viernes, 27 de febrero de 2015

ACTOR POR HORAS

Escapo del cine de sesión continua después proyectar dos películas anunciadas en un cartel policromo de la fachada. No escapo de la vida.

Los espectadores también son degustadores de bocadillos de calamares, de jamón imaginario y patatas fritas. Escupen las cáscaras de las pipas saladas y tienen sed, mucha sed.

Tomo un respiro para fumar durante la proyección en la cabina  y en los descansos. Los asistentes aprovechan para ir a los urinarios, desnudar los bocadillos, sofocar el reseco en la garganta o fumar en el vestíbulo.

El cine exhibe películas rancias a precios sospechosos. Abre a las diez de la mañana y oscurece con el último espectador.










El acomodador, Mariano, susurra.

-En la sala hace mucho calor, asómate por la mirilla,  hace mucho más  que en el vestíbulo. No cabe un alfiler.

El ambiente es denso, blanquecino; la mezcla de humo de cigarrillos y olor a desinfectante disimula el tufo a humanidad.

El acomodador -imprescindible- rocía la sala con "ozonopino" y salpica a algún espectador que se interpone. La llovizna artificial se precipita cuando el ambiente se hace irrespirable y proporciona un falso aire fresco.

Los espectadores, impacientes, taponan una de las puertas de a la sala, vestida con cortinas de terciopelo brillante manoseado y acceso a un ambiente de casino de pueblo, iluminado por el reflejo de la pantalla. 









Mariano hace guardia. Comienza la ceremonia, le entregan las localidades de papel fino y color pastel. Inicia la peregrinación a la butaca, difícil de encontrar por la saturación de la sala. Identifica
las vacías con una linterna de luz amarilla a punto de extinguirse y foco alocado.

En plena oscuridad, una luz invita a traspasar la pantalla, acepto y paso con facilidad sin rasgar la tela. Estoy en medio del rodaje, mezclado con los actores. 

John Ford, director de la película  - La diligencia - me echa un vistazo de arriba abajo.










-Necesito un pasajero más. ¿Quieres formar parte del reparto?

¡Qué oportunidad! 

- Interpretas a un reverendo. Tienes que congeniar con los distintos personajes, un médico borracho, un banquero corrupto, Dallas, la cabaretera, la mujer de un capitán (embarazada), un soldado confederado (jugador y pistolero), un comerciante  de alcohol, el sheriff y por supuesto, con el protagonista, Ringo Kid (el pistolero).

¡El rodaje continúa mañana!

Prefiero interpretar a Ringo Kid, defensor de valores y marginados. Me conformo con aparecer entre todos, con el riesgo de que una bala acabe conmigo, o el director provoque una muerte súbita que viene a ser lo mismo. 

Sigo sus órdenes con atención.

- ¡No sirve, repetimos la toma!

Todos me examinan, valoran, no quitan ojo. Soy el responsable. 
En las interrupciones llegan a chillar y algunos silban.

No hay espectadores. El director, actores, técnicos todo un ejército de profesionales-mercenarios, los sustituyen 

La mayoría fumamos y reponemos fuerzas durante los descansos del rodaje. 
En las escenas exteriores, en el desierto, la sed es incendiaria.

En la película, Dallas me pregunta a cerca de las intenciones de Ringo. Me halaga la consideración.

-Es un justiciero. Está al lado de los humillados, de las personas con buen corazón. Fíjate cómo te mira y considera al Doctor .

¡Está a punto de comenzar el siguiente pase, tengo que volver!


Deshaciendo el camino con discreción, deambulo por uno de los pasillos laterales hasta llegar a la cabina. Mariano me espera. 

-¿Qué tal el descanso?

- Como siempre, un suspiro.
La película es un gran film, puede durar mucho tiempo en cartel. 

Al final de la proyección en la cabina, solo como un náufrago, como un verso sin poeta, como un suicida y siempre con la misma duda. ¿Quién soy en realidad? 

Nada, nadie, sin el acomodador.    

                                         

Javier Aragüés (Febrero 2015)











viernes, 20 de febrero de 2015

SOMOS UNO Libro 6






Nunca paseo sola. Voy de la mano de un hombre —Marzio— estamos muy unidos, es parte de mí; con su brazo macizo gesticula y lanza mi silueta por los canales. Marzio se mantiene esbelto y en pie, ayudado por la infinita pértiga que apenas se sumerge y acaricia las remansadas aguas. 

