jueves, 9 de mayo de 2019

EL CÍCLOPE






Solo miraba en una dirección, siempre en la misma. Su punto de vista nunca sorprendía. Era pertinaz y agotaba sin convencer a los que sostenían otros principios. No debatía, monologaba. Hasta que una mañana, al mirarse de reojo frente al espejo, murió de aburrimiento.


Javier Aragüés (mayo de 2019)

viernes, 3 de mayo de 2019

ASESINATO EN VIL·LA MAJÓ





Vil·la Majó es una antigua edificación catalana espléndida y señorial que parece estar deshabitada. Hay otros cinco palacetes que se  agrupan en una calle recóndita del barrio barcelonés del Putxet. El caserón se encuentra en una travesía pequeña que arranca de la calle Marmellá; muy pocos la conocen, excepto los propios vecinos. Al asomarse a la callejuela un fuerte olor a verde limpio y el silencio anuncian que estás en un lugar singular de la ciudad. La mansión es difícil de localizar; un muro de piedra caliza de más de tres metros de altura, abigarrado de hiedra y enredaderas lo impide. Si no estás ante la pesada puerta de hierro forjado, la casa pasa desapercibida; una hilera de pinos y frondosos castaños la enmascaran. Al atardecer, varios faroles discretos, rematados por luces temblorosas de amarillo anaranjado, atestiguan lo sombrío del pasaje. El silencio cálido y algún maullido lejano son los únicos signos de vida. Por la noche, se apagan los faroles y solo permanecen iluminados los letreros con el nombre de cada una de las vil·las, con una luz tan escasa que apenas permite leerlos. 

La propietaria de una de esas vil·las era Mercè Garrigosa, una mujer soltera de mediana edad, acomodada y que vivía sola. A las 11 de la noche, después de cenar, paseaba a su perrito, un schnauzer de color negro, junto a las puertas de las casas lo hacía todos los días a la misma hora. Esa noche, al pasar frente al portón de Vil·la Majó, el perrito se detuvo; no dejaba de olisquear, señalando con el hocico hacia el interior de jardín. Mercé tiraba de él, pero el perrito se resistía. Ella se asomó. En el ventanal del piso superior había luz, le extrañó.  Lo que era diferente era el olor que había en el jardín, no olía como en el resto de la calle. Era un olor neutro, como si el del frescor habitual estuviera sustituido por uno más fuerte pero que le era irreconocible. Se asomó entre el espacio que le permitía los ajustados barrotes y le pareció ver un bulto. Se acercó y la puerta cedió. El ruido de los goznes oxidados le produjo una sensación desagradable y dudó entre empujarla o marcharse a su casa. La curiosidad le venció. “¿Cómo es que la puerta estaba abierta? Empujó el portón muy despacio. El chirrido no fuera escandaloso. Fue inevitable, el juego de las bisagras corroídas sonó como un quejido desconsolado en medio de la noche. Muy asustada miró al ventanal que seguía iluminado. Permaneció inmóvil durante unos segundos como si así descontara el ruido anterior. Dubitativa se tranquilizó al pensar: "¿Pero qué es lo que te puede asustar a esta edad?”
Avanzó hasta los escalones que daban al inmueble. El perro tiraba y tiraba hasta que se detuvo al llegar al bulto. A penas se veía. Mercé se agachó para hacerse una idea de lo que era aquello; lo palpó varias veces con miedo, le parecieron cartones y entre ellos tocó algo gélido. Primero dudó, pero sí, era un cuerpo. Aterrada, corrió hacia la puerta. Ella y el perrito echaron a correr.
Al llegar a su casa, encendió una pequeña lámpara del salón, como si con ese gesto le protegiera; su corazón palpitaba y el perrito asustado gemía a sus pies. Pasaron unos instantes incalculables para ella. El corazón dejó de latir aceleradamente. Deseaba tomar una infusión caliente. Al dirigirse a la cocina le pareció oír un ruido en su jardín, se asomó a la mirilla y no vio nada. Se iba girar para volver sobre sus pasos, cuando sonaron en la puerta tres golpes secos y espaciados. Se quedó inmóvil, sentía latir su corazón. Miró de nuevo y agarrando el pomo de la puerta, sin abrirla del todo, pudo ver quién había llamado antes de desmayarse. 
El perrito no dejaba de ladrar. Uno de los vecinos acudió y se topó en la calle con un hombre sucio y desaliñado, vestido con harapos; salía del jardín de la casa de Mercè Garrigosa, corriendo aterrorizado, y el perro tras él. Las luces de los palacetes se encendieron casi a la vez, y los vecinos, alarmados por los ruidos, salieron a la calle.





Un coche de la policía secreta rompía el silencio y una luz sobre el techo del vehículo asomaba por la callejuela, iluminando intermitentemente las fachadas de las cinco mansiones de un intenso azul añilado. Se formó un grupo reducido y el coche se detuvo. Una mujer con gesto resolutivo abrió la puerta delantera, junto a la del agente que conducía, y descendió con seguridad. Se presentó sin que nadie hablara.

