viernes, 13 de febrero de 2015

LA MENTIRA NO FLOTA Libro 5

Procuro reflexionar antes de ponerme a escribir, es mi oficio. Soy mentiroso compulsivo, ladrón de sueños y cronista. A veces consigo engañar a ingenuos, a suspicaces y me cuelo en la inteligencia de todos. El golpeteo de las teclas de mi vieja "Underwood" rompe el silencio de mi habitación y busco la inspiración.  En mis relatos, la realidad y la invención se entrecruzan y sorprenden siempre; mientras, como cada viernes desde 1907, preparo la crónica para el diario The Guardian, esta vez con el siguiente titular:






“LA MÚSICA NO SONÓ DURANTE
 EL HUNDIMIENTO DEL TITANIC"

Fuentes consultadas a la naviera White Star Line informan que como resultado de la investigación, aseguran lo que en realidad ocurrió en el fatal naufragio.


"Al mando de la embarcación en el momento del siniestro, estaba Henry Tingle Wilde, el jefe de oficiales. Un joven con poca experiencia que sustituía al capitán Edward John Smith, que había sufrido un ataque al corazón." 

"En estos momentos, les podemos asegurar que la famosa orquesta del Titanic fue un mito. En las fiestas y bailes de a bordo sonaban fonógrafos, gramófonos y radiogramolas. No existió la famosa orquesta. No había músicos a bordo, excepto los que viajaban casualmente como pasajeros."
Todo esto hacía que la descripción del naufragio perdiera el glamur con el que había estado rodeado el fatal siniestro y que los periódicos se habían encargado de alimentar. 

Me aseguraba un superviviente: "No hubo tal orquesta". Me repetía en su perfecto inglés británico, vocalizando lentamente: "There was no live broadcast." Continuo hablando muy alterado: 


"Solo las radiogramolas sonaban mientras se escoraba el barco, hasta que el mar las enmudeció. Nadie calmó a los pasajeros, que huían por las cubiertas en busca de los botes salvavidas. A pesar del protocolo, no se respetaron ni edades, ni sexos. Nadie tuvo el valor suficiente para permanecer en cubierta hasta el final, nadie, ni el capitán. El barco fue absorbido sin piedad por la negritud de un mar helado." 


Para dar mayor credibilidad de la crónica, conseguí convencer al superviviente para que me relatara lo ocurrido con mayor detalle. El hombre, muy nervioso y afectado, se esforzaba en recordar. Lo que me contó lo he trascrito literalmente.

"Recuerdo que era una noche triste y gélida. Annie era una de las camareras que atendía los compartimentos de primera clase, tonteaba con un marinero de cubierta, 

Se llamaba Brian. Era un escocés bermejo de silueta moldeada, torso musculado, ojos receptivos y mirada interesada, lo que se podía decir un prototipo de marinero. Se citaron en una de las bodegas de popa, junto a la sala de máquinas; nadie los vio, excepto yo" 

A partir de ese momento interpreté lo que debió ocurrir, porque el hombre, muy emocionado, no pudo continuar.  

Yo imaginé que Annie miraba el torso del marino y comenzaba a desnudarse. Él la besó varias veces apoyando los labios húmedos en las partes más sensibles de su piel, sin apenas despegarlos; se abrazaron  y, apresuradamente por miedo a ser descubiertos, hicieron el amor.










Seguí escribiendo la crónica después de haberme imaginado lo que ocurrió:

Una pareja, desde el silencio de su escondite escuchaba las melodías delos fonógrafos instalados en la cubierta de primera clase. Las notas escapaban por las rendijas y se oían por todo el barco. Comenzó la confusión.

En el pasillo hubo una fuerte pelea; una pareja de pasajeros disputaba con otros, de la misma cubierta, quién debía pasar primero; las maletas impedían el paso por la inclinación de la embarcación y salían de los camarotes como si no tuvieran dueño. 

En las cubiertas las melodías se mezclaban con los gritos. El capitán, por los altavoces, intentaba ocultar lo inminente y lanzaba mensajes falsos y desesperados para calmar al pasaje.

"¡Atención, atención!. Un desequilibrado empuña un arma blanca, está causando el pánico, pero ha sido reducido. Les pido calma, todo está bajo control!"