Luzco de negro acharolado que contrasta con el azul, ocre o verde esmeralda de los tonos caprichosos del canal. Estoy condenada a vestir de luto y a pasear la moderación para no olvidar la peste que asoló a la ciudad. Aun así, en la proa me adorno con una con peineta - dolfín – icono de la roda y equilibrio del peso del guía, las seis púas metálicas que la componen recuerdan las demarcaciones del puerto inacabable en el que me encuentro confinada.

Los cauces dibujan mis  movimientos. Giro con elegancia en cualquier recodo, solo me detiene la voluntad del gondolero o un beso. Mi cuerpo es noble, más de ocho maderas ilustres me ayudan a nacer y a deslizarme por la laguna veneciana. 
Trasbordo a los vénetos entre los canales y me detengo para sumergirme en el bullicio de los mercados. Mi vida es útil y
llena de simbolismo, pero no podría vivir sin los ocasos, cuando el sol atormentado por las nubes y amoratado por los golpes del viento, se dispone a descansar en presencia del amor. 




EL GRAN CANAL



Hoy es un día especialmente luctuoso. El cielo se disfraza de tristeza. Nos detenemos en el muelle de San Marco para 
recoger a un veneciano muy abatido  —Carlo.  Se deja caer sobre los asientos de terciopelo rojo, con la mirada puesta en el Gran Canal. Recuerda las tardes con Chiara, en especial la última que pasaron juntos y habla en soledad: "Como cada viernes al atardecer, paseaba con Chiara por el Sestieri de la Santa Croce. Esa tarde, al doblar una de las esquinas de un disimulado callejón, chocamos con un enmascarado que alargaba el Carnaval. Los rombos del disfraz y su llamativo cinturón disimulaban su identidad y el verdadero propósito. Sin hablar, con un gesto señorial, nos invitó a su palacio —el Palacio de Moceniego—  y nos condujo hasta uno de los aposentos. Nos convidaba con la mirada a entregarnos al amor. En la estancia barroca, sobre una mesa con profusión de adornos, un cesto de fruta y dos copas de vino; probamos la fruta, y bebimos hasta caer desfallecidos."

Pasó el tiempo, el arlequín entró con sigilo, empuñando una daga. Se ensañó con el cuerpo de Chiara hasta que su vestido dejó de ser blanco. Yo, al despertar del sopor por efecto del somnífero y el vino, me vi abrazado al cuerpo ensangrentado de mi amada. Su corazón no latía; lancé un grito desgarrador. El anónimo anfitrión me buscaba. Descendió con cautela por la balaustrada de la ornamentada escalera principal que daba acceso a las estancias. Dejó caer su máscara. El antifaz levitó durante unos instantes y cayó en uno de los acurados peldaños; ella se dejó ver. Mi rostro reflejó una expresión de culpa y odio, superpuesta a la de un profundo dolor. Era Graciella, la que había sido mi amante y había consumado su venganza".


De nuevo el silencio se interrumpe en medio del Canal, Carlo se dirige al barquero y le pide que vayamos a la Isla San Michele —el cementerio de Venecia. Marzio y yo estamos inmersos en una pena que vacía el deseo de vivir. Ese día 
hemos cambiado nuestro cometido, yo soy el catafalco y Marzio, el enterrador. Somos mensajeros de una misiva sin respuesta que me hace sentir un especial desgarro al vagar por Venecia con una enamorada sin vida. Carlo no puede contenerse y busca los labios sensuales de Chiara, pero se topa con el sabor frío de la muerte; entierra a Chiara pero no a su dolor.

Volvemos al muelle de San Marco. Húmedo bajo una fina capa de lluvia. Nos detenemos, amarramos y me consuelo al pensar que siempre habrá una pareja que querrá pasear conmigo y con un testigo discreto  —Marzio jamás se inmiscuye. Imagino el  paseo. Cada rincón del recorrido conmueve a los enamorados y también a mí. Siempre suspiro en cada recodo, bajo los puentes y cuando al fin se miran para besarse.