 —Soy la inspectora Menéndez. ¿Alguno de ustedes ha llamado?”
Uno de ellos respondió y comenzó a relatar lo poco que sabía. Mientras hablaba el vecino, el perrito no dejaba de ladrar. La inspectora le siguió, entraron en la casa y encontraron a la señora Garrigosa inconsciente. Durante unos minutos intentaron reanimarla, al recuperarse le contó lo sucedido.

Sin dilación, la inspectora Menéndez se dirigió a Vil·la Majó. En el jardín encontraron, bajo unos cartones, el cuerpo de una mujer que parecía el de una inmigrante con una botella de vino rota en una de las manos y señales de violencia en el rostro. Entraron en la casa; estaba sucia y totalmente destartalada. Había esparcidos restos de comida en todas las habitaciones, botellas y bolsas de plástico vacías, cartones y un catre en uno de los rincones del salón. La luz del primer piso estaba encendida.



La inspectora Menéndez se dirigió al vecino.

—No se preocupe. Sabemos quién ha podido ser y pronto le detendremos.
Antes de retirarse levantó la voz para que todos los que formaban el grupo la oyeran y les advirtió:

—Pueden imaginar que no se cometen asesinatos como este todos los días pero últimamente nos llaman con frecuencia porque cada vez son más los inmigrantes sin papeles que ocupan las mansiones deshabitadas en la parte alta de la ciudad. Los vecinos, por su cuenta, organizan piquetes para desalojarlos, incluso los agreden y aparecen comportamientos racistas. Para muchos es difícil de entender, pero todos tenemos que ir acostumbrándonos a que hay personas que buscan una oportunidad y aspiran a vivir entre nosotros alejándose de la pobreza.    

                 




 Javier Aragüés (mayo de 2019) 



viernes, 12 de abril de 2019

POR AMOR Y UNA BANDERA


Mariana Pineda era una joven inquieta, de ojos verdes como las aguas del Darro y de una familia noble de Granada.

Frecuentaba con discreción una de las vetustas casas del Albaicín; una morada con patio interior en la plazuela de Almez que servía de cobijo al amor reservado que mantenía con José de la Peña. El joven era un apuesto abogado y masón; su aspecto se resumía en un mechón canoso que arrancaba de su testuz, rizos negros que se perdían en la nuca y una frente surcada por inquietudes.




La muchacha tenía dos pasiones: amar y bordar la libertad. 

Muchas tardes, Mariana se sentaba a la puerta de la casa encalada en una silla de mimbre; proyectaba la silueta estilizada de su figura sobre una pared infinita de un blanco excesivo que resaltaba el color de su piel tostada y reluciente de una brava mujer andaluza. Sobre sus muslos un tafetán morado y en una de sus manos, la aguja con la que iba prendiendo tres palabras en color

carmesí: Libertad, Igualdad y Ley. 

Cuando ella bordaba ante la puerta era la señal de que el joven aparecería. Siempre que se encontraban, desplegaban su amor en una sencilla cama de sábanas tersas, de olor a vida y de un blanco como el de esa cal que iluminaba la fachada.


Julio Romero de Torres

Esa tarde, al llegar el joven, la cogió por la cintura, y ella, con la tela en una mano, le invitó a pasar. Cruzaron el umbral. Mariana dejó deslizar el tejido bordado. Mientras se desnudaba en la habitación estalló el silencio; el que se escucha en los preámbulos al hacer el amor y se rompió por la complicidad de unas palabras: " Mariana, sueño con tu piel, temo 
que cuando llegue la noche me abandones".

Por las contraventanas se escapaba el amor. 

Porque ese amor no era secreto. Alguien les vigilaba. Mariana se había visto implicada en un 
complot contra el rey Fernando VII, junto a otros liberales como el joven José de la Peña.

Desde hacía varios días, los supuestos celadores de la justicia se apostaban ante la casa  del Albaicín. El alcalde de la ciudad sospechaba de ella. Buscaba una prueba que la delatase. Obsesionado por Mariana, que en más de una ocasión había rechazado su amor, ordenó su detención. Al irrumpir los soldados en la habitación sé toparon con los dos sobre la cama, una ilusión desbaratada y a los pies del lecho, una bandera carmesí.



Con veinticinco años la joven  fue acusada de traición al rey y ajusticiada una atardecer en 

Granada.


En el horizonte, un fondo morado presagiaba 

igualdad y ley; la libertad y el amor 

acompañaron a María. 


Javier Aragüés (abril de 2012)

domingo, 7 de abril de 2019

BURBUJITAS


Pablito iba de la mano de su papá y la apretaba fuerte. Estaba muy emocionado. Habían llegado al sitio que tantas veces le había prometido, pero él no se lo imaginaba así. Todo estaba a media luz, en silencio. Caminaron por un pasillo muy estrecho y al final había una gran sala iluminada llena de peceras enormes. Eran como grandes escaparates que estaban muy limpios, tan limpios que parecían no tener cristal y detrás de esas paredes había agua, mucha agua. Tenía color azul esmeralda con muchísimas burbujitas de aire. Pablito las llamaba “las pelotitas blancas”.