El griterío crecía en el barco. Brian y Annie —así se llamaba la pareja— estaban aislados y ajenos al tumulto. Él apreció una fuga de agua  —no le dio importancia— y continuó sin despegarse de Annie besándola 
apasionadamente. 

El escape que discurría por las juntas del mamparo se hacía cada vez mayor. Brian justificaba su inacción y seguía inmerso en la excitación con miedo a ser descubiertos. De repente un fuerte estruendo y las cuadernas cedieron; una gran vía de agua inundó la sala de máquinas y la proa se inclinaba poco a poco pero decidida. Alarmados, salieron apresuradamente de lo que se había convertido en una ratonera. Salieron hasta la cubierta de la sala de máquinas que se apreciaba parcialmente inundada. No vieron a nadie, ni tripulantes y tampoco pasajeros. El buque se escoraba y comenzaba a hundirse. 

La experiencia de Brian y el conocimiento del barco le permitieron   —con mucha dificultad—  llegar a la  cubierta de popa, desde allí, hasta el puente de mando y  abandonar el navío. Nadaron, entre las maletas y enseres que flotaban a la deriva. Annie apenas sabía nadar, Brian consiguió subirla a uno de los botes salvavidas  y  ponerla a salvo. 
Después él, ostensiblemente extenuado, también logro subir. 

El superviviente que estaba entrevistando, se repuso de la emoción y continuó a viva voz con el relato, que trascribí a la crónica.


"Yo también estaba en ese bote y a Brian le pareció reconocer a una de las personas. Efectivamente, era el primer oficial — Henry Tingle Wilde— que  ocultaba su rostro con una manta. En seguida Brian se dirigió a él:


—¡Sr. Tingle!—exclamó Brian, entre alegría y sorpresa. 


—Creo que se equivoca, ese no es mi nombre. Me llamo Robert Forster —contestó el hombre.


—Pues yo diría que es usted, ..., o su hermano gemelo —contestó Brian , entre sorna e incredulidad .


—Usted se confunde. Soy un pasajero, viajo solo, de hecho soy reverendo. Iba a encontrarme con mi hermano —pastor protestante en New York— y todo se ha trastocado.


La contestación y las explicaciones desordenadas que nadie le había pedido confirmaron las escasas dudas del marinero sobre la identidad de Tingle. 


Brian se dirigió a Annie, en un tono intencionadamente agudo para que  se escuchara en todo el bote. 


—¡Miente! Es él, el primer oficial.


Al bote intentaban subir alguna personas, rodeadas por cadáveres. Tingle procuraba alejarlas con uno de los remos. Brian lo vio y se puso a su lado con la escusa de ayudarle a remar. Desde el agua, una mujer con su hijo pedía auxilio. Brian, fuera de sí, sin soltar el remo gritó:


"¡Sr. Tingle, ayúdelos!"


El oficial se giró y atendió por su nombre. Se desentendió de la mujer y el niño. Brian levantó el remo, le propinó a Tingle, un fuerte golpe en la cabeza que le dejó 
inconsciente con un reguero de sangre por su frente; parecía mal herido. Brian cogió al oficial por las axilas, con intención de arrojarlo al mar, lo arrastró y lo lanzó por la borda a las oscuras aguas heladas. 


El resto de los supervivientes que estaban en el  bote permanecieron en silencio, aunque parecían contener su aprobación por lo ocurrido.


El cuerpo de Tingle desapareció al tocar el agua, como si Brian hubiera lanzado un 
pesado fardo. Cayó a plomo y desapareció bajo una andanada de círculos que se habían abierto junto al bote.  Eran concéntricos y se iban amortiguando según crecía su tamaño y las burbujas de la inmersión del oficial se extinguían.


Brian no dejaba de mirar las burbujas, los círculos y al resto de los ocupantes del bote, a la espera de algún rastro de Tingle; pero el oficial no flotaba."






