Yo paseaba por el espacioso campus de la universidad cuando
finalizaba la actividad docente. Los grandes edificios de su perímetro resonaban. El vocerío crecía y al posarse en el césped se
materializó en esferas coloreadas. Las
voces se condensaron por todo el campus, que apareció recubierto de flores
y partículas, señales inequívocas de vida. Muchas
bolitas se dirigían con rodadura firme hacia uno de los edificios, el más
blanco y luminoso situado en el centro de aquel gigantesco parterre. Las bolas
más inquietas volitaban, tomando la delantera. La
mayoría perdía el equilibrio al iniciar la ascensión por los peldaños que
arrancaban desde la base del edificio. Lo intentaban una y otra vez. Yo me acerqué y vi que las que volaban y giraban a la vez, alcanzaban el hall.
El amplio recibidor era un espacio porticado de columnas marmóreas bien plantadas que esperaban con rigurosa gravedad, alertaban del enigma que encerraba el edificio y sujetaban el peso una construcción tan singular.
UMBRAL DEL CONOCIMIENTO
El amplio recibidor era un espacio porticado de columnas marmóreas bien plantadas que esperaban con rigurosa gravedad, alertaban del enigma que encerraba el edificio y sujetaban el peso una construcción tan singular.
UMBRAL DEL CONOCIMIENTO
Los esferoides se debatían en los escalones y algunos conseguían llegar a una sala de dimensiones desmesuradas. Un rotundo
silencio rodeaba la atmósfera, invadida por una potente radiación. Se
difundía a través los ventanales semicirculares y diáfanos y
alcanzaba cada rincón. Las partículas iban ocupando los espacios disponibles en los estrados. Desde
esas posiciones los cuerpos se sentían cómodos y se emplazaban a
la concentración y al estudio en medio de un absoluto mutismo.
Estas prácticas se repetían todas las tardes, aunque en los archivos de la sala había datos que demostraban que la actividad se realizaba desde hacía siglos, pero nunca con tal intensidad. Nada les aplacaba solo se alimentaban con el aprendizaje y la reflexión. Al incorporar conocimientos, cambiaban de color a un gris metalizado muy brillante.
Este proceso no cesaba, cuando el tono fue homogéneo se dispusieron en grandes círculos que al acoplarse formaban engranajes gigantescos, capaces de mover cualquier objeto por grande y pesado que fuera. Se iban situando en el campus y engullían con sus movimientos al resto de canicas que habían quedado dispersas y las transformaban hasta convertirlas en esferoides idénticos. Al contemplar el fenómeno, interpreté que si no se detenía, alcanzaría a otras ciudades y de persistir con tanta energía, podría colonizar el planeta.
Estas prácticas se repetían todas las tardes, aunque en los archivos de la sala había datos que demostraban que la actividad se realizaba desde hacía siglos, pero nunca con tal intensidad. Nada les aplacaba solo se alimentaban con el aprendizaje y la reflexión. Al incorporar conocimientos, cambiaban de color a un gris metalizado muy brillante.
Este proceso no cesaba, cuando el tono fue homogéneo se dispusieron en grandes círculos que al acoplarse formaban engranajes gigantescos, capaces de mover cualquier objeto por grande y pesado que fuera. Se iban situando en el campus y engullían con sus movimientos al resto de canicas que habían quedado dispersas y las transformaban hasta convertirlas en esferoides idénticos. Al contemplar el fenómeno, interpreté que si no se detenía, alcanzaría a otras ciudades y de persistir con tanta energía, podría colonizar el planeta.
En medio del campus, rodeado de engranajes asistí al hecho insólito de cómo estos pequeños seres al combinarse lograban reproducir edificios —templos del conocimiento— que instalaban sin permiso, con el objetivo de redimir a los ignorantes. Me aproximé a uno de ellos y pude leer una inscripción en la entrada. Entonces lo entendí. Aparecía un nombre rotulado en metal, de color gris brillante:
BIBLIOTECA - UMBRAL DEL CONOCIMIENTO
Javier Aragüés (junio de 2018)