Rafael era el guardés,
también cuidaba el jardín y, con el tiempo, de lo más íntimo de la
casa; era un hombre tosco y fuerte del que casi todas las mujeres
del pueblo estaban enamoradas porque sabía deslizar delicadeza en los momentos
más inesperados. Siempre parecía ocupado en tareas que no exigían inmediatez
pero por sus gestos, con el espinazo doblado, anunciaban alguna falsa urgencia
y tintes de servilismo. Pero nada de eso era real.
Al pasar junto a él, extrañado, se incorporó para saludarme como si hubiesen pasado siglos. Sin preguntarle me dijo. "¿La señorita Sofía? Está detrás, en el porche". No entendí porque titubeó al nombrar a Sofía. Le ignoré y continué por el camino de piedra desgastada por el tiempo, por el paso del carruaje y por los cascos de los caballos de tiro que hacían ese camino desde siempre, para llevar al dueño del caserón de piedra, desde los almacenes del muelle hasta el arco del portalón plagado de hortensias. Aquel hombre que era un indiano y bisabuelo de Sofía, fue el que mandó levantar la mansión. Así me lo contaron los descendientes de los habitantes más antiguos del lugar, que nunca me reconocieron como a uno de esa casa en la que yo siempre me sentí como huésped.
Los últimos pasos se me
hicieron infinitos y parecía que la mansión y ella se alejaran, pero era yo el que había huido de Sofía. ¿Cómo explicárselo? ¡Había pasado tanto tiempo! Me conformé al pensar que si mis
primeras palabras propiciaban silencio, sería sinónimo de resignación o
indiferencia, conocía a Sofía y no me atreví a pronunciarlas. Mientras caminaba recordé los rincones del inmenso jardín y las tardes en las que nos prometíamos amor y cómo educar a nuestros hijos que nunca tuvimos. Como si se tratara de un pacto, pasaron los años. Hasta el día, en
el que dejamos de mirarnos, se instaló el silencio y los rictus de los dos se
congelaron. Yo simulaba desgana e indiferencia y Sofía hastío, que en su caso era
cierto. Continuaron los silencios sin amor y sobrevinieron los menosprecios. Busqué la excusa de viajar a ultramar para ocuparme de los negocios que tenía la familia de Sofía y ocultar los continuos desencuentros que estaban destrozando nuestro matrimonio. Ella accedió y el viaje que tenía prevista la duración de unos meses cambió mi vida y la de Sofía.
Yo rehice mi agonía y aunque se lo ocultaba, ella en sus cartas parecía entender y consentir la prolongada ausencia.
Seguí caminando hacia el porche; confiaba que al reencontrarnos me perdonaría. Al llegar, Sofía hizo un gesto para saludarme, que no terminó. Levantó la voz y gritó "Rafael, creo que os conocéis".
Javier Aragüés (julio 2020)