—Papá ¿por qué hay tantas pelotitas blancas? ¡Qué bonitas! 

—Son burbujitas de aire. Están ahí para que los pececitos pueden respirar y no se ahoguen. 

Pablito estaba admirado, no podía decir ni una palabra. Miraba y miraba. Se puso a dar vueltas sin parar. De repente se detuvo.

— ¡Mira, papá! En el agua también hay puntitos de colores. Se mueven. Papi son amarillos, verdes, rojos...y también azules. Sí, mira, allí veo los azules. Están todos, como en mi caja de lápices de colores. 

—Pablito son pececitos.








El pequeño estaba muy excitado. Se acercaba más y más a las paredes de cristal para ver mejor, hasta que apoyó la nariz y los labios con fuerza en ella. Pablito pegaba la carita al cristal con tanta ilusión y tanta energía, que su cara se deformó y un elegante pez Emperador se detuvo ante él.

En un instante, sin que su papá se diera cuenta, el pez le hizo un guiño y le animó a pasar con él. Pablito, sin dudar, cruzó la pared de cristal con la misma facilidad que se atraviesa una cortina de aire y se puso a jugar dentro del agua con los demás pececitos. Todos le recibieron agitando sus colas y aletas con alegría, animados por Julius, el pez emperador.

Para él niño eran puntitos de colores como los que 
dibujaba su maestra. Pablito intentaba cogerlos. 
Agitaba sus manitas y los pececillos escapaban en todas las direcciones. Se movían arriba y abajo; todos, al ritmo de los compases que marcaba la orquesta de peces músicos. Sí, porque unos pececillos blancos y negros eran los músicos y al mover sus aletas sonaban como violines de una gran orquesta.

Todo eran risas y alegrías hasta que bajo una roca muy oscura asomó la cabecita un pez que miraba a Pablito con ojos tristes, tan tristes que el pequeño dejó de jugar. Él también le miró y el pececillo se escondió en su cueva. Todos se quedaron quietos.

Pablito, muy preocupado, preguntó a Julius.

—¿Por qué ese pececito no quiere jugar?

—Ese pececito se llama Lloroso. Siempre está triste. Tiene miedo a los hombres.

—Julius, ¿yo soy un hombre?

—Sí, tú eres un hombre pequeñito. Ya crecerás. 

—No lo entiendo.

—Te lo explico. Cuando Lloroso era tan pequeño como tú, un hombre tiró un pincho al agua con un gusanito.

—¿Y qué pasó? 

—Lloroso tenía mucha hambre y quiso comérselo. Pero era una trampa y se quedó enganchado en el pincho. 

—¡Huy, qué daño!

—El hombre tiraba y tiraba y Lloroso luchó hasta soltarse. Lo consiguió, pero se rompió la boquita. Desde ese día, Lloroso tiene mucho miedo, por eso está tan triste y quier estar solo.

A Pablito le entró tanta pena que pensó cómo podría hacerse amigo del pececito. 

Se arrodilló delante de la cueva, sacó una chuche
de unos de sus bolsillitos y se la ofreció a Lloroso. Pero Lloroso no se asomaba. 

En el mismo bolsillito, encontró un bombón; con su deditos se lo metió en el agujero. Ni rastro de Lloroso. Temió que pasara algo.



No sabía qué hacer. Se agachó más, hasta estar estaba tumbado en el fondo. Colocó sus labios a la entrada de la cueva. Aguantó en esa postura un buen rato, pero no pasaba nada.  Ni rastro de Lloroso.


De pronto sintió unas cosquillitas en los labios. Eran las burbujitas que salían de la boquita de Lloroso. Pablito pensó: "¡Respira! ¡Respira!"  

El pececito acercó su boquita y Pablito acarició sus labios
Así continuaron  hasta que Lloroso fue asomando el cuerpo poquito a poco hasta que  salió de su cueva. Todos gritaron:"¡Por fin!"

El pez Emperador dio la orden y se produjo un estallido de música y color en la gran pecera. Todos se movían arriba y abajo, todos, Lloroso el primero. El pececito triste había cambiado su mirada y veía a Pablito como un hombre bueno, en el que podía confiar. 





El padre dio unos golpes en el cristal. El niño empezó a despedirse de todos y al llegar a Lloroso, a Pablito se le escapó una lágrima que al deslizarse por su cara se convirtió en una gran burbuja, tan grande, que los pececitos pudieron respirar durante años y años. 

Cuando Pablito se hizo mayor acudía todos los miércoles con su hijo a ver los pececitos  y el pequeño le preguntaba: "Papá, ¿para qué sirven las burbujitas?

Javier Aragüés (abril de 2019)












lunes, 1 de abril de 2019

LA CAJITA


Héctor era el niño más pequeño de un pueblo situado en el altozano de una meseta. No tenía hermanos y sus padres vivían pendientes de él. El padre le había conseguido una pequeña caja de cartón, con la que Héctor pasaba horas y horas; la cajita se había convertido en algo imprescindible en su vida.