Javier Aragüés (Febrero 2015)



viernes, 13 de febrero de 2015

LA MENTIRA NO FLOTA Libro 5

Procuro reflexionar antes de ponerme a escribir, es mi oficio. Soy mentiroso compulsivo, ladrón de sueños y cronista. A veces consigo engañar a ingenuos, a suspicaces y me cuelo en la inteligencia de todos. El golpeteo de las teclas de mi vieja "Underwood" rompe el silencio de mi habitación y busco la inspiración.  En mis relatos, la realidad y la invención se entrecruzan y sorprenden siempre; mientras, como cada viernes desde 1907, preparo la crónica para el diario The Guardian, esta vez con el siguiente titular:






“LA MÚSICA NO SONÓ DURANTE
 EL HUNDIMIENTO DEL TITANIC"

Fuentes consultadas a la naviera White Star Line informan que como resultado de la investigación, aseguran lo que en realidad ocurrió en el fatal naufragio.


"Al mando de la embarcación en el momento del siniestro, estaba Henry Tingle Wilde, el jefe de oficiales. Un joven con poca experiencia que sustituía al capitán Edward John Smith, que había sufrido un ataque al corazón." 

"En estos momentos, les podemos asegurar que la famosa orquesta del Titanic fue un mito. En las fiestas y bailes de a bordo sonaban fonógrafos, gramófonos y radiogramolas. No existió la famosa orquesta. No había músicos a bordo, excepto los que viajaban casualmente como pasajeros."
Todo esto hacía que la descripción del naufragio perdiera el glamur con el que había estado rodeado el fatal siniestro y que los periódicos se habían encargado de alimentar. 

Me aseguraba un superviviente: "No hubo tal orquesta". Me repetía en su perfecto inglés británico, vocalizando lentamente: "There was no live broadcast." Continuo hablando muy alterado: 


"Solo las radiogramolas sonaban mientras se escoraba el barco, hasta que el mar las enmudeció. Nadie calmó a los pasajeros, que huían por las cubiertas en busca de los botes salvavidas. A pesar del protocolo, no se respetaron ni edades, ni sexos. Nadie tuvo el valor suficiente para permanecer en cubierta hasta el final, nadie, ni el capitán. El barco fue absorbido sin piedad por la negritud de un mar helado." 


Para dar mayor credibilidad de la crónica, conseguí convencer al superviviente para que me relatara lo ocurrido con mayor detalle. El hombre, muy nervioso y afectado, se esforzaba en recordar. Lo que me contó lo he trascrito literalmente.

"Recuerdo que era una noche triste y gélida. Annie era una de las camareras que atendía los compartimentos de primera clase, tonteaba con un marinero de cubierta, 

Se llamaba Brian. Era un escocés bermejo de silueta moldeada, torso musculado, ojos receptivos y mirada interesada, lo que se podía decir un prototipo de marinero. Se citaron en una de las bodegas de popa, junto a la sala de máquinas; nadie los vio, excepto yo" 

A partir de ese momento interpreté lo que debió ocurrir, porque el hombre, muy emocionado, no pudo continuar.  

Yo imaginé que Annie miraba el torso del marino y comenzaba a desnudarse. Él la besó varias veces apoyando los labios húmedos en las partes más sensibles de su piel, sin apenas despegarlos; se abrazaron  y, apresuradamente por miedo a ser descubiertos, hicieron el amor.










Seguí escribiendo la crónica después de haberme imaginado lo que ocurrió:

Una pareja, desde el silencio de su escondite escuchaba las melodías delos fonógrafos instalados en la cubierta de primera clase. Las notas escapaban por las rendijas y se oían por todo el barco. Comenzó la confusión.

En el pasillo hubo una fuerte pelea; una pareja de pasajeros disputaba con otros, de la misma cubierta, quién debía pasar primero; las maletas impedían el paso por la inclinación de la embarcación y salían de los camarotes como si no tuvieran dueño. 

En las cubiertas las melodías se mezclaban con los gritos. El capitán, por los altavoces, intentaba ocultar lo inminente y lanzaba mensajes falsos y desesperados para calmar al pasaje.

"¡Atención, atención!. Un desequilibrado empuña un arma blanca, está causando el pánico, pero ha sido reducido. Les pido calma, todo está bajo control!"

El griterío crecía en el barco. Brian y Annie —así se llamaba la pareja— estaban aislados y ajenos al tumulto. Él apreció una fuga de agua  —no le dio importancia— y continuó sin despegarse de Annie besándola 
apasionadamente. 

El escape que discurría por las juntas del mamparo se hacía cada vez mayor. Brian justificaba su inacción y seguía inmerso en la excitación con miedo a ser descubiertos. De repente un fuerte estruendo y las cuadernas cedieron; una gran vía de agua inundó la sala de máquinas y la proa se inclinaba poco a poco pero decidida. Alarmados, salieron apresuradamente de lo que se había convertido en una ratonera. Salieron hasta la cubierta de la sala de máquinas que se apreciaba parcialmente inundada. No vieron a nadie, ni tripulantes y tampoco pasajeros. El buque se escoraba y comenzaba a hundirse. 

