán, dos copas y un estuche con una orquídea. Sandra sonrió y dejó asomar la misma expresión que en los días pasados cuando le arreglaba la corbata. Esteban arqueó las cejas buscando la aprobación y ella asintió.  Le entregó el estuche con la orquídea, Sandra se afanaba en quitar el aparatoso lazo que lo envolvía; mientras Esteban se apresuraba a descorchar el champán y preparar las copas, ella  seguía enzarzada con el estuche.  Al final lo consiguió, cogió la orquídea entre sus dedos. Esteban le ofreció la copa llena para que brindaran. Ella se emocionó, insinuó un beso y levantó la copa para hacer el brindis. De su boca salieron tres palabras “por los dos”.  Esteban le contestó: “siempre por ti”, a la vez que Sandra se desplomaba.


Javier Aragüés (mayo de 2020)






 

 

 

 

 


jueves, 23 de abril de 2020

UN LIBRO Y UNA ROSA SON INSUSTITUIBLES















La rosa esperaba paciente como cada año para ser recordada. Pero esta vez una desgracia imprevisible hacía peligrar su mensaje. Nadie fue a buscarla. Nadie se fijó en ella. Millones de lágrimas se vertieron en el mundo en el interior de las casas confinadas por la penumbra, hasta que un libro la rescató de su agonía.



Javier Aragüés (abril de 2020) 


martes, 21 de abril de 2020

LA LIBRERA




Hoy es el día. Te diriges como cada año al puesto de libros del paseo que se abre a la imaginación. Buscas sin dudar y allí está la mujer que espera indiscreta, con sus gafas necesarias y el cordón ajustable que se comba en las  patillas;  viste jersey negro y labios inquietantes. Miras discretamente, porque no quieres que te reconozca, como lo has hecho en  años anteriores; ella no falta a la cita, tú tampoco. Te llama la atención su manera de ocupar el stand siempre sola, permanece erguida tras las hileras de libros apilados con esmero,  tan solo espera al paseante con interés por la lectura y quizás a ti. Te fijas en sus ojos que han consumido tantas páginas y más vida, pero no renuncian a seguir haciéndolo;  observas las manos que  pasean cerciorándose que no ha huido ningún ejemplar. Todo sigue el riguroso protocolo porque es primera hora y todavía nadie se ha acercado. Ninguno ha roto el encanto del lugar y los libreros siguen formados ante los puestos y firmes ante su devoción. En el quiosco de la librera  destaca un orden canónico; los libros de narrativa erectos, los ensayos expectantes y las tragedias clásicas tumbadas casi sin fuerzas. Destaca un expositor de plástico en color imposible de olvidar, que reclama la atención de los  iletrados y recepciona un best seller cuya portada recaba, a través de un cuerpo de mujer con mirada lasciva,  algún amorío imposible.



Has completado la hilera de tenderetes y te decides  a caminar zigzagueante en busca  de la idealizada librera. Tú haces como si no la hubieras visto pero te es difícil ignorarla. No te atreves a dirigirle la mirada sin complejos, ella simula colocar un ejemplar rebelde. Por fin te animas y te acercas con cautela por miedo a que con sus ojos averigüe  tu intención. Antes de llegar, recuerdas la imagen del mismo lugar veinticinco años atrás. 



Entonces te acompañaba Paula, una compañera de facultad. Era también primavera para los dos. Os escapasteis  de la última clase para acercaros a los libros. Tú intención era justificar unas horas juntos. Te   detuviste ante el puesto de una mujer morena de belleza extrema que remarcaba su incipiente madurez y ceñía su cuerpo; te invitó a que os acercarais y os atrajo mostrando un libro. Siempre lo recordarás, era un libro de poesía cuyo autor desconocías. Preguntaste a la señora, que esperaba deseosa que lo hicieras. Se encumbró tras la pila de volúmenes adormecidos y te lo acercó para que pudieras reconocerlo. Leíste en voz alta el título, ella lo remarcó y dijo el nombre del autor. Mirastes a Paula  y decidiste comprarlo. La invitaste a sentarse en uno de los bancos del paseo;  lo abriste al azar, y comenzaste a leer cogiéndola una mano. Notabas que tu voz se tambaleaba al avanzar el poema y ella agarraba  cada vez más fuerte. De aquel momento solo recuerdas algunos versos. 

           

 

 La Voz a ti debida

Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!

Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
«Yo te quiero, soy yo».

Pedro Salinas

 

 

Los ojos de Paula insistían para que leyeras la poesía otra vez, y así lo hiciste, tantas veces hasta que se te hizo el invierno. 

Hoy de nuevo te has atrevido a encontrarte con ella, estás a unos pasos. En el quiosco, silencio y un rótulo, LIBRERÍA PAULA.

 

Javier Aragüés (Abril de 2020)

 

sábado, 11 de abril de 2020

REFLEJOS













Los días eran más largos, las noches sin final. La ausencia de esfuerzo físico provocaba que el sueño se retrasara y  durante la noche no se presentase. Aturdido en las primeras horas de la tarde y con los ojos semicerrados, Jerry atendía al reflejo sobre la pantalla del televisor apagado. Las lamas de las persianas venecianas que envolvían el ático se reproducían sobre el gris perla velado del cristal y cobraban vida. Aprovechaba los momentos cuando el sol se despedía y dejaba pasar los últimos rayos rezagados, para fijar la mirada en el vacío y liberar los sentidos. A esas horas acudía una mujer, Dyana, bien definida, de cuello descascarado y frente sin complejos, que le tendía la mano pero él no se atrevía a corresponder. Eran manos firmes que sabían acariciar y convencer, aunque él jamás se hubiera atrevido. Ella guardaba un secreto.  Miraba sus ojos, repasaba los pliegues de la piel en los extremos de los párpados, que hablaban. Al  redirigir la mirada, se detenía en las manos de él que eran, junto con los labios, expresión de vida. Sin perturbarse, Jerry las despertaba, comenzaba a mover las puntas de los dedos como lo hacía al acariciar las teclas el piano. Una pausa y, la mano adoptaba la posición para coger el pincel y estirar los tonos sobre el lienzo. Los colores de la paleta se agitaban y  la vida tomaba formas, a veces una simple mancha ilustraba un sueño. A Jerry le estimulaba Dyana. Era enigmática y próxima; firme y delicada; locuaz y paciente. Era una mujer que cautivaba desde la ausencia.


El cenit del encuentro se producía cuando Dyana le ofrecía una hoja de papel en blanco. Jerry turbado, reconocía la señal y ahora le parecía que le estaba permitido; él era el que ahora reiniciaba el paseo por los sentidos, intercambiando los roles. Solo pensar en eso le fascinaba. Jerry sabía que la tendría que mirar, detenerse en los ojos, disculpar los frunces de su piel y sin reflejarlo en un ademán entregado, detenerse en los labios. Era más que un deseo. Pero la duda le atenazaba. 

Esperaba la agonía de la tarde para que ella acudiera y él, así en la penumbra, sentirse protegido. Los ojos de ella  consentían.  Su cuerpo se aproximaba al de  Dyana, acomodaba la mirada en la frente  y cogía su mano. Los dos sabían que la llamada inequívoca era aquella hoja de papel vacía, que esperaba en silencio. Él, sin dejar reposar los ojos, sentía la proximidad de los labios de Dyana sin atreverse a besarla. Los dos se miraban. En el reflejo del cristal dos palabras de amor escritas en el papel y un atardecer eterno.

 

 Javier Aragüés (Abril 2020)


sábado, 4 de abril de 2020

EN EL RECODO DEL RÍO




Río Júcar



Fermín era un hombre de costumbres y una profesión, ser servicial. Iba rematado por una boina mugrienta,  marcada por los surcos del sudor. Los años al servicio a los Cerrada le habían hecho encorvarse. Ahora, ya no podía evitar que los pantalones de pana consumida conjuntaran  con su edad y tuvieran querencia a  abandonar la cintura. Ocurría  al menos dos veces al día  —las que ella le reclamaba—,  al ponerse de puntillas bajo el balcón principal de la casa junto al río. El hecho  estaba relacionado con el cinto de aspecto encerado por el uso, que llevaba toda la vida abrazado a Fermín a una cuarta por encima de su cintura . Pero desde hacía unos cuantos años que apenas  le ceñía  por la escasez de carnes de aquel hombre, su desajustada de columna y porque que la lozanía le había  abandonado. Se veía obligado al levantarse, a agarrarse con la mano izquierda  la pata del pantalón  hasta arrugarla para tomar impulso y con la derecha, acompañarla  a la frente para convertirla en una visera natural que agrisaba su rostro y le permitía ver y ser visto por Mercedes, la esposa del doctor Cerrada. Ese sin fin de posturas, sincronías y esfuerzos culminaban al acomodar la cabeza hacia atrás lo suficiente como para conseguir su objetivo, que no era otro que Mercedes fuera consciente de que él estaba atento y era cumplidor como lo había hecho siempre, menos aquel día. Con la cabeza inclinada y protegiéndose del sol, rememoraba  los años en los que  era ella, Mercedes,  estaba pendiente de él. 