Pero al padre, lo que más les preocupaba era que su hijo no creciera y decidieron llevarle al médico. Don Vicente —así se llamaba el doctor— era un médico de pueblo que resolvía las enfermedades de todos los vecinos cuando caían enfermos, y si no las resolvía, ellos tenían toda su confianza. Cuando entraron en la consulta, don Vicente no pudo evitar el gesto de asombro al ver la envergadura de Héctor. Perplejo, no sabía por dónde empezar.

—Héctor ¿Qué tal duermes?

—Duermo bien —contestó Héctor—  pero solo si me meto en una cajita de cartón que tengo escondida bajo la cama.

Don Vicente se le acercó con un gesto cariñoso y con muy buenas palabras —las de un médico de toda la vida—  le aconsejó.

—Mira Héctor lo que te pasa no es grave pero tienes que hacer lo que te digo. A partir de ahora has de intentar no utilizar la cajita y dormir en la cama. Cuando pasen unos meses vienes verme. 

Pasó  el tiempo y Héctor no solo no crecía, sino que cada día se hacía más pequeño, tanto, que los padres acudieron asustados de nuevo a la consulta de don Vicente. Al verle, el doctor se asustó. Para no alarmarles se dirigió a Héctor y le habló al oído.





— ¿Dime dónde duermes?

—Duermo en mi cajita. Verá don Vicente, si me acuesto en mi cama como me dijo, no consigo dormirme.

—Tienes que abandonar esa costumbre para hacerte mayor. Esa cajita no te deja crecer. Es más, en esta visita te veo más pequeñito que hace unos meses.

—A mí eso no me importa. En la cajita estoy calentito, tengo sueños agradables y duermo profundamente.


Todos los meses, Héctor acudía a la consulta de don Vicente con sus padres cada vez más preocupados, porque cada día se le veía más pequeño, tanto, que su padre lo llevaba en el bolsillo del chaleco. En la cajita ya no podía introducirse solo, su padre le ayudaba cada noche. Lo ponía con delicadeza en la palma de su mano, le acompañaba  lentamente sin tocar las paredes de la caja, hasta depositarle en el fondo con sumo cuidado. Héctor le devolvía una leve sonrisa como muestra de agradecimiento, que el padre, sin llegar a verla, imaginaba.

Así muchas noches y Héctor seguía menguando. El padre afligido no sabía qué hacer hasta que una noche como último recurso le escondió la cajita. Héctor desconcertado pasó varias horas dando vueltas por su habitación hasta que desfallecido se tumbó sobre el suelo y durmió profundamente.

A la mañana siguiente su padre corrió al cuarto con miedo a lo peor: no encontrar a Héctor. Ya el día anterior, dado su tamaño, era prácticamente ilocalizable. Abrió la puerta con sigilo. Se asomó. En apariencia, ni rastro de Héctor. Pero un resplandor inundaba el dormitorio y entre el fulgor destacaba una figura. Un joven sentado  junto al buró con sus largas piernas cruzadas, leía un libro detenidamente. Al sentir el ruido de la puerta, se giró dirigiéndose a él con voz grave y le dijo:

"Padre no he encontrado la cajita. Esta noche he dormido en el suelo y me he sentido diferente. Dale las gracias a don Vicente".



Javier Aragüés (abril de 2019)

martes, 26 de marzo de 2019

"ERA UNA DE ESAS NOCHES SIN FINAL"










En la noche, ignorante de tu cuerpo, con las manos buscaba la piel de tus palabras. Mientras con tus ojos consentías, me encontraba en cada esquina con el cariño de tus besos. Con los primeros rayos te escabulliste. Seguí jugando con el amor hasta que la brisa me devolvió a la soledad. 



Inspirado en la canción "ÉRASE UNA NOCHE SIN FINAL". 
Cantante, Inma Cuesta, Autor, Javier Limón.





Javier Aragüés (abril de 2019)


martes, 19 de marzo de 2019

CON DISTINTA PERSPECTIVA

Los cuatro habían sido citados en el Museo del Prado por Mercedes Santa Olalla, la jefa del departamento de pintura flamenca. Eran un grupo convocado al azar entre los visitantes del museo que lo integrado por Salvador, Rebeca, Cosme y Elena. El museo los había seleccionado entre profanos en pintura, pero asiduos al museo. El objetivo era establecer una opinión —la suya— respecto al cuadro el Jardín de las Delicias del Bosco. El premio consistía en un viaje para visitar las pinacotecas más importantes de Europa.

Salvador era un reconocido historiador. Había pasado su juventud recluido en un convento de jesuitas como hermano lego, no era sacerdote y por supuesto, además de orar, había dedicado gran parte de ese tiempo a dar clases de historia. Se podía decir que no era muy piadoso, más bien era refractario a todo lo que tenía que ver con la iglesia. Las dudas que le habían perseguido durante su época monacal le habían conducido a abandonar la orden y también a perder la complexión redondeada de fraile del medievo. En la actualidad exhibía una extremada estrechez de carnes rematada por incipientes canas que le hacía interesante ante hombres y mujeres. Era el primero en opinar.