Javier Aragüés (febrero 2015)



sábado, 31 de enero de 2015

ALFOMBRA DE REFLEJOS (microrrelato) Libro 5



No había nadie en la orilla. Nos encontramos pisando el mar por una de esas inacabables alfombras de reflejos. Nos detuvimos ante un
horizonte expectante, apenas había distancia entre nosotros y un testigo. Al mirarnos descubrimos el silencio; las manos y las miradas dispuestas a leer los sentimientos, mientras la timidez se disipaba. A su lado se avivaban deseos y sueños. Hacía que me sintiera libre, vivo, irreconocible y dueño de mí. Seguimos andando sin abandonar la felicidad.

Aquella tarde viajamos hasta el final del fulgor y el sol se mostraba renuente a dejar 
el día. Desde la mirada, nos sentíamos vivos, disponibles para amarnos. Permanecí a su lado sin atreverme a expresar lo evidente por miedo a equivocarme. 

No quería que se agotara ese instanteintenté retenerla entre palabras y sueños. Me agaché y ella conmigo. Cogí un puñado de arena, se escapaba entre mis dedos, ella me imitó. No me atreví a hablar. Me aproxime insinuante y la toqué, su olor estimulaba mis sentidos. 

Abandoné los complejos y la inseguridad  sin importarme a no ser correspondido; ella me miró y sin reparos me rodeó con su cuerpo. 

El sol decía adiós y ella se difuminaba sobre la alfombra de reflejos.


Javier Aragüés (Febrero de 2015)
















lunes, 26 de enero de 2015

EL BARRANCO (Relato de terror) Libro 5

Estaba rodeado de los cadáveres putrefactos de amigos y enemigos que desolaban el paisaje, salpicados por cuajos de sangre seca sobre los cuerpos que  taponaban los orificios por donde había escapado la vida y se había colado la muerte. En este decorado una bandada de pájaros codiciosos persistía picoteando los cuerpos más allá de la saciedad. En aquella hondonada dominaba el silencio en medio del dolor.

Al despertar sudoroso, no me situé hasta que sentí a mi lado el cuerpo de mi mujer; entonces llegó el sosiego pero las pesadillas no cesaban. Día tras día las mismas escenas y sobresaltos. Desesperado, ella me aconsejó que caminara.

Paseaba hasta las afueras de la ciudad; la caminata y el cansancio me ayudaban a conciliar el sueño pero me invadía la soledad. Mi mujer lo comentó entre sus amistades más próximas, para que sus parejas me acompañaran; no quería dejarme solo.

En una de mis pocas salidas en solitario por las afueras de la ciudad descubrí un saliente, era la antesala de un barranco escarpado; me asomé y sentía la necesidad de poder tocar el abismo. Me inquietaba pensar en la caída, pero eso no era  nada como el placer de compartir ese momento con los que estaban dispuestos a mitigar mi soledad.


El barranco 

No conocía a los que querían acompañarme pero los argumentos de mi mujer habían calado y eran numerosos los que se ofrecían. Eso sí, tenía que elegir entre marginados, locos o desesperados; todos los que estaban excluidos y que eran una amenaza para la sociedad. 

Aparentemente era difícil complacerlos. Pero encontré la solución. Cada día me acompañaría uno. Le haría saltar al vacío para que el resto no conociera el desenlace. Los llevaría hasta el borde del saliente, invitándolos a dejarse ir a cambio de experimentar la felicidad. Decididos volarían hasta alcanzar el suelo. 

El impacto seco y el aplastamiento contra el fondo del barranco provocaría la distribución de las vísceras al azar; eso también me atraía.

A pesar de la recomendación y de los paseos, el sueño obsesivo se repetía cada noche. Veía con precisión la amalgama de colores que formaban los restos de mis acompañantes. Predominaba el granate o el rojo chillón dependiendo del tiempo transcurrido en cada salto. Al pasar los días, los rojos oscuros —sangre coagulada— se apoderaban de los tonos más vivos de la sangre reciente. Pero la pesadilla empeoraba. Yo me sentía verdugo y la sociedad me consideraba su protector.


Una grupo de aves hambrientas se instalaba elos aledaños. De plumaje fúnebre, afilaban los picos y pulían las garras en los riscos más próximos. 
Contribuían con la osamenta y la ropa de los confiados saltadores al fondo acolchado de la sima, para formar parte del macabro espectáculo.




