jueves, 30 de enero de 2020

EL ANCIANO SABIO

Yo pasaba los veranos en un pueblecito de montaña. Os voy a contar cómo era aquel lugar. 

Había un bosque enorme lleno de manzanos. En los prados, pacían las vacas de color blanco y negro, aunque también había alguna de color marrón. De vez en cuando mugían para llamar a sus terneros y estos corrían con paso torpe al encuentro con su madre. Pero sobre todo me acuerdo que había un río; el agua corría abundante y llamaba la atención por sus colores azules, verdes y blancos que a su vez se descomponían en infinitos tonos. Yo me pasaba muchas horas mirando los diferentes colores y pensando que aquello no era posible verlo en la ciudad. Los pajaritos eran muy diferentes y  poblaban los árboles junto al río. Saltaban y  estaban inquietos. Se pasaban todo el día cantando y revoloteando. Todo era muy bonito en aquel pueblo tranquilo y limpio.








Pero aquel verano fue muy especial. Yo paseaba todas las tardes con dos amigos por la orilla del río, cuando de pronto nos topamos con un honorable viejecito, sentado en una gran roca, junto a uno de los remansos que amortiguaban las aguas decididas a ganar el molino. Porque el pueblo también tenia un molino muy grande y esbelto, cuyas aspas, cuando había viento se movían lentamente pero sin parar. Pero no nos despistemos. Nos escondimos tras unos matorrales y desde allí pudimos ver lo que iba a pasar.







El anciano tenía las cejas muy pobladas, como de algodón. De la cabeza, sobresalía un sombrero en punta, con conforma de cono. Iba ataviado con un peto con tirantes, de color rojo saltón y encima un cinturón enorme de color negro con una gran hebilla dorada. Pero destacaban sus grandes botas negras por las que asomaban unos pies rosados de tanto como había caminado. Por el aspecto parecía un duende. De pronto vimos como hablaba, al parecer solo, mirando al agua. Oímos una voz que decía: 

—¡Señor! Todas la tardes paso por aquí y siempre le encuentro ahí sentado. ¿Por qué?

—Pececillo, yo estoy aquí para resolver las dudas que los hombres y los niños puedan tener


Era la voz de un pececillo que asomaba su cabecita plateada y se había detenido frente a él anciano.

—Hola buenas tardes pececito. Yo me llamo Blas y tú ¿cómo te llamas?

—Mira Blas, los pececitos no tenemos nombre pero mí mis amigos me llaman "sensible". Imagínate porqué.

—Prefiero que me lo expliques tú.

—Yo no puedo soportar que alguno haga daño a mis padres, a una amigo y te digo más, a cualquier persona. Cuando juego con otros pececitos, a veces ha venido un pez grandullón a meterse con nosotros y yo pienso, que eso de meterse con la gente sin motivo, no está nada bien. Cuando ocurre me pongo a llorar. No soporto a las personas que intentan intimidar a otras.

—Mira "sensible". Yo conocí a un niño que era mucho más sensible que tú, y se pasaba el tiempo llorando por todas la cosas malas que le ocurrían a los demás. No hacía más que llorar, porque siempre ocurría algo.

Un día, estaba en un rincón llorando como casi siempre. Oyó voces. Levantó la vista y vió como unos chicos querían pegar a su amigo. No sabía qué hacer. Se puso a llorar y los chicos comenzaron a meterse con él. Tanto lloraba que ya no podía más y pensó: "Si sigo así no arreglaré nada". 

—¿Por qué lloro?

Y él solo se respondió:

 —Lloro por dos cosas. Por todo aquello me produce mucha tristeza y por otra cosa muy importante, por no ser capaz de defenderlo. 

Sin dudarlo se levantó, comenzó a gritar y unos hombres acudieron en su ayuda. Desde ese día el niño no volvió a llorar y todos los niños querían ser su amigo.

El pececito había estado muy atento, miró a Blas y dijo:

—Blas, yo, como aquel niño, no volveré a llorar porque he entendido que es más importante arreglar lo que nos ocurre que encogerse y gemir. Porque así no ayudamos a nadie —dijo"sensible". 

El anciano se despidió.

—Adiós "sensible".

Que antes de sumergirse, miró a Blas, le guiñó uno de sus ojitos y le dijo.

—Muchas gracias Blas.





Javier Aragüés(febrero de 2020)



1 comentario:

Unknown dijo...

Gracias Javier por este hermoso relato

Clara Ordóñez