lunes, 23 de mayo de 2016

LAS TRAVESIAS

- ¿El tren para Isla Perdida, por favor? - preguntaban los visitantes.
Los lugareños, huidizos y mudos. Yo sabía dónde estaba y que no había tren. Esperaba intervenir para deshacer las caras incrédulas.

- Los rieles terminan en la playa. Para alcanzarla hay que hacer una travesía a nado. Levantando y hundiendo los brazos en el cristal que se deja acariciar y penetrar en compañía del silencio. También se pueden deslizar sobre la superficie, en la que se refleja el sol o la luna, en  mi bote - todos escuchaban con atención. 
 La Isla Perdida seducía. Plantas, riachuelos y  perfumes, creaban un escenario de belleza y misterio, refugio para desesperados. Era, para todos, una isla de amor. 









- Os puedo acercar ¿Embarcais
Cada mañana, navegaba bordeando la costa. Me ofrecía a los ansiosos  por vivir que querían acompañarme; elegía los viajeros, casi siempre parejas enfermas de amor. Pasaban el día en la isla. Pedían que no les recogiera hasta el atardecer, cuando el sol, avergonzado se escondía detrás del islote. A mi regreso, ellas esperaban en las rocas con la falda forzada, mirada cabizbaja y el cabello complicado; ellos,  engreídos, las protegían con un brazo sobre los  hombros y una flor en los labios con gesto de misión cumplida. De regreso a tierra, se sentaban en uno de los bancos del bote, de espaldas a mí. Enredados por la cintura y  con el pensamiento en la isla.

Me sorprendió la  pareja que me acompañó. Él, tímido, asumía el papel de varón y lo malinterpretaba. Mostraba los brazos endebles y el espíritu frágil. A ella, le identificaba la seguridad con que saltaba al bote. Presagio del lugar que ocupaba al estar uno sobre el otro. Pocas parejas eran tan dispares y mostraban un amor tan inminente. Al regresar, me esperaban en los rompientes. Él tenía el cabello enmarañado y lleno de hierbas. Ella llevaba la blusa desabrochada, con intención, o no, dejaba ver la areola de sus senos. Los dos habían disfrutado.









Aquel día, Mabel me pidió cruzar. Nadie la acompañaba, solo un pañuelo al aire y la nostalgia. No perdía de vista el borrón ajardinado en el horizonte. Yo le hablaba. Respondía el silencio. Ella vigilaba la isla. Al llegar al pequeño embarcadero me miró. Comenzó a hablar.

-Conozco la isla, he estado con  mi pareja. Hacíamos la travesía nadando. Una tarde, al alcanzar la orilla, huyó. Desde entonces le sigo buscando.

Las travesías eran frecuentes. Ella esperaba junto a mi bote, en silencio, sola y con los ojos inundados. En las travesías dejó de hablarme de espaldas: se sentaba junto al timón. Al día siguiente, sin la barca, nos zambullimos . Sentí su proximidad y el remover del agua en mi piel. No quería que se acabara la distancia. Al llegar a la pequeña playa me invitó a adentrarme. Titubeé, esperaba que me acompañara. Al penetrar en la espesura me perdí. 

Regresó al pueblo nadando. Mabel recordaba los hombres que había abandonado sin encontrar amor. 

Pasaban los años. Seguía acudiendo para contemplar la Isla Perdida. Yo no estaba. Sola, no se atrevía a cruzar.
Esperando, la muerte le llegó sencillamente, como llega la noche cuando se marcha el día.



Javier Aragüés (mayo 2016)





















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