El doctor Cerrada, al que todos llamaban "don Eusebio",  era un médico de familia, reconocido y querido por su amabilidad y porque había ayudado en los partos a muchas madres.  La dedicación a su obligación era incompatible con la cercanía a su mujer. Fermín estaba orgulloso de ser el guardés de la casa, aunque de poco le había servido. No olvidaba que su vida no tendría sentido sin los Cerrada. Por las tardes iba al encuentro del doctor, abría el portón para que don Eusebio y su coche se adentraran en la rampa que descendía hasta el porche de la casa. El doctor volvía  después de pasar las visitas en la ciudad. Cada año, a Fermín se le hacía más penoso desde que ocurrió aquello.  Fue en un verano. La hija del matrimonio jugaba como todos los días al lado del río. Las risas y el griterío se oían amplificadas por las paredes de las hoces a ambos lados del cauce. Eran grandes moles de roca kárstica, color carne,  rematadas por un penacho de negros hollín debido a las lluvias, a las areniscas y a los humos de las hogueras  de pastores y apicultores. Se asomaban esbeltas al curso del río. Parecía que hablaban, pero solo escuchaban. Aquella tarde también. Vieron jugar a unas niñas de unos seis o siete años, vestidas impecables. Los cabellos repeinados y tersos. Los vestidos de  canesú, airosos y de colores apagados, entre todos destacaba  el vestido color lila suave del de Carmencita. Jugaban a tirarse la pelota de una a otras. Un mal bote y Carmencita corrió tras ella hasta  llegar a la orilla del río. Sonó un ruido hueco. El que produce un peso muerto al caer al agua Las niñas empezaron a gritar. Estaban solas. Mercedes había salido. Fermín acudió torpe, somnoliento y dando traspiés. 
Todo lo trágico que podía pasar, había ocurrido.

Primero llegó Mercedes. Las niñas corrieron tras ella gritando. Fermín estaba apoyado en la base de  un chopo viejo, con su gorra cutre asfixiada entre las manos y la cabeza entre las piernas, mientras no paraba de gemir. Mercedes se acercó a él y comenzó a golpearle sin piedad. Solo repetía sin consuelo. "¡Era tu hija!".


Javier Aragüés (Abril de 2020)

viernes, 27 de marzo de 2020

UNA LÁGRIMA













UNA LÁGRIMA

Por Javier Aragüés (marzo 2010)
#MayoresCuentan
  
Nos sorprendió. Parecía distante. En el espacio, al otro lado del mundo. Y en el tiempo ¿En el pasado? ¿Quizás ulterior? pero jamás ahora. Algo nos susurraba sin atrevernos a levantar la voz, le respondíamos "no nos alcanzará". 

Los espacios se reducían y el tiempo era ayer. Los rumores dejaban de serlo. Hasta que el goteo se  acumuló para precipitar como titulares en los periódicos y en las cadenas de televisión. Primero aparecían confirmaciones, seguidas de  tibios consejos. Se iban redactando las precauciones. Sin parar de crecer los afectados se desencadenaron las primeras muertes. A las recomendaciones oficiales se solapaban las iniciativas populares. Se acopiaban alimentos y productos de consumo básico, pero que no había escasez de deseos. El día que se oficializó, no fue noticia. Las medidas no sorprendieron. Para nosotros fue  terrible. 

El peor escenario podría llegar, pero preferíamos pensar que les afectaría a otros. Era lo  que pensaba cuando les  hablé  por primera vez a los míos; Mabel, de pie, abrazaba  a mis dos hijos, apenas se contenía. 

En el día a día, teníamos que elaborar planes transparentes que apuntalaran el amor entre nosotros y el que dábamos a nuestros hijos. Lo habíamos logrado por la voluntad de los dos, tras  difíciles combates de entendimiento, pero hoy lo disfrutábamos. 

