Arista Crítica es un blog que publica temas artísticos y literarios con ilustraciones de pinturas, fotografías,temas musicales y/o, fragmentos con referencias a otros autores. Si se conoce la autoría, se explicitará. En el caso de no aparecer, se solicita al autor, autores, que informen al blog para retirarlas. En caso contrario se consideraran colaboraciones. Los usuarios están advertidos y conformes con la política de cookies según La Ley española. http://politicadecookies.com/index.php
miércoles, 10 de febrero de 2016
lunes, 8 de febrero de 2016
EL PORTAL
En un beso, sabrás todo lo que he callado. Pablo Neruda
El viejo portal de madera con dos cancelas, la del frío y la de la esperanza, era el vestíbulo de mi vida, del que no podía escapar. Allí transcurrían los acontecimientos en los que resultaba héroe o villano. El mármol vetusto de la entrada, con sus blancos y grises, era el campo de batalla.
Crecía con mis amigos: Pablo y Nacho. Compartía juegos y hablábamos de las primeras novias. Disimulaba las inseguridades. Los primeros descubrimientos sobre sexolo nos los facilitó Nacho.
Gloria, su prima, licenciada en Biología y activista en aquellos años, frecuentaba los cafés “progres” de estudiantes y profesores. Iba prendida a una chapa negra serigrafiada, con letras blancas sobre su jersey: “STOP WAR IN VIETNAM”. A Nacho lo puso al corriente del sexo, y él a nosotros. Pablo y yo estábamos agradecidos. “Nos gustaría conocer a tu prima”. El viernes siguiente, Nacho se presentó con Gloria. Habíamos quedado en mi portal. Un portal impregnado de olor a tabaco y rumor de saludos.
Cuando llegó Pablo fuimos a un café próximo:
“El Comercial”, que ella conocía. El camarero la saludó con un gesto familiar. La prima de Nacho le hizo una seña: “Mejor nos sentamos”. Eligió una mesa junto a un diván bajo un gran espejo enmugrecido, sin azogue en las esquinas. Pablo se sentó a mi lado; Nacho y su prima, en dos sillas, enfrente. Pidió un café. Dio por supuesto que tomaríamos lo mismo, como así fue. Se dirigía a los tres con explicaciones y argumentos, gesticulando con las manos. Reclamaba la mirada. No dejaba de fumar. Dirigía una sinfonía de instrumentos en silencio. Pablo y yo sin parpadear. Los tres sometidos a su discurso.
El monólogo discurría en torno al amor libre y la necesidad de conocer y practicar el sexo. Repetía, una y otra vez: “Puede haber sexo sin amor”. Se ofreció a resolver dudas y preguntas. No las hicimos. El largo silencio se rompió con un socarrón: “Entiendo vuestra discreción”. La tregua se hizo eterna. Pensé que la tortura por el desconocimiento había acabado. Pues no. Sacó otro tema en el que se sentía más cómoda. El compromiso que se debía adquirir con todo lo relacionado con los temas sociales. Insistía: “Estamos alienados”. “Hay que someter todo a crítica”. “Utilicemos un método científico. El Materialismo Dialéctico”. Estaba sorprendido. Quería convencernos, espertar la simpatía por los movimientos de estudiantes. En este asunto nuestra pasividad fue mayor, por la mala puesta en escena. No podía contar a sus amigos -los camaradas- que había conseguido formar un circulo de simpatizantes. En uno de los gestos me miró, ignorando a Pablo. Una de sus piernas buscó la mía bajo la mesa del café. Gloria observó la expresión de Nacho en el espejo para asegurarse de que no notaba sus movimientos. Dejó de hablar. Dio por acabada la charla. Se las ideó para que Nacho y Pablo salieran primero. Se despidió con un: “Óscar, espera. Te acompaño”.
Me vi a su lado caminando en silencio hacia mi casa. Al llegar al portal nos detuvimos. Me habló de la importancia de madurar. Temí una continuación de la charla en el café. Me preguntó: ”¿Te ha gustado alguna chica?”. No fui capaz de responder. Gloria insistió. “Sí hombre. Una compañera de clase, o una vecina”. Solo en aquel momento sentí la posibilidad de mantener un tú a tú con ella.