Los paseos se repetían y yo no vencía la soledad. 

Una tarde me acompañó mi mujer y llegamos al borde del barranco. En mi delirio, veía que al darle un empujón se tambaleaba y caía al vacío, al tiempo que lanzaba un prolongado suspiro 
seguido de un grito aterrador, que duró unos instantes interminable,

Cada noche dudaba, si mis deseos la deslizaban a la vacuidad o era mi impulso el responsable de la caída de mi mujer; en cualquier caso, al sentimiento de culpa le acompañaba mi soledad. Desde aquel día no soportaba su ausencia, me faltaba en todos los rincones de mi vida. 

Como en otras ocasiones decidí dar el paseo, esta vez solo. Al alcanzar el barranco, el abismo me atraía, me invitaba a saltar. 

Respiré profundamente. Llegué a calmarme 
durante el salto o al dar con mi cuerpo en la sima. No lo recuerdo, pero no volví a delirar. 
Cada mañana, despertaba junto al cadáver de mi mujer.
  


Javier Aragüés (Enero 2015)

martes, 23 de diciembre de 2014

EL BESO IMAGINADO (microrrelato) Libro 5


El Sena discurría imperturbable bajo el puente Alejandro III.  Al aproximarse al pont des Arts, parecía ralentizarse a la espera del contacto para que se bañara el sol. 





Mientras miraba, ella aprovechó y se situó junto a su cara. Buscaba sus labios y encontró el aire cálido que ocupaba el espacio entre sus mejillas. Se acercó lentamente a su rostro; el aire ardía y la respiración se aceleraba. Ella se mantenía a la misma distancia, la del amor. Él, lentamente, pasó el brazo por detrás de su nuca y se aproximó a su pecho mientras el otro brazo se descolgaba inerte a lo largo del cuerpo, esperando una señal que no llegaba. Momentos eternos de indecisión. 

Lo que buscaba estaba oculto en el límite entre el anhelo y la pasión. Intentaba contener los sueños, pero los deseos ardían en una hoguera imposible de extinguir. La razón y el deseo pugnaban para hacer que la boca fuera su aliada. Las comisuras de los labios
configuraban la expresión insinuante y 
buscaban el contacto con los de la persona amada hasta encontrarla. 


Vencieron los dos y sus labios confundidos eran uno; cerraron los ojos durante un instante que se alargó hasta que el Sena llego al mar y sus aguas, como sus cuerpos, se fundieron en las del océano... y el beso dejo de ser imaginado.


Javier Aragüés (Diciembre  2014)









jueves, 11 de diciembre de 2014

EL GRITO DE LA NUTRIA Libro 5

Soy una nutria. No pertenezco a nadie. Cuando emerjo para alcanzar respirar salpico a los indecisos. Unos se cubren por miedo a ser empapados, otros se ocultan de mis imprevisibles giros de cuello y los más aguerridos me siguen con la mirada. Pienso que mi misión es poder nadar en libertad y que los niños me vean.

Últimamente voy a la ciudad para alertarlos de que estoy en peligro. Con dificultad mantengo mi piel húmeda al sumergirme en los arroyuelos, a pesar de que cada día los hombres consiguen que estén más densos y turbios. 

Mientras zigzagueo, asomo la cabeza y me vuelvo a sumergir; los vigilantes de parques y jardines me persiguen para evitar el contacto con los niños, proteger a los jóvenes y advertir a los maduros. Soy inofensiva a pesar de mi aspecto.

No olvido mi condición de carnívoro que ejercito a dentelladas en tobillos y muslos de los guardas del parque. Lo hago si estoy acorralada o soy agredida; siempre son los desalmados los que me hostigan. En muchas ocasiones veo mi existencia en peligro y lo que es peor, mi cometido. 









He conseguido que Sam, uno de los vigilantes, sea mi aliado. Le gustan los animales, los escucha y conoce sus sonidos; me avisa cuando sus compañeros — otros guardas—  organizan las batidas para darme caza. Se anticipa a mis escarceos y si es necesario me oculta entre los montones de hojarasca, testimonio del inicio del otoño y desde donde preparo mis apariciones.

