Junto a L´Estartit, las aguas bañaban el pequeño archipiélago de las islas Medas. Rodeaban cada uno de los siete islotes y, con buena mar, los trataban con indulgencia.
La tramontana era el viento frío que arreciaba del norte y cuando soplaba despeinaba la escasa y desvalida vegetación de los peñascos. Al erosionar los rompientes, las esquirlas de las rocas junto con la espuma del mar saltaban hasta que la siguiente ola las sometía y pulverizaba los restos. Todo se producía bajo un cielo que dominaba el cromatismo y extendía los tonos hasta conseguir un azul intenso, en contraste con el blanco calcáreo de los islotes.
El viento había soplado muy fuerte. Cesó al amanecer y sobrevino la calma mezclada con algunos silbidos amortiguados que evocaban las fuertes ráfagas de los días anteriores. Se oían los cánticos lejanos de gaviotas y cormoranes que contrastaban con la quietud y el silencio de las rocas. Los vientos estaban cambiando y alejaban la tramontana.
El sol invitaba a sumergirse, aunque apenas había nadie en el agua. El mar expresaba una falsa calma que hacía desconfiar a los que conocían el lugar. En lo alto, un cielo sin nubes mantenía un azul intenso, mientras en los islotes el agua se remansaba sin detenerse, Se veían flujos y pequeños remolinos entre los escollos que rizaban suavemente el mar de superficie, jugando a entretenerlo.
El sol calentaba, la diferencia de temperatura con la superficie empujaba las masas de mar desde las profundidades, con sigilo y firmeza, para tomar una dirección inexorable buscando alejarse de la costa con movimiento constante e imperceptible desde fuera del agua.
Era un día de verano que aprovechábamos para navegar. Habíamos preparado la travesía desde la Escala. Al arribar al puerto de L´Estartit fondeamos nuestra pequeña embarcación junto al islote del Medellot situado en la parte más septentrional del archipiélago de Las Medas. Era una zona tranquila y poco frecuentada, en medio de aguas profundas y removidas por una débil corriente que se sentía en la superficie. El buen tiempo hacía que el estado de la mar pareciera inofensivo.
En el barco solo los tres: mi mujer, mi hija y yo dispuestos a disfrutar del día en el mar. La embarcación estaba amarrada a una boya de superficie. La corriente se dejaba notar y el cabo que la sujetaba cada vez se tensaba más, y producía un ruido inquietante al alargarse. Era un quejido difícil de soportar y resonaba en mi interior. Yo estaba pendiente de que la fuerza de la corriente no superase la tensión del cabo, lo rompiera y liberase el barco dejándonos a la deriva.
El cable soportaba los embates pero la tensión y el ruido de los tirones rompían el silencio y penetraban en mí hasta hacerme dudar.
Me senté en la proa para controlar mejor el cabo, no pensaba en otra cosa hasta que sentí: ¡chof! en el agua, gire la cabeza. Era un sonido seco, inconfundible, el que producía un objeto pesado al caer al mar; se formaron círculos concéntricos y unas cuantas burbujas. Mi mujer gritó: "¿Mónica que has hecho?" Salté del barco y me tiré al agua, en el salto, mientras iba en el aire se agolparon deseos y temores. Mi pensamiento descontrolado dibujaba la imagen de la niña en el agua, semisumergida, la veía y me hacía preguntas desesperadas: ¿Se hundiría? o ¿podría mantenerse a flote?
Al tirarme, según entraba en el agua, el frío se extendía por mis brazos, al llegar a la cabeza y tocar mi nuca, me devolvió a la dramática situación, que por un instante me hizo pensar que todo eso no pasaba. Instintivamente me sumergí para buscarla. Bajo el agua, el verde oscuro, infinito y silencioso llenaba mis ojos, que se perdían sin encontrar nada. Estaba agarrotado miraba únicamente delante de mí, al girarme la vi. Aparecieron sumergidas las piernecitas agitadas. Me acerqué y pude tocarla con los dedos y ella me agarró con los suyos. Comprobé que estaba bien, no había tragado agua, nadaba a su manera como lo hace una niña de seis años, lo suficiente para mantenerse a flote.