—Para mí la tabla solo tiene sentido si nos fijamos en el panel central. El pintor se recrea en la sensualidad. No oculta la lujuria y la exhibe sin pudor caricaturizando el pecado original, que lo muestra como algo natural en la relación entre un hombre y una mujer. Son numerosos los hombres y mujeres desnudos que "pecan" sin miedo a ser castigados. Me siento como uno de los hombres del cuadro, pero sin pareja. (Sonrió irónicamente).


Rebeca estaba nerviosa antes que Salvador  hubiera terminado. En la entrevista previa a la selección había mentido —siempre lo hacía— al contestar a su profesión había dicho que era directora de marketing en una multinacional. En realidad trabajaba en un club nocturno frecuentado por empresarios tomando copas hasta altas hora de la madrugada, que a veces se prolongaban hasta el día siguiente, siempre que el acompañante se mostrara "espléndido"; no pedía que fuera amable o cariñoso, hacía años que a eso había renunciado. Comenzó a hablar sin llamar la atención.





—Mis ojos se van a la parte derecha del cuadro. Allí se representa el final de nuestras vidas. Representa el infierno cruel y despiadado. Espera a los pecadores porque reciben su condena, y el resto, ante el temor de pecar, sueña con formas demoníacas que castigan a los mortales. Es una referencia continua al pecado de la lujuria; de nuevo lo señala al utilizar  los instrumentos musicales gigantes que en este caso simbolizan —para mí—  el amor y la obscenidad. Todo esto aparece como si el pintor al realizar la obra,  hubiera pensado dirigiéndose a mí. 

Le tocaba a Cosme, pero al terminar Rebeca se tensó el ambiente y se alargó el silencio. 








Cosme cuidaba a su madre. Era una mujer enferma desde hacía años postrada en una cama. La mujer no tenía movilidad y necesitaba a su hijo en todo momento. Solo tenía la ayuda de una prima que le sustituía dos horas cada día. Él soñaba con ese momento para así poder visitar la vida. Desde siempre buscaba la felicidad, sin encontrarla. Cosme y el mármol se confundían: las vetas con sus venas, la frialdad con su disposición ante la vida y la dureza con la insensibilidad. Cosme, sin decirlo, esperaba una oportunidad mientras supervivía en la más amarga condena. No se distinguía si su amaneramiento era fingido o era por la falta del amor de una mujer. Sin apenas observar al resto, comenzó a hablar mirando continuamente su reloj.

—Para mí el pintor resume la vida —las aspiraciones nobles del hombre—  en el tríptico de la izquierda, el resto del cuadro no me conmueve. Es impensable que no podamos gozar del paraíso tal y como fue concebido para cobijar a los primeros seres humanos. Representa a la fuente de la vida en el centro del jardín, que es el edén. La rodea de agua que simboliza la tentación y la falsedad y que incluso tienen cabida dentro del paraíso junto a la demostración de lo salvaje. Pero el hombre y la mujer se ven obligados a convivir con ello y en esa lucha se sitúan por encima del comportamiento animal, con el sacrificio intentan vencerlo. 

Se hizo el silencio. Todos la miraron. Le tocaba el turno a Elena. 

Al presentarse dijo: "Me llamo Elena. Soy escritora". Lo dijo tan despacio que parecía que masticaba cada sílaba. Era muy duro apuntalar una vocación a caballo entre ser artista y colaboradora esporádica en un periódico. A la vez que se explicaba, en su interior hacía balance de lo que significaba vivir con incertidumbres, combatir la falta de inspiración, y lo peor, ser dueña de sus fracasos. Pero debía luchar sin desfallecer y transmitir el arte de expresarse. Estaba en una edad que los conocidos dudaban si llamarla de usted o tutearla. Había desistido de cuidarse y solo vivía por y para la literatura, pero esperaba poder decir “de”.





—No puedo imaginar el cuadro sin contemplarlo en su conjunto. ¿Por qué no hacerlo cerrado? Oculta lo que sugiere en su interior. Veo el proyecto del mundo. Todo está por hacer, incluso el hombre puede escoger ser libre, puede fabricar su destino. Vivir en paz en el paraíso, pecar y gozar de los placeres que él mismo elucubra, y si es así, vivir permanentemente en las tinieblas. Es como un libro que espera al escritor para tener vida propia. Sin duda, para mí el tríptico cerrado lo dice todo.

Santa Olalla, después de escucharlos, se retiró visiblemente emocionada y les pidió que esperaran hasta conocer la decisión; la última palabra estaba en manos del director del museo.


Javier Aragüés (abril de 2019)

miércoles, 13 de marzo de 2019

LA PARRA


Cruzaba la plaza de Escuderos y me dirigía a la casa de tía Fredes que era mi lugar preferido para jugar. Aunque todos la llamaban así, pero la verdad es que era la tía de mi amigo Estebitan, que como yo, tampoco era del pueblo, pero pasábamos allí todos los veranos; estábamos tan compenetrados que sin hablar nos entendíamos.