Llegó el confinamiento. Nuestros padres nos habían dejado hacía unos años, estábamos solos  para afrontar una desgracia y rodeados de miedos. No había  muchas alternativas. Solo era posible adaptarnos a estos tiempos de privacidad y aislamiento. La catástrofe anunciada desmantelaba todos los calendarios de intenciones, hasta parecía que el amor quedaba suspendido y lo más terrible para nosotros, se aplazaba el viaje, sine díe.

Lo había pensado muchas veces. Cogerme un año sabático y, junto a Mabel y los niños, dar la vuelta al mundo. Detenernos en cada país, hacer vida con los del lugar, entender sus costumbres y observar cómo se amaban. La forma de amar es universal y está  presente en los gestos de los seres sensibles. Cuando se mira a un niño, si le das amor, te lo devuelve con una sonrisa o un beso. Si es a la persona que amas, basta un gesto de complicidad para que  muestre su amor sin limitaciones, con todo su cuerpo, y acerque los labios a los tuyos con sosiego. Pero hay unas personas tan especiales que permanecen en silencio, que no se insinúan ni piden nada, son los mayores, padres o abuelos, que esperan que alguien les devuelva ese amor que han gastado, sin exigir. Basta  mirarles a los ojos que están fatigados de transitar por la vida y apenas pueden sujetar una lágrima. 

Ahora hemos tenido que suspender ese viaje. Lo haremos más tarde. Hoy el viaje es muy corto. Cada noche  a la ocho de la tarde me asomo a la ventana con Mabel y mis hijos, muchos aplauden. Un ligero roce a Mabel con mi codo y los dos buscamos a la pareja de ancianos frente a nuestra casa y nos encontramos con sus caras  tras el cristal de su ventana. Los dos, en silencio, sujetan una lágrima.

Por Javier Aragüés (marzo 2010)

jueves, 19 de marzo de 2020

EL SUBURBIO EN PRIMAVERA










Te encuentras en un barrio que no sabes dónde está, ni siquiera aproximadamente. Todos te miran. Eres una más. Te ven y ninguno te saluda, solo lo hace Santino pero para ti no cuenta, es tu amigo. El vendedor de periódicos, que nunca ha tenido quiosco, anuncia una tragedia como gran noticia, pero tú crees que está ocurriendo, eres parte de la anomalía. Todos miran y solo algunos se giran indignados, quieren abandonar el suburbio. Una pareja de ancianos espera pacientemente el autobús desde hace semanas para poder escapar y no sabe si debe seguir esperando o ha perdido la oportunidad; tú compadeces a los que tan solo miran, también a los ancianos pero no  puedes ayudarles porque a ti te pasa lo mismo. 

Estás en el suburbio, eres joven y tienes deseos de abandonarlo, porque piensas que es para toda la vida. No quieres subsistir. Santino te entiende.  En ese gueto parece que no hay pájaros, tú no los ves —Santino tampoco— sin embargo el murmullo te recuerda el trino de los que migran, que no son pájaros. Dudas si hay niños, no  hay risas, para ti es como si  solo oyeras lamentos. Tú tienes trece años, los mismos que Santino, estás en edad escolar, pero no vas a la escuela porque  es un día especial, para ti siempre lo es. Te acercas a recoger a tu hermano como todos los días. Te acompaña Santino, que te ha dicho  que en el colegio tienen la fórmula para poder escapar del barrio. "Los colegios son cárceles cuando los críos no pueden asistir, entonces el suburbio se extiende por todo el extrarradio hasta rodear la ciudad", te recuerda Santino. Sigues en la calle confundida;  los ancianos continúan a la espera, parecen no alterarse,  aunque ya solo esperan algo irreversible.

Una nube tupida de plumas negras se cuela en la barriada. Parecen pájaros, solo son sufrimientos. Lo mismo ocurre todas las primaveras, pero también en el resto de estaciones y  los mayores no se  acostumbran, porque nadie se somete, tampoco Santino. Los trinos se vuelven gritos. Los profesores, les dejan marchar  a sus casas. Los niños se agolpan en la puerta, corren con urgencia y caen. Tú no los puedes ayudar y corres también.  Tú asistes al más rezagado, que no es tu hermano, es Santino que ha crecido, tampoco es tu amigo; se levanta y no te espera. Todos se esconden tras el miedo. Sabes lo que pasa porque dudas, te lo dice Santino. 
Tienes una visión. Los profesores van todos uniformados con un traje color gris rata, no parecen docentes excepto el que está al frente que, aunque también lleva uniforme, es el que les manda. Ordena desmontar el colegio y prepararlo para habilitarlo como cárcel. De malas maneras, los hombres de gris recogen todo el material de las clases menos las risas de los niños. Tú no quieres ayudar, Santino tampoco.  