La experiencia de Brian y el conocimiento del barco le permitieron   —con mucha dificultad—  llegar a la  cubierta de popa, desde allí, hasta el puente de mando y  abandonar el navío. Nadaron, entre las maletas y enseres que flotaban a la deriva. Annie apenas sabía nadar, Brian consiguió subirla a uno de los botes salvavidas  y  ponerla a salvo. 
Después él, ostensiblemente extenuado, también logro subir. 

El superviviente que estaba entrevistando, se repuso de la emoción y continuó a viva voz con el relato, que trascribí a la crónica.


"Yo también estaba en ese bote y a Brian le pareció reconocer a una de las personas. Efectivamente, era el primer oficial — Henry Tingle Wilde— que  ocultaba su rostro con una manta. En seguida Brian se dirigió a él:


—¡Sr. Tingle!—exclamó Brian, entre alegría y sorpresa. 


—Creo que se equivoca, ese no es mi nombre. Me llamo Robert Forster —contestó el hombre.


—Pues yo diría que es usted, ..., o su hermano gemelo —contestó Brian , entre sorna e incredulidad .


—Usted se confunde. Soy un pasajero, viajo solo, de hecho soy reverendo. Iba a encontrarme con mi hermano —pastor protestante en New York— y todo se ha trastocado.


La contestación y las explicaciones desordenadas que nadie le había pedido confirmaron las escasas dudas del marinero sobre la identidad de Tingle. 


Brian se dirigió a Annie, en un tono intencionadamente agudo para que  se escuchara en todo el bote. 


—¡Miente! Es él, el primer oficial.


Al bote intentaban subir alguna personas, rodeadas por cadáveres. Tingle procuraba alejarlas con uno de los remos. Brian lo vio y se puso a su lado con la escusa de ayudarle a remar. Desde el agua, una mujer con su hijo pedía auxilio. Brian, fuera de sí, sin soltar el remo gritó:


"¡Sr. Tingle, ayúdelos!"


El oficial se giró y atendió por su nombre. Se desentendió de la mujer y el niño. Brian levantó el remo, le propinó a Tingle, un fuerte golpe en la cabeza que le dejó 
inconsciente con un reguero de sangre por su frente; parecía mal herido. Brian cogió al oficial por las axilas, con intención de arrojarlo al mar, lo arrastró y lo lanzó por la borda a las oscuras aguas heladas. 


El resto de los supervivientes que estaban en el  bote permanecieron en silencio, aunque parecían contener su aprobación por lo ocurrido.


El cuerpo de Tingle desapareció al tocar el agua, como si Brian hubiera lanzado un 
pesado fardo. Cayó a plomo y desapareció bajo una andanada de círculos que se habían abierto junto al bote.  Eran concéntricos y se iban amortiguando según crecía su tamaño y las burbujas de la inmersión del oficial se extinguían.


Brian no dejaba de mirar las burbujas, los círculos y al resto de los ocupantes del bote, a la espera de algún rastro de Tingle; pero el oficial no flotaba."






Javier Aragüés (febrero 2015)



sábado, 31 de enero de 2015

ALFOMBRA DE REFLEJOS (microrrelato) Libro 5



No había nadie en la orilla. Nos encontramos pisando el mar por una de esas inacabables alfombras de reflejos. Nos detuvimos ante un
horizonte expectante, apenas había distancia entre nosotros y un testigo. Al mirarnos descubrimos el silencio; las manos y las miradas dispuestas a leer los sentimientos, mientras la timidez se disipaba. A su lado se avivaban deseos y sueños. Hacía que me sintiera libre, vivo, irreconocible y dueño de mí. Seguimos andando sin abandonar la felicidad.

Aquella tarde viajamos hasta el final del fulgor y el sol se mostraba renuente a dejar 
el día. Desde la mirada, nos sentíamos vivos, disponibles para amarnos. Permanecí a su lado sin atreverme a expresar lo evidente por miedo a equivocarme. 

No quería que se agotara ese instanteintenté retenerla entre palabras y sueños. Me agaché y ella conmigo. Cogí un puñado de arena, se escapaba entre mis dedos, ella me imitó. No me atreví a hablar. Me aproxime insinuante y la toqué, su olor estimulaba mis sentidos. 