“Sí, se llama Celia. Es una vecina. Ella no lo sabe. Vive en el cuarto piso de la escalera exterior, de las dos de casa, "la de los ricos". Si coincidimos, no soy capaz de mirarla. Cuando estoy en el portal oigo bajar el viejo ascensor de madera y descolgarse por las poleas. Confío que nunca llegue. En elvestíbulo, dudo si abrir la puerta o permanecer inmóvil. Espero que pase a mi lado y se aleje. Sigo en silencio. Nunca se si es verdad o quiero vivirlo”. Gloria, sonrió:”Lo que importa es lo que quieres”.
Atardecía. La luz tenue de invierno y el silencio de la calle invitaban a entrar al portal. Fijó sus ojos en los míos. No sabía qué hacer. Me cogió de la mano y me estrechó contra su cuerpo.
Celia entró en el portal. Al vernos se giró: “Espero cada día tu sonrisa, una frase".
Se apagó la luz en el portal.
Sentí una mano en la nuca. Noté que unos labios me besaron.
Gloria, su prima, licenciada en Biología y activista en aquellos años, frecuentaba los cafés “progres” de estudiantes y profesores. Iba prendida a una chapa negra serigrafiada, con letras blancas sobre su jersey: “STOP WAR IN VIETNAM”. A Nacho lo puso al corriente del sexo, y él a nosotros. Pablo y yo estábamos agradecidos. “Nos gustaría conocer a tu prima”. El viernes siguiente, Nacho se presentó con Gloria. Habíamos quedado en mi portal. Un portal impregnado de olor a tabaco y rumor de saludos.
Cuando llegó Pablo fuimos a un café próximo:
“El Comercial”, que ella conocía. El camarero la saludó con un gesto familiar. La prima de Nacho le hizo una seña: “Mejor nos sentamos”. Eligió una mesa junto a un diván bajo un gran espejo enmugrecido, sin azogue en las esquinas. Pablo se sentó a mi lado; Nacho y su prima, en dos sillas, enfrente. Pidió un café. Dio por supuesto que tomaríamos lo mismo, como así fue. Se dirigía a los tres con explicaciones y argumentos, gesticulando con las manos. Reclamaba la mirada. No dejaba de fumar. Dirigía una sinfonía de instrumentos en silencio. Pablo y yo sin parpadear. Los tres sometidos a su discurso.
El monólogo discurría en torno al amor libre y la necesidad de conocer y practicar el sexo. Repetía, una y otra vez: “Puede haber sexo sin amor”. Se ofreció a resolver dudas y preguntas. No las hicimos. El largo silencio se rompió con un socarrón: “Entiendo vuestra discreción”. La tregua se hizo eterna. Pensé que la tortura por el desconocimiento había acabado. Pues no. Sacó otro tema en el que se sentía más cómoda. El compromiso que se debía adquirir con todo lo relacionado con los temas sociales. Insistía: “Estamos alienados”. “Hay que someter todo a crítica”. “Utilicemos un método científico. El Materialismo Dialéctico”. Estaba sorprendido. Quería convencernos, espertar la simpatía por los movimientos de estudiantes. En este asunto nuestra pasividad fue mayor, por la mala puesta en escena. No podía contar a sus amigos -los camaradas- que había conseguido formar un circulo de simpatizantes. En uno de los gestos me miró, ignorando a Pablo. Una de sus piernas buscó la mía bajo la mesa del café. Gloria observó la expresión de Nacho en el espejo para asegurarse de que no notaba sus movimientos. Dejó de hablar. Dio por acabada la charla. Se las ideó para que Nacho y Pablo salieran primero. Se despidió con un: “Óscar, espera. Te acompaño”.
“Sí, se llama Celia. Es una vecina. Ella no lo sabe. Vive en el cuarto piso de la escalera exterior, de las dos de casa, "la de los ricos". Si coincidimos, no soy capaz de mirarla. Cuando estoy en el portal oigo bajar el viejo ascensor de madera y descolgarse por las poleas. Confío que nunca llegue. En elvestíbulo, dudo si abrir la puerta o permanecer inmóvil. Espero que pase a mi lado y se aleje. Sigo en silencio. Nunca se si es verdad o quiero vivirlo”. Gloria, sonrió:”Lo que importa es lo que quieres”.