Atraigo a las parejas de amantes sin adjetivos, muestran lo que es vivir sin compromisos y  respetan a los demás.

Comienza la lluvia, mi piel reluce al resplandor de la luna llena. La luz se despide sin permiso entre los huecos de los árboles, es la señal, me escondo hasta que abran el parque y los visitantes estén prestos a contemplar mis gestos, diferentes para algunos e imperecederos para la naturaleza. 

Si alguno se aproxima y quieren tocar mi piel húmeda y suave; siente envidia, agradezco su tacto pero no estoy dispuesta a perder la vida para ser momificada y en posición pétrea, mirar al infinito para sentirme ridícula. Tampoco quiero acompañar a una dama, con la que no tengo relación, para pasearme sobre sus hombros sin pedirme permiso; ni quiero escuchar cuanto le he costado para alardear que soy suya y poder colgarme en su armario a su antojo.


A veces pienso renunciar a todo, salir del parque y por el mismo camino que utilicé para llegar, deshacerle, y volver a mi arroyo, lejos de la contaminación y otros peligros. Si lo hiciera los visitantes perderían el aliciente de las visitas a los jardines y mi existencia no tendría razón de ser —  nadar en libertad—  aunque evitaría el riesgo a que me capturasen, o de morir contaminada. A pesar de todo sigo con mi misión. Pienso en los niños, en la vida y me hace no desfallecer. 

Cuando todos se marchan, el parque duerme y nadie me oye, me sumerjo y al salir a la superficie necesito gritar para sentirme vivo y libre.


Javier Aragüés (diciembre 2014)

lunes, 1 de diciembre de 2014

ENTRE LIBROS Y VERSOS Libro 4

Como ocurría con otras chicas francesas, Christine era más exótica que guapa y acrecentaba la singularidad para resultar atractiva. De aspecto muy elaborado, lucía pestañas revestidas de rímel en exceso para atraer las miradas; engrosaba el calibre y la dureza de los cilios, hasta el extremo que recordaban a Alex DeLarge el personaje que interpretaba Malcolm McDonald en "La Naranja Mecánica" (Stanley Kubrick 1.975). 


Los ojos de Christine eran dos lunas verdes. Encargaba a las cejas la misión de embellecer y resaltar la mirada y a las que dedicaba la mayor parte del tiempo para maquillarse. Así conformaba un rostro picassiano que destacaba con el perfilador y el lápiz negro, para remarcar sus ojos.

Su aparente desgana y aire desenfadado no parecían coincidir con ese empeño por resultar más atractiva y observada, que lo remachaba con varios piercing en paralelo en el lóbulo de la oreja izquierda que le daban un aire de posmodernidad agresivo. Toda esta parafernalia la utilizaba para mostrar el desacuerdo con la sociedad. 

Christine era abogado en un despacho que tramitaba licencias para productos farmacéuticos en la Unión Europea. Hablaba un español correcto pero sin haber perdido el acento. Paul era director de investigación en unos reconocidos laboratorios farmacéuticos
franceses. Se conocieron con motivo de la obtención de la licencia  para la salida al mercado de un nuevo psicofármaco.

Paul era algo mayor, por lo que junto a otros muchos encantos, provocaba que Christine estuviera abducida por él.  

Desde un principio ella vivió un enamoramiento vehemente hacia Paul y hacía que no pudiera prescindir de él. Los encuentros eran continuos. No existían limitaciones. Ella los provocaba y él los favorecía; la manera de corresponder de Paul inducía dudas en Christine e intuía que no era un verdadero amor. 

Después de varios meses intensos, Paul comenzó a excusarse y en repetidas ocasiones no asistió a las citas; hasta que le comunicó que dejaba París para trabajar en la filial en Suiza de su empresa. Todo sin tiempo para poder dar una explicación y ni siquiera pudo reaccionar. 

Nunca volvió a saber nada de Paul. Abandonó París y también a ella.

Christine sufrió una profunda depresión. Los socios del gabinete la apreciaban y quisieron ayudarla. 

Consideraron necesario que estuviera alejada de todo aquello que le recordaba a Paul. La trasladaron a España, al despacho que el bufete tenía en Madrid. En un principio ella se oponía pero terminó aceptándolo.