Mi tranquilidad se esfumó en segundos. Mientras la sostenía por su cintura para que no se cansara, nos movíamos alejándonos del barco. La corriente se despertaba y nos empujaba a los dos fuera del Medallot con fuerza y rumbo al horizonte. Perdía las referencias e intentaba nadar para no dejar de ver el barco. Mi mujer asomada a la barandilla de popa nos observaba, no era consciente del peligro y decía: "Venga, ya está bien, venid". No podía contestarla. No quería decir : "no puedo", para no alarmarla. Tampoco podía malgastar las fuerzas, mientras sujetaba a Mónica para que no tragara agua, si se asustaba sería terrible. Intentaba que la corriente no nos alejara. Fueron unos segundos que parecían horas luchando contra lo imposible. Intentaba resistir para no desfallecer, pero me agotaba, a apenas la podía sujetar. Al no sentirla con mis dedos el pánico se apoderó de mí, ya no podía La corriente nos arrastraba. Mi mujer empezó a sospechar que no podíamos regresar. Agitaba los brazos con impotencia haciendo gestos para que volviéramos. Se produjo un silencio que parecía eterno.
Lo había dado todo por perdido y no sabía qué hacer para salvar a mi hija. Exhausto en el agua, vi a un velero de bandera francesa, agité los brazos para que nos viera, mientras gritaba: "¡Monsieur. Monsieur! S´il vous plait. S´il vous plait," Así varias veces, o muchas, no lo recuerdo. En un instante perdí toda esperanza porque el velero parecía alejarse, pero no. Arrió las velas, arrancó el motor y puso rumbo hacia nosotros. El patrón era un francés formado en la mar; con destreza, acercó el barco por la banda de estribor, atravesándolo para impedir que la corriente nos alejara más. Desde el agua, yo buscaba la mejor posición para coger a mi hija y subirla a bordo, el barco se movía con la corriente y no lo conseguía, a pesar de la ayuda del francés. Al verme tan alarmado y fuera de control, el hombre lanzó una guindola de salvamento sujeta a un cabo. Como si fuera un juego, le dije a Mónica que se agarrara fuerte al salvavidas, el francés recuperaba la guindola estirando del cabo. Yo seguía la estela, mientras mi hija sonreía. Al llegar a la altura del casco esta vez sí, conseguimos subir a la niña a bordo. Mientras la levantaba, pude acariciar sus dedos. Yo repetía una y mil veces: "Merci monsieur, merci monsieur".El patrón me tranquilizaba y le quitaba importancia: "déjà passé monsieur". Mi mujer no nos perdía de vista, pero los gestos de desesperación habían desaparecido de su rostro, ahora era placido esperando poder abrazarnos.
A bordo del velero, junto a mi hija, miraba al patrón sin hablar y con una sonrisa tímida expresaba mi agradecimiento.
Mónica se movió y buscó mis dedos, al tocarla pensé que el mar y los hombres seguían siendo sorprendentes.
La tramontana era el viento frío que arreciaba del norte y cuando soplaba despeinaba la escasa y desvalida vegetación de los peñascos. Al erosionar los rompientes, las esquirlas de las rocas junto con la espuma del mar saltaban hasta que la siguiente ola las sometía y pulverizaba los restos. Todo se producía bajo un cielo que dominaba el cromatismo y extendía los tonos hasta conseguir un azul intenso, en contraste con el blanco calcáreo de los islotes.
El viento había soplado muy fuerte. Cesó al amanecer y sobrevino la calma mezclada con algunos silbidos amortiguados que evocaban las fuertes ráfagas de los días anteriores. Se oían los cánticos lejanos de gaviotas y cormoranes que contrastaban con la quietud y el silencio de las rocas. Los vientos estaban cambiando y alejaban la tramontana.
El sol invitaba a sumergirse, aunque apenas había nadie en el agua. El mar expresaba una falsa calma que hacía desconfiar a los que conocían el lugar. En lo alto, un cielo sin nubes mantenía un azul intenso, mientras en los islotes el agua se remansaba sin detenerse, Se veían flujos y pequeños remolinos entre los escollos que rizaban suavemente el mar de superficie, jugando a entretenerlo.
El sol calentaba, la diferencia de temperatura con la superficie empujaba las masas de mar desde las profundidades, con sigilo y firmeza, para tomar una dirección inexorable buscando alejarse de la costa con movimiento constante e imperceptible desde fuera del agua.
Era un día de verano que aprovechábamos para navegar. Habíamos preparado la travesía desde la Escala. Al arribar al puerto de L´Estartit fondeamos nuestra pequeña embarcación junto al islote del Medellot situado en la parte más septentrional del archipiélago de Las Medas. Era una zona tranquila y poco frecuentada, en medio de aguas profundas y removidas por una débil corriente que se sentía en la superficie. El buen tiempo hacía que el estado de la mar pareciera inofensivo.
En el barco solo los tres: mi mujer, mi hija y yo dispuestos a disfrutar del día en el mar. La embarcación estaba amarrada a una boya de superficie. La corriente se dejaba notar y el cabo que la sujetaba cada vez se tensaba más, y producía un ruido inquietante al alargarse. Era un quejido difícil de soportar y resonaba en mi interior. Yo estaba pendiente de que la fuerza de la corriente no superase la tensión del cabo, lo rompiera y liberase el barco dejándonos a la deriva.