Como cada jueves, tía Fredes nos dejaba jugar en el patio descomunal que daba a la parte trasera de la mansión. De ella decían que era viuda y vivía sola; esos eran los motivos por los que estaba en boca de todos, pero jamás la había visto nadie, excepto Estebitan; aunque eso no era del todo cierto. Los jueves, yo la veía desde lejos cuando me avisaba mi amigo. De no ser así, se podía decir que la tía Fredes no habitaba en el viejo caserón. Yo sabía que aparecía cuando estábamos en el patio; era algo que temía y a la vez lo deseaba. Surgía de la nada cuando me advertía mi amigo. Ella era para mí  como un bulto oscuro que caminaba arrastrando los pies, de un extremo a otro del estrecho mirador que dominaba el patio; se detenía de forma inesperada y con sus binóculos parecía que nos miraba. Eso decía Estebitan. Digo esto, porque cuando ocurría yo bajaba la mirada y me lo imaginaba tal y como lo explicaba mi amigo. Aparentemente la mujer no se metía en nada, pero bastaba un comentario apagado de Estebitan: "¡Cuidado, que se asoma tía Fredes!", y en ese momento dejábamos todo y dirigíamos la vista al corredor. Yo hacía el gesto, porque no me atrevía a mirar. Estebitan decía: "Cuidado, ya está ahí tía Fredes, en vez de andar parece que repta", y corríamos a refugiarnos. Eran unos momentos intensos. Necesitábamos algunos minutos para dejar de jadear y calmarnos, solo lo estábamos cuando nos sentíamos a cubierto y eso que 
Estebitan era algo mayor que yo.

Siempre elegíamos el mismo escondite, bajo una gran parra en uno de los extremos del inmenso patio. Allí pasábamos horas hasta estar seguros que la tía Fredes no se acercaba; por otra parte, eso jamás había ocurrido.






La parra se veía como una mata frondosa, inofensiva, desde el camino que la unía con la gran mansión. Todo cambiaba al intentar adentrarse bajo las ramas que apenas se extendían porque se entrelazaban hasta hacerla impenetrable y difícilmente dejaban pasar la luz. Era una parra singular, nadie sabía porque había crecido allí, nadie la cuidaba, ni tenía los típicos travesaños que la forzaban para dar forma a una celosía; era una parra salvaje. 

 Estebitan tuvo la idea de hacernos paso entre sus ramas hasta llegar al robusto y retorcido tronco y allí cavar una zanja muy profunda a modo de trinchera para parapetarnos, por si tía Fredes decidía hacer una incursión. Tardó en convencerme. Yo estaba aterrorizado ante la reacción de su tía si nos descubría, pero al final cedí.

Empezamos a cavar a principio de un verano. Estebitan consiguió un pico y una pala abandonados en un cobertizo. Cavábamos

durante el día, y por las tardes, cuando ella dormía la siesta, retirábamos la tierra. El verano terminaba y Estebitan insistía en que el hoyo aún no era lo suficiente profundo. Decidimos no proseguir y continuar el verano siguiente.


Aquel verano, todo cambió. nunca lo podré olvidar, Estebitan ya no llevaba pantalones cortos, sobre sus labios aparecía una difuminada pelusilla negra y tenía la cara salpicada de pequeños granos, algunos con puntas blancas. Lo que más me impresionaba era como había cambiado su voz. Siempre me había dejado influenciar por él, porque en ningún momento ocultaba que estaba en su casa, bueno en la de su tía, que a todos los efectos era lo mismo. 

Continuábamos avanzando con nuestro escondite haciendo el menor ruido posible. Una tarde habíamos acumulado gran cantidad de tierra bajo la parra, Estebitan con un gesto me pidió silencio, me indico que continuara cavando mientras él la retiraba. Me quedé solo bajo la parra rodeado de un ambiente mudo y hostil que no dejaba pasar la luz y me senté a descansar en el fondo del boquete que habíamos cavado. A mi alrededor, las paredes de tierra callada por las que se dejaban ver algunas porciones de raíz de la parra como alambres retorcidos. El escondite tenía ya la profundidad de uno de nosotros. Pasaron unos minutos eternos, me extrañó que no volviera mi amigo. En medio de la quietud, oí como si alguien se arrastrara. Levanté los ojos y el terror me paralizó. En la boca del agujero, Estebitan agarraba una silueta negra y me observaba.

No volvimos a jugar.          

                                      
Javier Aragüés (marzo de 2019)

miércoles, 6 de marzo de 2019

EL ESPERANZA

Llevaban años mirando al mar, se podía decir que siglos. Los habitantes de aquel pueblecito de la costa estaban orgullosos del lugar, porque el mar había sido fuente de vida para sus antepasados y también para ellos. Pero ¿y para sus hijos?