Atardecía. La luz tenue de invierno y el silencio de la calle invitaban a entrar al portal. Fijó sus ojos en los míos. No sabía qué hacer. Me cogió de la mano y me estrechó contra su cuerpo.
Celia entró en el portal. Al vernos se giró: “Espero cada día tu sonrisa, una frase".
Se apagó la luz en el portal.
Sentí una mano en la nuca. Noté que unos labios me besaron.
Javier Aragüés (febrero 2016)
domingo, 31 de enero de 2016
LAS HOCES
Era una ciudad del interior.
Insignificante. Me conquistaba. Destacaba en la rala meseta.
El mobiliario urbano era escaso y deteriorado. Se repartía sin preferencias por
aceras y plazas. Bancos y farolas recogían los testimonios sencillos de parejas
sin exigencias. ”Marta te amo”, “Juntos para siempre” y otro, el que más se
repetía, “Te quiero”, junto a dos iniciales separadas por un punto dentro de un
corazón. Cruzado por un palote con cuatro trazos en el extremo. Símbolo de una
flecha. Diana en la esperanza. También había un único parque pleno de signos de
amor y un quiosco de música en silencio. En las estaciones favorables abundaban
las parejas. Durante otoño e invierno vivía la soledad. Una estera de hojas y
ramas humedecidas delimitaba los jardines. Desprendía un olor especial a
musgo y hongos. Una neblina aromática rodeaba la corteza de los árboles. Atraía
a los excéntricos y a los despoblados de ilusiones, y seducía a todos.
Aprovechaba unos días de respiro. Iba
a visitar a los amigos de la adolescencia. Los que el tiempo convertiría en adultos sometidos. Recordaba a Leopoldo (Leo). Algo mayor que yo.
Había influido en mis gestos y opiniones. Era como mi hermano mayor. Hacía gala
de haber tenido un abuelo represaliado, Juez en la II República. Siempre, al
encontrarnos, su brazo sobre mi hombro y el saludo habitual. “¿Qué tal Richi?
” Arturo, el mediano, entre Leo y Carmencita, era, con diferencia, el más gris
de los tres. Carmencita, la más joven, siempre con un libro y muchos sueños.
Redicha, explicaba sin rubor sus teorías sobre el sexo incipiente. Sus padres
la escuchaban boquiabiertos. A mí, me avergonzaban sus palabras y mi
desconocimiento. Durante años pasábamos muchos días de charlas y juegos. En
invierno, en su casa, alrededor de la estufa de leña. Las novelas de Emilio
Salgari pasaban de mano en mano y de boca en boca. “El Corsario Negro” era la
más manoseada. A distancia “Los Tigres de la Malasia. “La Perla del Río Rojo” era la preferida de Carmencita. Disfrutaba con las luchas por la princesa. Era la
que más leía. En un tono más repelente de lo habitual tomaba partido por
Salgari frente a Julio Verne; decía. “Las de Salgari me hacen sentir y gozar.
Las novelas de Julio Verne no me dejan imaginar”. Respetando las preferencias y
las jerarquías dentro de los hermanos me dejaban escoger un libro. Al llegar mi
turno, tenía que coger una novela de la balda que presidía la sala. Todos los
ejemplares hacían equilibrios para no abandonar el estante. No elegía la que prefería.
Evitaba que se produjera un seísmo de papel. La tarde acababa cuando el padre
llegaba. “¡A cenar!” Gritaba Carmen. No había televisión. Yo remoloneaba hasta
que llegaba la invitación. “¿Por qué no te quedas a cenar?” Alargaba el tiempo hasta que llegaba la sobremesa. Participábamos
todos. La tertulia la conducían los padres, seguida de intervenciones de los
hermanos; no se discutía el orden, ni los tiempos de los diálogos. Leo y
Carmencita eran los que más hablaban, me invitaban a participar. Sin hostigar. Los
contenidos giraban en torno a La Ilustración. En la tertulia de mayores, no
participábamos, solo se permitía. Siempre se deslizaban las simpatías por
el socialismo.