En Madrid, muchas tardes hacia un alto en el trabajo y se refugiaba en un café con tintes decadentes. Tenía un friso de madera hasta media pared y globos con forma de quinqué que se alternaban con fotos de tertulias del Madrid republicano, de color sepia y paredes decoloradas por el humo y el paso del tiempo. 

Se sentaba en un taburete de la barra y removía con la mano izquierda una taza de café. Parecía una escena de una obra corta con una sola la actriz —ella— lista para iniciar un monólogo y con ademán de estar esperando a alguien que nunca llegaba.

Ignacio tenía treinta y dos años. Estaba menguado por la soledad.  Tenía todos los atributos de un buen librero; hombros estrechos, cuidadoso, ordenado y era tan alto, que no necesitaba escaleras para alcanzar la baldas más empinadas de la librería. Llevaba barba incipiente que no progresaba y unas gafas sin apenas graduación, con una montura metálica delgada que recordaba a Trotsky. Las lentes protegían unos ojos grandes y endrinos que destacaban sobre el blanco azulado de la esclerótica, reforzando su aguda mirada.
Siempre llevaba camisas de cuadros por fuera de un pantalón de pana color negro que le daban el aspecto de "un progre" de la época. 

Como muchos de los propietarios de las librerías de la calle San Bernardo de Madrid, tenía los anaqueles repletos de abundante bibliografía marxista. Durante la dictadura, los había adquirido 
en editoriales especializadas de Sudamérica. Entonces eran libros  prohibidos y tenían una gran demanda. Al llegar la transición, 
circulaban con normalidad; pero al margen del negocio disfrutaba pudiendo explicar las aventuras que había detrás de cada libro.

A media tarde, tenía costumbre de tomarse un café. Al entrar, casi se topó con Christine que sentada en un taburete en el extremo de la barra, seguía concentrada en los círculos que formaba su café americano al removerlo. Al entrar Pablo, ella sujetó la taza con el dedo índice, apoyó ligeramente los labios en el borde y levantó los ojos sin mover la cabeza para intentar verle. Al pasar le miró con cierto descaro. Ignacio se sintió observado y se giró y se detuvo como si se conocieran.  Intercambiaron una sonrisa. Ella le ofreció el taburete que estaba a su lado, él aceptó.

— Me llamo Ignacio.  ¿Vives por aquí? — le preguntó, a la vez le tendía la mano para saludarla.

—  Yo soy Christine. No vivo en el barrio pero trabajo muy cerca. Vengo a menudo a tomar un café —contestó sorprendida por la naturalidad de Ignacio, que no dejaba de mirarla a los ojos. 

Ella experimentó una sensación olvidada, al sentir el contacto de la mano de un hombre al coger la suya. 

Ignacio al conversar asomaba cierta atracción al escuchar su acento francés y en especial, la forma de arrastrar las "erres".

— Yo también trabajo muy cerca. Tengo una librería, la que hay frente al café — 
Ignacio sonrió, lo que ayudó a que Christine se sintiera más cómoda.

— Disculpa que haya sido tan seca pero estoy acostumbrada a mantener solo conversaciones de temas de trabajo y apenas me relaciono. 

—  ¿Dónde trabajas? 

— En ese edificio gris de oficinas, el que hay casi enfrente. Somos vecinos.

Christine no quería dar detalles. No se sentía especialmente orgullosa de cómo había llegado hasta allí. Le produjo cierta envidia cuando Ignacio dijo que tenía una librería.

— ¿Lees con frecuencia? —le preguntó.

— Si claro. Soy una adicta. En Francia en la escuela elemental nos inculcan la necesidad de leer. Desde prácticamente los cinco años lees, es como un juego.

— ¿Y tú?

— Soy un afortunado. Trabajo con ellos. Conoces lo que escribe 
Harold Bloom: "Seguiré leyendo mientras me quede un soplo de vida" —ella asintió sintiéndose identificada.



Arthur Rimbaud


Siguieron hablando de las preferencias de autores y géneros. 
Christine apreciaba la sensibilidad de Ignacio, y en especial sus gustos por la literatura. No pudo evitar nombrar a Arthur Rimbaud, el gran poeta francés del siglo XIX.