Era un pueblo de casas diminutas y muy blancas, parecían nevadas, y se confundían con las gaviotas; tan grande era el parecido, que los días luminosos con sol radiante, los habitantes movían los brazos de arriba abajo, para lograr que las casas despegaran del suelo. Cuando llegaba la noche, al ver que no lo conseguían, caían extenuados y las casas se teñían de un gris decrépito. Creían que había una maldición. Los lugareños eran de alguna manera los responsables, tenían al menos dos defectos: cada día, querían pintar las casas de blanco, y no sabían conservar lo que les había concedido la naturaleza.
*


Era el único niño en el pueblo, me llamaba Gobio. Todos los niños también tenían nombres de peces, en recuerdo de las desbordantes capturas de otros tiempos, pero sus padres los habían enviado a la ciudad. No había pesca y carecían de medios para atenderlos. Yo no tenía familia, se ocupaba de mí un hombre que todos conocían. Después os hablaré de él.


Me despertaba muy temprano, cuando todavía era de noche; veía amanecer y a los hombres preparar las brochas para pintar sus casas y conseguir que el gris afligido del día anterior se convirtiera en blanco fulgurante. Tenían que estar bien pintadas en el momento de agitar los brazos. Cada día lo conseguían, pero el resultado final era el que os he contado. Yo no entendía por qué repetían cada día una tarea tan absurda.

Había un pescador en el pueblo que salía a mar todos los días, y pescaba mientras que el resto de los habitantes se dedicaban a pintar. Al caer el sol, todo el pueblo le recibía en el puerto, con admiración y envidia. Las gaviotas revoloteaban sobre la cubierta de su pequeño barco de pesca de color verde azulado, que se confundía con el mar. EL ESPERANZA, así se llamaba su barco, entraba por la bocana muy lentamente y saludaba a todos haciendo sonar la bocina. El ¡Tuuu, tuuu! retumbaba en todas las casas y era el resumen de la vitalidad y el sentir de aquel pescador. 

Sí, porque aquel pescador era Tío Paco, así le llamaba todo el pueblo. Era el único que salía a pescar, y pescaba. Él y la bocina de su barco tenían tanta fuerza que parecían mover las casas; él solo conseguía lo que no lograban los esfuerzos de todo el pueblo. 








Cada tarde, al llegar a puerto, abarloaba EL ESPERANZA junto al muelle principal. Allí vivía, en una sencilla casa de pescadores con la puerta siempre abierta, sin cerradura, porque decía que lo único que poseía era tan importante que siempre lo llevaba con él. Todos sus gestos eran meticulosos y sencillos, se deleitaba en cada acción. Al mostrar la pesca en la cubierta del barco parecía que su presencia animara a los peces a saltar en un movimiento 
continuo de lentejuelas plateadas sobre simples cajas de madera. 

Al amanecer, Tío Paco se preparaba para hacerse a la mar. Ordenaba los aparejos en cubierta, estibaba los pertrechos y zarpaba; lo hacía muy despacio hasta llegar a la bocana, al traspasarla, ponía proa a la lejanía. El azul verdoso del barco se confundía con el del tono más intenso del mar. Yo, al verle, en silencio, expresaba con una sonrisa emocionada: “A bordo del ESPERANZA un hombre boga hacia el horizonte".

En el pueblo, los vecinos saltaban como todos los días sin conseguir su objetivo. Yo me iba haciendo mayor, y una tarde, después de entrar en el puerto, Tío Paco me llevó a su casa y me prometió que a la mañana siguiente me llevaría a pescar. No pude dormir en toda la noche. Me dijo: "Te llevaré más allá del horizonte". 

Navegamos hasta el confín del mar y lo superamos. El sol tocaba el casco del ESPERANZA con tal esmero, que era como si acariciase la vida. Todas las especies marinas bullían alrededor del barco. Delfines, atunes, doradas y sargos saltaban; peces de todos los colores y tamaños nos rodeaban. Tío Paco detuvo el motor y echó las redes, se hizo el silencio. Solo se oía el murmullo de los ligeros golpes de mar contra los costados del barco. Al cabo de un tiempo, izó los aparejos. Las redes reventaban. El centelleo de la captura deslumbraba y Tío Paco sonriente repetía: "Lo ves Gobio, sí hay pesca". Yo le animaba, "¡Tío Paco echa las redes otra vez!". Me miró algo molesto. No solo no lo hizo, sino que devolvió a la mar gran parte de la captura. "No nos hace falta, hemos pescado suficiente, así siempre podremos volver". En las aguas cercanas al pueblo ni un movimiento, ni un colorido, solo el azul profundo de un mar solitario y sombrío. 
Ese día entendí lo que significaba “Más allá del horizonte”.

De regreso a puerto, Tío Paco me explicó por qué los hombres del pueblo saltaban. “En cada salto quieren ver más allá del horizonte y caen extenuados, porque para ellos, el horizonte es inalcanzable”. 

Así era Tío Paco. Al verle, se me escapaba “¡Ahí va mi tío Paco!”.  Me había enseñado cómo pescar y a ver más allá del horizonte.                    