En primavera cambiaba el
escenario. Paseábamos por la calle principal. “El tontódromo” era el deporte
que practicaban los lugareños: calle arriba y, sin pensarlo, calle abajo. Las
vueltas necesarias hasta agotar los saludos a los paisanos. Este ejercicio
permitía identificar a los extraños con un gesto de sorpresa. Escaparates y
portales acordonaban el circuito. Dos cafés provincianos, “El Colón” y “La
Martina”, rompían la uniformidad. Un sábado, el año en el que Leo y yo
estábamos a punto de entrar en la universidad, nos cruzamos con dos chicas.
Algo mayores que nosotros. Parecía que sonreían. Entraron en uno de los cafés.
Se sentaron. Miraban a través del ventanal para comprobar nuestra reacción. Al
segundo paseo le hacía gestos a Leo para entrar en el Colón. Nunca lo hacíamos,
no teníamos un duro, pero la situación era propicia: metí la mano en el bolsillo
trasero del pantalón y rebuscando encontré unas monedas. ¿Tendríamos para
pagarles el café? Empujé a Leo con seguridad. Ellas se habían sentado al fondo,
en uno de los veladores, junto a una columna. Avancé sin dudar hasta la mesa.
Como si hubiéramos quedado. Nos esperaban.
-¿Podemos sentarnos?-
pregunté. Leo callado.
-Claro- contestó la más
agradable.
Siguieron sentadas. Nos
presentamos. Una de ellas tomó la iniciativa.
-Me llamo Alicia. Ella es
Laura, mi amiga.
-¿Qué hacéis por aquí?
-Unos amigos nos han
recomendado la visita. No nos arrepentimos.
-¿Habéis vistos las
hoces? Impresionan. ¿Queréis que paseemos?
Nos levantamos a la vez.
Ellas ya habían pagado.
Un camino adoquinado
bordeaba la angostura del río. Callejas y callejones desembocaban en una
senda. Leo y Laura se adelantaron. Le explicaba las peculiaridades de las
casas. Verdades y leyendas. Tono engolado y suficiente, el habitual de Leo.
Cuando estaban muy alejados, me detuve hasta perderlos de vista. Desde hacía
rato que pensaba cómo decírselo. No me atrevía. Miré a Alicia, su cara
infantil. Modelaba una sonrisa espontánea. Rezumaba ternura. Me invitaba a
hablar de lo que esperaba de la vida. ¿Entendería mi agnosticismo? ¿Mi afán por
defender lo imposible al lado de los sin voz? A luchar por ellos. Y lo más
difícil. Mi heredada falta de cariño. ¿Me invalidaba para dar o recibir amor?
Consecuencia u origen de mi enfermedad, el miedo a comprometerme. Alicia, en
silencio, parecía interpretarme. Me refugiaba en su mirada. Buscaba su comprensión.
Era como si nos conociéramos desde hacía tiempo. En ese momento parecía surgir
una vocación, la de querernos. Recelosa, se acercó. Las expresiones hablaban.
Su piel era cálida. La mirada fría. Por un momento deseaba que Leo y Laura no
existieran. Nos separábamos de ellos.
La invite al parque. No
era un parque singular. Era mi parque. Los charcos habían desparecido. La
estera estaba recogida, las hojas y las ramas en su lugar. A la entrada me
confesó, sin mirarme:”Vengo de una mala experiencia. Mi chico me ha abandonado”
Tropezamos con un árbol sexagenario. La corteza estaba llena de símbolos de
amor. Uno de ellos incompleto, solo un corazón, una flecha, un punto y una sola
inicial. La "A". Añadí una erre mayúscula. Alicia se giró. Ocultaba
el rostro. Emocionada. Nos besamos.
Javier
Aragüés (marzo 2016)
lunes, 25 de enero de 2016
ELECCIÓN
…su trabajo y el corazón generoso que
usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a
pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.