Tienes una edad en la que ya no se puede asistir a clase, pero puedes ir a la cárcel. Desde muy joven no te gusta jugar, a Santino tampoco. Porque no sabes, porque no puedes y ya no tienes  tiempo.  


Observas. Esperas otros tiempos. Te acompaña Santino.  Invariablemente, en el suburbio es primavera. 


Javier Aragüés (Marzo de 2020)





miércoles, 11 de marzo de 2020

EVACUACIÓN









El recrudecimiento de las guerras intergalácticas y la extinción de  los dos soles amenazaban la vida del planeta. La autoridad trataba  de organizar una posible evacuación de la población a otro planetoide. Apenas quedaban supervivientes de este sobrevenido cambio en las condiciones de vida. Por las exploraciones realizadas, se había llegado a la conclusión de que sería Dantooine el planeta elegido. Según los datos que se disponían, su  fauna y el conjunto de plantas aún no se habían visto dañadas por los cambios interplanetarios, aunque no había constancia de que la vida humana se hubiera podido desarrollar en él. Todo suponía un futuro incierto  y una alteración biológica que muchos de los afectados ya  no podrían soportar. 

Izar era doctora en biología interplanetaria y especialista en el estudio de nuevas formas de vida adaptada.  Conocía con detalle como la atmósfera en Umbara se había vuelto espesa y brumosa, que la hacía incompatible con cualquier vestigio de vida. Ella junto con otros biólogos y científicos habían previsto  que 3960 sería el año en el que se pondría fin a la subsistencia en el planeta y por tanto, las posibilidades de habitarlo por  los umbaranos. Era urgente planificar la evacuación que se estimaba duraría más de un año, por lo que se había previsto que se produjera un considerable número de víctimas  a pesar del meticuloso plan que habían elaborado los mandatarios del planeta Umbara. Izar formaba parte del Comité de Evacuación y había pedido ser voluntaria para abandonar Umbara en los momentos finales.

No era ajena a toda la conmoción que vivían  los umbaranos. Desde el centro de investigación conocía el alcance del previsible desastre, no era una más. Formaba parte de la élite de ese planeta y era consciente de que alguien debía conocer cuáles eran las últimas alteraciones en la forma de vida y asegurar la estabilidad en el nuevo destino. Ella se había dedicado con exclusividad a la investigación de los seres vivos y a su adaptación a condiciones adversas. Era conocedora de que  la población de Umbara se había formado como el único refugio de vida ante las consecuencias de la destrucción en cadena de un cinturón de asteroides del sistema estelar. Era uno de los secretos del planeta; solo el consejo de la República, integrado por científicos y militares experimentados, lo conocía. Se ocultaba expresamente al resto de la población para evitar que cundiera el pánico ante la evacuación.  





Se inició la retirada. Eran los últimos días del abandono de todos los lugares del planeta. El caos se extendió, a pesar de las meticulosas medidas de desalojo. Hasta ahora no habían surgido alteraciones del orden  en las largas colas que se formaban para embarcar en los transbordadores. Todo era civismo, pero en las últimas horas aumentaban los incidentes. Se produjo uno muy grave, que iba a ser el primero de una repetición incontrolada. Izar fue testigo. En una de las largas colas,  unos padres con su hija  se esforzaban para a subir a la nave, un hombre salió de la fila y los desplazó bruscamente. Se produjo una avalancha y varias personas murieron aprisionadas entre ellas la pareja y su hija.   Solo fue el comienzo.