           
    Javier Aragüés (marzo de 2019)

miércoles, 27 de febrero de 2019

LA VECINA DE LA OTRA ESCALERA

"Me da igual que no me haga caso. A mí me gusta Maricarmen", le repetía a Toñín, cada vez que pronunciaba el nombre de aquella vecina dela otra escalera. 
Toñin era un vecino, pero de mi escalera. No teníamos secretos, más allá de aquello que yo le había jurado que jamás le contaría a nadie y que él repetía, siempre que quería hacerse el interesante, para quedar por encima.
Recuerdo cuando un día en su casa, que se le calló un frutero de cristal. Bastaba mirar aquello para asegurar que se haría añicos antes de llegar al suelo. Pues me hacía jurar que jamás le diría su madre que sabíamos de qué frutero hablaba y es más, que yo nunca había visto el dichoso frutero. Y así una tras otra. Pero un día me dijo muy serio.

—Yo he hecho una cosa que no te la puedo contar; bueno te la cuento si me juras que no se la dirás a nadie, aunque te maten. No es una tontería. Me lo tienes que jurar por...  —decía Toñín en voz tan baja, que yo apenas le entendía.

A continuación se callaba, se ponía rojo, muy rojo y nunca decía por quién tenía que jurar.

 — ¿Por quién? —le preguntaba, una y otra vez, para enterarme de aquella “cosa”, cómo la llamaba él.

Hasta que Toñín parecía que se daba por vencido.

—Por ese, ya sabes, no lo digo porque es pecado. Bueno. ¿Me lo juras, sí o no? 

— ¡Te lo juuuro! —contestaba alargando la "u" todo lo que podía, para que pareciera que juraba de verdad.

Pero me lo pensaba antes de contestarle, por si era pecado jurar por aquello. Al final terminaba diciendo: "Sí, te lo juro". Eso sí, con más ganas la primera vez, porque no sabía lo que me ocultaba, pero Toñín continuaba sin decírmelo.

Un día Toñín me espetó. “Me lo juras por Dios o no te lo digo”. Ni le contesté.
Desde entonces no me lo pidió más.

Pasaron bastantes días, hasta que se decidió; después de haberme tenido en vilo tanto tiempo, me dijo lo que era la cosa tan importante. 

—Solo lo sabrás tú. Fue aquella vez, cuándo mis padres y los de Rosita, —era la hija de la portera—pasaron un día en el campo y...  

Se oyó la puerta. La madre de Toñin había vuelto de hacer un recado. "¡Niños, a merendar!", gritó la madre desde la cocina. 
Después del colegio no subía a mi casa, me quedaba con Toñin hasta la hora de cenar y venía mi madre a recogerme —por cierto bastante tarde. Algún día, si mi madre no venía a buscarme, me quedaba a dormir con él. Todo me parecía bien, pero no entendía por qué tardaba tanto mi madre.

Las tardes de juegos en casa de Toñin se repitieron hasta que cumplí nueve años, los dos teníamos la misma edad. En ese mismo año, una tarde que estábamos en su casa y su madre había salido a comprar, Toñín me cogió de la mano con mucha intriga y me llevó a su habitación, bueno, al único dormitorio de la casa, porque como en la mayoría de las casas de mi escalera eran pequeñas, solo tenían la cocina, un lavabo y un dormitorio por lo que  Toñín tenía que dormir con sus padres; cerró la puerta y me dijo.






—Te voy a contar lo que hicimos Rosita y yo aquel día. Nos escondimos detrás de un árbol, nos tumbamos y ella me agarró de aquí.

Me apretó fuerte el pene. Yo me asusté. Le quité la mano y corrí hasta la cocina. Sonó la puerta, era la madre de Toñin.


Desde aquel día, no quise volver a su casa. Por las tardes me quedaba haciendo los deberes y pensando en Maricarmen. Aunque apenas conocía a la vecina de la otra escalera, estaba seguro que no era como Rosita y que mí nunca me pasaría lo que le que le hizo a Toñín. Mis pensamientos y mi imaginación estaban dedicados a ella, a “mi novia”. Así llamaba a Maricarmen, cuando nadie me oía o estaba solo; las dos cosas sucedían siempre.

Yo era vecino de Maricarmen, pero de diferente escalera. En el edificio había dos: una para los pisos exteriores que daban la calle, arrancaba desde el portal y apenas se utilizaba porque había ascensor; y la interior, sin ascensor, que subía desde un patio de luces y en el quinto piso vivíamos mi madre y yo.

Veía a Maricarmen todas las mañanas en el portal, cundo esperaba el autobús del colegio que la venía a recoger. Me levantaba temprano para estar allí. Si se ponía a mi lado —raras veces lo hacía— me preguntaba y yo contestaba sin escucharla: "Estoy esperando a un compañero de mi clase". Esperábamos a que Maricarmen subiera al autobús y entonces nos íbamos caminando. Tenía suficiente con ese momento para soñar con ella e imaginar cómo estaríamos los dos cuando pasara el tiempo.

Pasaron los años, Maricarmen se casó con un médico. Me la encontré por casualidad, al lado de mi casa; al verme, creo recordar que su cara se iluminó. Cruzamos frases intrascendentes, me dio un par de besos y se marchó. 

La seguía viendo como la vecina de la otra escalera, la que esperaba el autobús de su colegio en el portal. Yo, ya no esperaba a nadie.    


Javier Aragüés (marzo de 2019)