(Albert Camus)
(Albert Camus)
El maestro
le respondió.
…quiero decirte cuánto me hacen
sufrir, como maestro laico que soy, los proyectos amenazadores que urden contra
nuestra escuela. Creo haber respetado, durante toda mi carrera, lo más sagrado
que hay en el niño: el derecho a buscar la verdad.
No estaba preparado. Me
aterraba que me arrancaran de mi vida onírica y de juegos. Hacía muchos años
que me había instalado en ella. Llegado el momento, las presiones de mis padres y
familiares me dirigían al abismo de la mediocridad. “Tienes que ser abogado
como tus padres”,“Claro que están más reconocidos los ingenieros y
arquitectos”, ”Como es un chico que vale hará lo que se proponga.”
.
Gracias a la vida. (canción)
Una imprevista
dedicación los hizo inolvidables. Años
pasados junto a iletrados en edad militar. El desarrollo de esta actividad no
era un trabajo. Enseñaba a leer y a escribir. Vehiculizaba mis deseos. Era útil
sin contrapartidas. La metamorfosis en aquellos jóvenes era la antesala de la
culturización. La expresión de los rostros interesados por aprender compensaba
cualquier retribución. Yo debía pagar. Destilar los momentos que expresaban
agradecimiento contenido. Ojos
enrojecidos y lágrimas incipientes entregaban la gratitud. Voces apagadas y trémulas removían mis
creencias. Gestos esculpidos desde el olvido y la desesperación. Consolidaban
convicciones. Empujaban a luchar. Ni ellos, ni yo, ocultábamos la excitación
por un estado de ánimo desconocido. ¡Qué lejos de los oficios mercenarios! Al final del
periodo, la vuelta a la realidad
empujaba al conocido abismo de la insatisfacción. El desencaje social. La
ausencia de notoriedad. La marginación. Me arrastraban al vacio. Perdía la
memoria. Desaparecían los rostros iluminados de los que querían aprender. Me
conformaba con el título profesional. No con la profesión. Era incapaz de mitigar la
angustia; las insatisfacciones se reproducían. Era un profesional del fracaso.
Las vivencias de aquellos años no eran intercambiables. Era un maestro
improvisado. Ellos me reconocían. Yo, no.
Decían que el tiempo
pone las cosas en su lugar. Mañana lunes
volvía al trabajo. Todo en su sitio. Mis ojos enrojecían. Húmedos y a punto de
desbordarse.
Javier Aragüés (enero 2016)
martes, 19 de enero de 2016
DOS EN UNO
Parecía un estado
emocional y pasajero. Afectaba a un gran número de habitantes del planeta. De
origen desconocido. Ponía en evidencia las incompetencias de sesudos
investigadores desde la antigüedad hasta épocas recientes. Los antiguos griegos
la describían, con ignorancia y respeto, como melancolía. La producía “la bilis
negra”. Hipócrates la identificó como una enfermedad más allá de un “estado de
ánimo pasajero”. Atacaba a muchos individuos que la padecían durante largos
periodos de tiempo con independencia de género, raza o clase social. Tuvieron
que pasar años y años para no estigmatizar a quien la padecía.
Andrés dormía, o lo
intentaba durante día noche. Así cada jornada. No era dueño de sí. Estaba
sumergido en un estado permanente de impotencia y desidia ante los hechos
más cotidianos. Hasta el extremo de mantenerle alejado de una reinserción
social. Había abandonado el trabajo por inactividad y ausencia de
iniciativa. El jefe comentaba en los comités. “No sé qué le pasa a este
chico. Desde que entró en la empresa en julio de1952, nunca había faltado al
trabajo. ¡No sé, no sé! Ya no es lo que era”. Uno de de los compañeros
comentaba con ánimo de minimizar la situación. “Nosotros puedo decir que casi
somos amigos. No me dirige la palabra desde hace tiempo, desde que pidió
la baja. Desde entonces no sé nada de él”.
Nadie explicaba el
comportamiento de Andrés. Solo Inés intentaba entenderlo aunque padecía.