Cada día los incidentes eran más numerosos acompañados de pérdidas de vidas. El propio Comité de Evacuación temía por su seguridad.  Las órdenes eran contradictorias.  Todos corrían en todas las direcciones para ocupar sus puestos. Los pilotos encargados del traslado de los expertos estaban desorientados. La confusión era de tal magnitud que las naves levitaban sin llegar a despegar. Nadie daba permiso para abandonar el espacio de Umbara. No se respetaban las órdenes de despegue. Las turbinas de las cosmonaves rugían dispuestas a arrancar. Izar  buscaba a su piloto. Él, le hacía señas con los brazos. Un grupo de incontrolados impedía el paso a la doctora. El piloto disparó varias ráfagas con su pistola magnetolaser para contener a la multitud.  Abatió a una pareja, que yacía heridos en la pista. Izar corrió a atenderlos. El piloto la arrastró hasta el transbordador, ella se negaba y le ordenó  transportar a los tres. Despegaron.
En el espacio surcaban infinitas trayectorias trazadas por los transbordadores que navegaban hacia Dantooine. Eran meros puntos luminosos. Destacaba uno rezagado, en el que navegaba Izar que estaba muy agitada. Tenía la información facilitada en los instantes finales antes de la evacuación. Se confirmaba que el planeta Dantooine está afectado.

Consultó los últimos datos de navegación y obligó al piloto a cambiar de rumbo. 

Una gran explosión intergaláctica transformaba la materia en energía. Las trayectorias desaparecían y los puntos luminosos también; pasaban a formar parte de una gran nube de radiación que alcanzaba al planeta de destino. 

En el espacio, oscuridad y silencio. Para Izar y los supervivientes todo empezaba de nuevo.


Javier Aragüés (Marzo de 2020)

miércoles, 4 de marzo de 2020

LAS BICICLETAS




La pandilla de las bicis



 

Me llamo Arnau. Todas las tardes, quedábamos a las seis en la plaza del pueblo. No teníamos que decirlo. Íbamos acompañados de nuestras bicicletas. Eran nuestras compañeras. Para todos eran más que un amigo o una amiga, era el colega que nunca te traicionaba. Tan importantes eran las bicis, que algunas sabían de nosotros más que nuestros padres. 


Yo, como uno más de la pandilla, cuando nos habíamos reunido, salíamos en grupo, pedaleaba según mi estado de ánimo. Si las cosas me habían ido bien —en clase había respondido acertadamente a las preguntas de la profesora— pedaleaba con fuerza y en seguida me ponía en cabeza. Casi siempre, el primero era yo. Había otros cuatro amigos que pedaleaban junto a mí, muy cerca, pero yo no les dejaba que me adelantaran.

 

Esa tarde, a la salida del pueblo nos encontramos con un hombre con traje negro gravedad, escaso de carnes, lentes redondas y pasos decididos. Lo que más llamaba la atención era su larga barba blanca desarreglada. Al llegar a nuestra altura, ni se giró. A todos nos llamó la atención. Nos detuvimos intrigados. Carla levantó la voz para que todo el grupo la oyera. Con los pies en el suelo y sujetando la bicicleta entre las piernas, comenzó a explicarse.

 

— ¿Queréis que nos distraigamos con  un juego de mayores?

 

Todos nos miramos intrigados y Carla enseguida consiguió que la escucháramos muy atentos. 

 

—Dinos en qué consiste, porque me temo que sea una tontería de las tuyas —le dijo Jordi.

 

Carla, algo molesta,  comenzó a explicarse.

 

—Es un juego muy diferente a los que estamos acostumbrados. Consiste en averiguar cuál es el oficio de las personas. Por ejemplo la de ese señor, y lo señaló mientras que el hombre se alejaba a buen paso.

 

Se oyó una voz al unísono de todos los chicos. "¡Pues vaya tontería!"


—No lo es —respondió Carla— porque cuando pensamos en la profesión de una persona es inevitable que nosotros  nos  imaginemos  ejerciendo nuestra profesión cuando seamos adultos. 


Carla se dirigió al grupo.


— ¿Sabéis qué preguntas tendríamos que hacer a una persona para conocer su profesión?  

 

—Bueno,  tú sabrás —le  gritó Eloy.

 

Las chicas se agruparon en torno a Carla. No decían nada, pero sus caras mostraban total desacuerdo con la contestación de Eloy.


Para que la situación no se complicara más, grité.


—Si corremos quizás podamos alcanzar al hombre barbudo y hacerle preguntas.


Yo, sin esperar, monté en mi bici y me puse a pedalear tan rápido que al cabo de dos minutos estaba junto a él. Los demás llegaron en seguida.


Carla se dirigió a aquel hombre.


—Buenas tardes señor. Me llamo Carla. ¿Cuál es su nombre? 