Ignacio le recordaba, en cierta manera a Paul, pero en una versión más próxima y humana. Christine parecía ensimismada; él, sin darle tiempo a reaccionar le recitó un poema de Rimbaud en español.

— ¿Conoces el poema Aventura? 

Sin esperar la respuesta comenzó a declamar.



AVENTURA




Con diecisiete años, no puedes ser formal.
—¡Una tarde, te asqueas de jarra y limonada,
de los cafés ruidosos con lustros deslumbrantes!
Y te vas por los tilos verdes de la alameda.
¡Qué bien huelen los tilos en las tardes de junio!
El aire es tan suave que hay que bajar los párpados;
Y el viento rumoroso -la ciudad no está lejos¬-
trae aromas de vides y aromas de cerveza.

De pronto puede verse en el cielo un harapo
de azul mar, que la rama de un arbolito enmarca
y que una estrella hiere, fatal, mientras se funde
con temblores muy dulces, pequeñitos y tan blancos…
¡Diecisiete años!, ¡Noche de junio! -Te emborrachas.
La savia es un champán que sube a tu cabeza…
Divagas; y presientes en los labios un beso
que palpita en la boca, como un animalito.

Loca, Robinsones tu alma por las novelas,
—cuando en la claridad de un pálido farol
pasa una señorita de encantador aspecto,
a la sombra del cuello horrible de su padre.
Y cómo cree que eres inmensamente ingenuo,
a la par que sus botas trotan por las aceras,
se vuelve, alerta y, con un gesto expresivo…
—Y en tus labios, entonces, muere una cavatina…

Estás enamorado. Alquilado hasta agosto.
Estás enamorado. Se ríe de tus versos
Tus amigos se van, estás insoportable.
—¡Y una tarde, tu encanto, se digna, ya, escribirte…!
Y esa tarde… te vuelves al café luminoso,
pides de nuevo jarras llenas de limonadas…
—Con diecisiete años no puedes ser formal,
cuando los tilos verdes coronan la alameda.

Christine se emocionó. Ante ella un hombre que conocía a su poeta favorito y lo recitaba con especial sensibilidad. El poema era un fragmento de amor y recuerdos que reavivaban sus sentimientos. 
No pudo evitar que sus ojos enrojeciesen, se esforzó para contener la emoción y recordó cómo se deshizo su historia de amor.








Siguieron viéndose en aquel café. Una de las tardes mientras la esperaba, Christine echaba una ojeada a un libro de pintura en francés —L´Univers de Van Gogh—  y disfrutaba con los bocetos y los cuadros del maestro. Hojeaba y releía el significado de las pinturas, hasta que se detuvo para desplegar las solapas de la cubierta. Encontró lo que buscaba. Dos cuartillas dobladas y cuarteadas de papel descolorido escritas con pluma y con su letra menuda. Recorrían frases de amor y de entrega sin condiciones.
Reprochaban un silencio prolongado y confirmaban un amor. Eran las letras de una carta que quería haber enviado a Paul, le pedía explicaciones por el tiempo transcurrido. La carta siempre fue una intención frustrada. Pero ahora más que nunca, sabía que él no era el destinatario.

Ignacio quería sorprenderla y esa tarde llevaba con él un poemario de Pedro Salinas, uno de sus poetas favoritos. Al verlo, Christine le pidió que le leyera alguno. Cogió el libro entre sus manos, aireo las páginas y el libro, como encantado, se abrió por la que deseaba. Se puso a leer.







Para vivir no quiero (Pedro Salinas)
La voz a ti debida (1933)

Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!
Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las
gentes del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
"Yo te quiero, soy yo".



Christine miraba las manos de Ignacio, veía las del librero y sentía resonar la voz en los versos que palpaban cada espacio del interior de su cuerpo y la envolvían por el pecho. Ignacio acercaba a Christine todo lo que le habían negado. Le enseñaba a encontrarlo en la poesía. Ella vio en un instante que su vida se plegaba como la cuartilla que había encontrado en el libro y se escribía un relato con su letra; la de una historia nueva, sin miedos y segura de vivir enamorada entre libros y versos. 


Javier Aragüés (diciembre 2014)