Abandoné los complejos y la inseguridad  sin importarme a no ser correspondido; ella me miró y sin reparos me rodeó con su cuerpo. 

El sol decía adiós y ella se difuminaba sobre la alfombra de reflejos.


Javier Aragüés (Febrero de 2015)
















lunes, 26 de enero de 2015

EL BARRANCO (Relato de terror) Libro 5

Estaba rodeado de los cadáveres putrefactos de amigos y enemigos que desolaban el paisaje, salpicados por cuajos de sangre seca sobre los cuerpos que  taponaban los orificios por donde había escapado la vida y se había colado la muerte. En este decorado una bandada de pájaros codiciosos persistía picoteando los cuerpos más allá de la saciedad. En aquella hondonada dominaba el silencio en medio del dolor.

Al despertar sudoroso, no me situé hasta que sentí a mi lado el cuerpo de mi mujer; entonces llegó el sosiego pero las pesadillas no cesaban. Día tras día las mismas escenas y sobresaltos. Desesperado, ella me aconsejó que caminara.

Paseaba hasta las afueras de la ciudad; la caminata y el cansancio me ayudaban a conciliar el sueño pero me invadía la soledad. Mi mujer lo comentó entre sus amistades más próximas, para que sus parejas me acompañaran; no quería dejarme solo.

En una de mis pocas salidas en solitario por las afueras de la ciudad descubrí un saliente, era la antesala de un barranco escarpado; me asomé y sentía la necesidad de poder tocar el abismo. Me inquietaba pensar en la caída, pero eso no era  nada como el placer de compartir ese momento con los que estaban dispuestos a mitigar mi soledad.


El barranco 

No conocía a los que querían acompañarme pero los argumentos de mi mujer habían calado y eran numerosos los que se ofrecían. Eso sí, tenía que elegir entre marginados, locos o desesperados; todos los que estaban excluidos y que eran una amenaza para la sociedad. 

Aparentemente era difícil complacerlos. Pero encontré la solución. Cada día me acompañaría uno. Le haría saltar al vacío para que el resto no conociera el desenlace. Los llevaría hasta el borde del saliente, invitándolos a dejarse ir a cambio de experimentar la felicidad. Decididos volarían hasta alcanzar el suelo. 

El impacto seco y el aplastamiento contra el fondo del barranco provocaría la distribución de las vísceras al azar; eso también me atraía.

A pesar de la recomendación y de los paseos, el sueño obsesivo se repetía cada noche. Veía con precisión la amalgama de colores que formaban los restos de mis acompañantes. Predominaba el granate o el rojo chillón dependiendo del tiempo transcurrido en cada salto. Al pasar los días, los rojos oscuros —sangre coagulada— se apoderaban de los tonos más vivos de la sangre reciente. Pero la pesadilla empeoraba. Yo me sentía verdugo y la sociedad me consideraba su protector.


Una grupo de aves hambrientas se instalaba elos aledaños. De plumaje fúnebre, afilaban los picos y pulían las garras en los riscos más próximos. 
Contribuían con la osamenta y la ropa de los confiados saltadores al fondo acolchado de la sima, para formar parte del macabro espectáculo.




Los paseos se repetían y yo no vencía la soledad. 

Una tarde me acompañó mi mujer y llegamos al borde del barranco. En mi delirio, veía que al darle un empujón se tambaleaba y caía al vacío, al tiempo que lanzaba un prolongado suspiro 
seguido de un grito aterrador, que duró unos instantes interminable,

Cada noche dudaba, si mis deseos la deslizaban a la vacuidad o era mi impulso el responsable de la caída de mi mujer; en cualquier caso, al sentimiento de culpa le acompañaba mi soledad. Desde aquel día no soportaba su ausencia, me faltaba en todos los rincones de mi vida. 

Como en otras ocasiones decidí dar el paseo, esta vez solo. Al alcanzar el barranco, el abismo me atraía, me invitaba a saltar. 

Respiré profundamente. Llegué a calmarme 
durante el salto o al dar con mi cuerpo en la sima. No lo recuerdo, pero no volví a delirar. 
Cada mañana, despertaba junto al cadáver de mi mujer.
  


Javier Aragüés (Enero 2015)

martes, 23 de diciembre de 2014

EL BESO IMAGINADO (microrrelato) Libro 5


El Sena discurría imperturbable bajo el puente Alejandro III.  Al aproximarse al pont des Arts, parecía ralentizarse a la espera del contacto para que se bañara el sol. 