—Hola muchachos. Mi nombre no es importante, —con voz cálida y pausada, respondió— Son las personas  las verdaderamente importantes por su trabajo, porque mediante su profesión son útiles a la sociedad y la sociedad es la que les exige que sean buenos profesionales. 


El hombre se detuvo un momento. Parecía que no había terminado. Se hizo una pregunta retórica.


—Pero. ¿Basta esto? No. Como se dice en matemáticas, "es una condición necesaria pero no suficiente" —siguió hablando y puso un ejemplo para entender la diferencia entre necesario y suficiente de lo que decía.

 

 — Veamos.  Podemos decir que  un número es par, cuando es un número entero, es decir, 0, 1, 2, 3...  ¿Es suficiente? No. Además para que sea un número par se ha de poder dividir exactamente por dos, porque si no será entero pero no par.


Todos los chicos le miraban atónitos sin perder detalle.


—Entones. ¿Qué más les falta para ser buenos profesionales? — preguntó Paula


—Además, nos falta una categoría, la más importante. "Han de ser también excelentes personas" —enfatizó.


—Señor, lo podría explicar con un ejemplo.


—Es muy sencillo. Un médico puede ser un buen médico, el mejor. Esto es fácil saberlo. Cualquiera lo sabe o se puede enterar. Pues además de haber sido un brillante estudiante, ha de ser capaz de curar a los enfermos. ¿Es suficiente? No. Porque además ha de se una excelente persona. Y solo lo será cuando se muestre con los demás amable, cariñoso empático, tolerante, respetuoso, observador... Estas y todas las características que se os ocurran  serán necesarias para hacer conseguir un ser humano llegue a ser útil y capaz para vivir en la sociedad.


—¿ Y usted señor a qué se dedica? 


—Yo no tengo una profesión conocida, me dedico a aprender a ser buena persona.


—¿Lo ha conseguido?


—Jamás se consigue. Porque siempre encuentras a alguien del que tienes que aprender. Esta tarde por ejemplo he aprendido una cosa nueva. Los chicos de vuestra edad no son todos iguales. Algunos, como vosotros, tenéis inquietudes, imagináis, os detenéis a observar  y escucháis. Al hacer esto estáis aprendiendo a ser buenas personas, parece difícil pero no es así.


El hombre los miró con detalle. No olvidaría sus caras estaba seguro que estaba frente a un grupo de excelentes personas. Levantó su brazo diciendo adiós con su mano. El grupo al unísono gritó.


"¡Hasta siempre!"

 

 

 

Javier Aragüés  (marzo de 2020)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Javier Aragüés  (marzo de 2020)

EL BRILLO DE MIS ZAPATOS





Pintura, Zapatos De Van Gogh 




Tengo un recuerdo de mi infancia que no desaparece; el de aquella hora, la más importante para mí, al salir del colegio las tardes de los viernes. Al despertarme ese día, era como si todo brillara. 

Me daba la sensación de que mi caja de lápices de colores con su tapa metálica deslumbraba. Mi piel era tan brillante que al mirarla parecía que resplandeciese. Pero sobre todo me llamaba la atención el negro de mis zapatos; era como si resaltara al contrastar con el blanco de mis calcetines, que no dejaban de brillar. 

Pero el negro de mi calzado parecía tan especial que remarcaba las irisaciones de los verdes metálicos y el violeta azulado. Era como si quisiera confundir y disfrazara su verdadero color lúgubre, que me recordaba al plumaje de los cuervos y a la sotana del padre Cosme, la del cura que nos daba religión, que siempre la vestía de un negro sucio y rozado en los bolsillos. 

Reconozco que cuando recuerdo mis pensamientos es como si se me enturbiaran la tarde del viernes.  Entonces me parece sentir que experimentaba una  sensación en la que todo se volvía opaco y sin resplandor, como en las noches cerradas de invierno cuando no conseguía dormir porque tenía pesadillas y me despertaba sobresaltado al sentirme solo en casa. Yo estaba contento porque era viernes, y mi madre me vendría a buscar a la salida  del colegio.

La puerta del colegio  era un hervidero de voces de niños, de madres arregladas que gritaban sus nombres y agitaban los brazos para que fuesen junto a ellas. Ese griterío duraba minutos y a mí se me hacía eterno; al final, se convertía en silencio y el resplandor desparecía. 

Yo, como cada viernes por la tarde,  me miraba los zapatos,  que habían dejado de brillar.



Javier Aragüés (Marzo de 2020)