Intentaba aliviar el sufrimiento de su esposo. La medicina en aquellos momentos
conocía los síntomas de lo que ocurría, pero era incapaz de remediarlo. No
había fármacos que pudieran reparar y recuperar al Andrés de antes.
Inés cada día iba al
mercado a “hacer la compra”. Era el único tiempo en el que Andrés permanecía
solo en casa. Yacía en un sillón del salón completamente a oscuras.
Catatónico, esperaba impaciente la llegada de Inés con el sufrimiento de no
poder saber qué decir. Él ansiaba su presencia. El escaso tiempo de espera se hacía
interminable. Inés abría con sigilo la puerta para evitar incomodarle. Al
entrar ese día, el salón estaba completamente iluminado, y el balcón abierto.
Andrés con un pie en la barandilla y el otro semilevantado parecía dispuesto a
saltar.
-¡No, No! ¡Andrés, no lo
hagas!
Sintió el olor de Inés.
Llevaba tiempo sin percibirlo. La ausencia de sensaciones lo impedía. Se
abrazaron. Un golpe de recuerdos irrumpió en el pensamiento de Andrés. Era
capaz de querer. Se sentía querido. Listo para vivir sin ataduras.
Javier
Aragüés (enero 2016)
martes, 12 de enero de 2016
ABANDONADOS
"En
las profundidades del invierno finalmente aprendí que en mi interior había un
verano invencible" (Albert Camus)
El
pelotón de partisanos reunido en torno a la débil hoguera espera a los jefes de
la partida. Los hombres, reclutados entre los campesinos, de pie. Ellas,
próximas a un fuego imposible. Viudas y madres de excombatientes sacrificados.
Rabiosas y hundidas. Todos atentos a la ebullición del té en el samovar antes de entrar en combate. Su sangre hierve
desde que se produce la invasión. Anatoli y Dyrina comandan el grupo. En los
escasos descansos, las proclamas mantienen vivas las ansias de los camaradas de
entrar en Berlín.
Ella habla a las mujeres.
Ella habla a las mujeres.
-
Falta muy poco para que estén en nuestras manos. Menos aún para
convivir con los muertos. Entrareis las primeras junto a los recuerdos.
Los
dos Invitan a todos a brindar. Sin fuerzas alzan los cuencos gélidos llenos de
té hirviendo. Con los dedos semicongelados apenas son capaces de sujetarlos.
Los cuerpos frígidos, a pesar del té y las arengas.
- ¡Por
nosotros! ¡Por los camaradas que no están!
La estepa está jaspeada de hombres estáticos. Abundan los
soldados sin convicciones. Muertos en combate, de frio o de miedo. No hay
espacio sin cadáveres. Muchos con la mirada perdida y rictus de querer vivir.
Entre el ejército invasor hay combatientes expuestos a ideas antifascistas.
Petrificados en las trincheras. Quieren y no pueden abandonar el puesto. Los
mandos con el brazo extendido les gritan. Lanzan saludos y vítores. Ya nadie corea,
nadie los sigue. No oyen. Quizás desobedecen o están muertos. El resto,
azorados, espera órdenes asesinas. Se disipan en la llanura. Nadie las
ejecuta.
Los líderes de la guerrilla sucumben ante la desolación. Trasladan
los pensamientos a la aldea en donde se conocieron. Los dos son maestros en un
país de hambre. Sin alumnos. Sin argumentos.
- Podemos olvidar– Anatoli busca la complicidad de Dyrina. Ella
ha perdido un hermano en la batalla de Stalingrado. Repite en voz baja: el rencor es antesala de la extinción. Él insiste.
- Intentemos recorrer el camino hacia la libertad sin
manuales; sin mapas. La muerte no justifica los medios– la mirada de Anatoli
descansa en los labios de Dyrina.
- Los dos luchamos por la armonía sin adjetivos- él la
invita a otra batalla. La conquista de la libertad con una única arma. El amor.
Es tarde, un francotirador acaba con la vida de Dyrina. Anatoli
guiado por el odio es de los primeros en llegar a la puerta de
Brandeburgo. Uno de los combatientes más sanguinarios no la olvida. Un fuego
incipiente se apaga.