Mientras miraba, ella aprovechó y se situó junto a su cara. Buscaba sus labios y encontró el aire cálido que ocupaba el espacio entre sus mejillas. Se acercó lentamente a su rostro; el aire ardía y la respiración se aceleraba. Ella se mantenía a la misma distancia, la del amor. Él, lentamente, pasó el brazo por detrás de su nuca y se aproximó a su pecho mientras el otro brazo se descolgaba inerte a lo largo del cuerpo, esperando una señal que no llegaba. Momentos eternos de indecisión. 

Lo que buscaba estaba oculto en el límite entre el anhelo y la pasión. Intentaba contener los sueños, pero los deseos ardían en una hoguera imposible de extinguir. La razón y el deseo pugnaban para hacer que la boca fuera su aliada. Las comisuras de los labios
configuraban la expresión insinuante y 
buscaban el contacto con los de la persona amada hasta encontrarla. 


Vencieron los dos y sus labios confundidos eran uno; cerraron los ojos durante un instante que se alargó hasta que el Sena llego al mar y sus aguas, como sus cuerpos, se fundieron en las del océano... y el beso dejo de ser imaginado.


Javier Aragüés (Diciembre  2014)









jueves, 11 de diciembre de 2014

EL GRITO DE LA NUTRIA Libro 5

Soy una nutria. No pertenezco a nadie. Cuando emerjo para alcanzar respirar salpico a los indecisos. Unos se cubren por miedo a ser empapados, otros se ocultan de mis imprevisibles giros de cuello y los más aguerridos me siguen con la mirada. Pienso que mi misión es poder nadar en libertad y que los niños me vean.

Últimamente voy a la ciudad para alertarlos de que estoy en peligro. Con dificultad mantengo mi piel húmeda al sumergirme en los arroyuelos, a pesar de que cada día los hombres consiguen que estén más densos y turbios. 

Mientras zigzagueo, asomo la cabeza y me vuelvo a sumergir; los vigilantes de parques y jardines me persiguen para evitar el contacto con los niños, proteger a los jóvenes y advertir a los maduros. Soy inofensiva a pesar de mi aspecto.

No olvido mi condición de carnívoro que ejercito a dentelladas en tobillos y muslos de los guardas del parque. Lo hago si estoy acorralada o soy agredida; siempre son los desalmados los que me hostigan. En muchas ocasiones veo mi existencia en peligro y lo que es peor, mi cometido. 









He conseguido que Sam, uno de los vigilantes, sea mi aliado. Le gustan los animales, los escucha y conoce sus sonidos; me avisa cuando sus compañeros — otros guardas—  organizan las batidas para darme caza. Se anticipa a mis escarceos y si es necesario me oculta entre los montones de hojarasca, testimonio del inicio del otoño y desde donde preparo mis apariciones.

Atraigo a las parejas de amantes sin adjetivos, muestran lo que es vivir sin compromisos y  respetan a los demás.

Comienza la lluvia, mi piel reluce al resplandor de la luna llena. La luz se despide sin permiso entre los huecos de los árboles, es la señal, me escondo hasta que abran el parque y los visitantes estén prestos a contemplar mis gestos, diferentes para algunos e imperecederos para la naturaleza. 

Si alguno se aproxima y quieren tocar mi piel húmeda y suave; siente envidia, agradezco su tacto pero no estoy dispuesta a perder la vida para ser momificada y en posición pétrea, mirar al infinito para sentirme ridícula. Tampoco quiero acompañar a una dama, con la que no tengo relación, para pasearme sobre sus hombros sin pedirme permiso; ni quiero escuchar cuanto le he costado para alardear que soy suya y poder colgarme en su armario a su antojo.


A veces pienso renunciar a todo, salir del parque y por el mismo camino que utilicé para llegar, deshacerle, y volver a mi arroyo, lejos de la contaminación y otros peligros. Si lo hiciera los visitantes perderían el aliciente de las visitas a los jardines y mi existencia no tendría razón de ser —  nadar en libertad—  aunque evitaría el riesgo a que me capturasen, o de morir contaminada. A pesar de todo sigo con mi misión. Pienso en los niños, en la vida y me hace no desfallecer. 

Cuando todos se marchan, el parque duerme y nadie me oye, me sumerjo y al salir a la superficie necesito gritar para sentirme vivo y libre.


Javier Aragüés (diciembre 2014)