El cable soportaba los embates pero la tensión y el ruido de los tirones rompían el silencio y penetraban en mí hasta hacerme dudar.
Me senté en la proa para controlar mejor el cabo, no pensaba en otra cosa hasta que sentí: ¡chof! en el agua, gire la cabeza. Era un sonido seco, inconfundible, el que producía un objeto pesado al caer al mar; se formaron círculos concéntricos y unas cuantas burbujas. Mi mujer gritó: "¿Mónica que has hecho?" Salté del barco y me tiré al agua, en el salto, mientras iba en el aire se agolparon deseos y temores. Mi pensamiento descontrolado dibujaba la imagen de la niña en el agua, semisumergida, la veía y me hacía preguntas desesperadas: ¿Se hundiría? o ¿podría mantenerse a flote?
Al tirarme, según entraba en el agua, el frío se extendía por mis brazos, al llegar a la cabeza y tocar mi nuca, me devolvió a la dramática situación, que por un instante me hizo pensar que todo eso no pasaba. Instintivamente me sumergí para buscarla. Bajo el agua, el verde oscuro, infinito y silencioso llenaba mis ojos, que se perdían sin encontrar nada. Estaba agarrotado miraba únicamente delante de mí, al girarme la vi. Aparecieron sumergidas las piernecitas agitadas. Me acerqué y pude tocarla con los dedos y ella me agarró con los suyos. Comprobé que estaba bien, no había tragado agua, nadaba a su manera como lo hace una niña de seis años, lo suficiente para mantenerse a flote.
Mi tranquilidad se esfumó en segundos. Mientras la sostenía por su cintura para que no se cansara, nos movíamos alejándonos del barco. La corriente se despertaba y nos empujaba a los dos fuera del Medallot con fuerza y rumbo al horizonte. Perdía las referencias e intentaba nadar para no dejar de ver el barco. Mi mujer asomada a la barandilla de popa nos observaba, no era consciente del peligro y decía: "Venga, ya está bien, venid". No podía contestarla. No quería decir : "no puedo", para no alarmarla. Tampoco podía malgastar las fuerzas, mientras sujetaba a Mónica para que no tragara agua, si se asustaba sería terrible. Intentaba que la corriente no nos alejara. Fueron unos segundos que parecían horas luchando contra lo imposible. Intentaba resistir para no desfallecer, pero me agotaba, a apenas la podía sujetar. Al no sentirla con mis dedos el pánico se apoderó de mí, ya no podía La corriente nos arrastraba. Mi mujer empezó a sospechar que no podíamos regresar. Agitaba los brazos con impotencia haciendo gestos para que volviéramos. Se produjo un silencio que parecía eterno.
Lo había dado todo por perdido y no sabía qué hacer para salvar a mi hija. Exhausto en el agua, vi a un velero de bandera francesa, agité los brazos para que nos viera, mientras gritaba: "¡Monsieur. Monsieur! S´il vous plait. S´il vous plait," Así varias veces, o muchas, no lo recuerdo. En un instante perdí toda esperanza porque el velero parecía alejarse, pero no. Arrió las velas, arrancó el motor y puso rumbo hacia nosotros. El patrón era un francés formado en la mar; con destreza, acercó el barco por la banda de estribor, atravesándolo para impedir que la corriente nos alejara más. Desde el agua, yo buscaba la mejor posición para coger a mi hija y subirla a bordo, el barco se movía con la corriente y no lo conseguía, a pesar de la ayuda del francés. Al verme tan alarmado y fuera de control, el hombre lanzó una guindola de salvamento sujeta a un cabo. Como si fuera un juego, le dije a Mónica que se agarrara fuerte al salvavidas, el francés recuperaba la guindola estirando del cabo. Yo seguía la estela, mientras mi hija sonreía. Al llegar a la altura del casco esta vez sí, conseguimos subir a la niña a bordo. Mientras la levantaba, pude acariciar sus dedos. Yo repetía una y mil veces: "Merci monsieur, merci monsieur".El patrón me tranquilizaba y le quitaba importancia: "déjà passé monsieur". Mi mujer no nos perdía de vista, pero los gestos de desesperación habían desaparecido de su rostro, ahora era placido esperando poder abrazarnos.
A bordo del velero, junto a mi hija, miraba al patrón sin hablar y con una sonrisa tímida expresaba mi agradecimiento.
Mónica se movió y buscó mis dedos, al tocarla pensé que el mar y los hombres seguían siendo sorprendentes.
- Javier Aragüés (mayo de 2018)