Javier Aragüés (Enero 2016)
jueves, 31 de diciembre de 2015
EN MÁS DE UN VERANO
Algunas tardes las pasábamos con amigos de tertulias y cafés, con aspiraciones literarias y discusiones políticas. Cafés y tabaco eran el combustible para mantenernos encendidos. Acudían los asiduos. Simpatizantes y militantes de asociaciones clandestinas y algunos invitados por primera vez. Temerosos de no cumplir con las expectativas; al segundo café ya están integrados y discutían con el grupo de asiduos como uno más.
Alguna tarde nos escabullíamos y nos alejábamos del grupo. Nos refugiábamos en la iontimidad
El tema elegido para debate lo elegía el o la líder, aunque al poco rato se formaban grupos y en cada uno se discutía, apasionadamente, de asuntos más o menos relacionados con el asunto principal. Prevalecían los que hablaban de conflictos locales, de los que afectaban al estado, incluso a Europa; la elección dependía de la gravedad de los acontecimientos y de lo actual. Podía ser desde un macrojuicio contra sindicalistas, el fusilamiento de los miembros de un grupo radical, la ejecución de un anarquista, el encarcelamiento y tortura de los más comprometidos, hasta el más importante por deseado, el magnicidio del vicepresidente, que ocupaba la discusión muchas tardes, nadie lo defendía moralmente pero todos lo aprobaban cuando opinaban a solas.
Los conflictos de obreros y estudiantes, por cotidianos, no eran noticia. Todos engordaban las cifras de asistentes a las huelgas, a manifestaciones y alguno decía: “nos persiguen, cargan, tardan en dispersarnos, aguantamos y no detienen a nadie”. Si todo eso fuera cierto la dictadura habría caído en unos días, apostillaba el más incrédulo.
Dedicábamos tiempo a conocer a los autores: filósofos y revolucionarios que habían escrito sobre la redención de los explotados y los caminos para transformar el mundo.
Necesitábamos una coartada cultural para argumentar la militancia y hacer proselitismo. Eramos aplicados en eso de aprendermos la jerga.
Necesitábamos una coartada cultural para argumentar la militancia y hacer proselitismo. Eramos aplicados en eso de aprendermos la jerga.
Leíamos a Marx, Engels, Gramsci, Rosa de Luxemburgo…y a otros tantos, pero el nombre que marcaba las diferencias en el repertorio era el Vladímir Ilich Uliánov. V.I. Lenin o simplemente Lenin. Había que aprender a soltarlo en cualquier intervención —viniera o no al caso— para dar mayor rotundidad a los argumentos.
La edad y la ausencia de prejuicios nos convencían, nos sentíamos formados en política, dispuestos para celebrar mítines o presidir asambleas. Lo que leías, lo considerabas verdad inmutables por estar escrito sobre papel y la educación política era un gran paso para propiciar los enamoramientos.
Con algunos amigos de las tertulias y otros no tanto, íbamos a pasear uno de los montes próximos a la ciudad. Ellos admitían la reciente relación sin preguntar. Buscábamos la complicidad en los encuentros y las miradas furtivas dejaban de serlo. La proximidad de la relación pasaba a ser cotidiana sin necesidad de explicaciones, la relación era natural, nadie se preguntaba nada relacionado con los dos y todo el mundo la daba presentaciones y todo el mundo la daba por hecho.
de la que tanto habíamos disfrutado. Los primeros descubrimientos de nuestros cuerpos sumidos en la más absoluta sin vergüenza, los lugares que habían sido testigo de la desnudez de nuestros cuerpos y el resurgir de los sentimientos más puros, de nuestro primer amor.
¿Cómo explicar la plenitud de los momentos compartidos? Todo aparecía la vez: el pudor, el calor de la piel, el rubor y la sensibilidad de los primeros besos. Cuando los descubrimos repetíamos una y otra vez hasta desear el siguiente. La culminación era entregarnos hasta sentir contacto de uno contra el otro; nos bastaba, no esperábamos nada más.
Sealed with a kiss - Raymond Leech
Las primeras lluvias anunciaban el fin del verano. No habría tertulias, ni cafes
Acaba el verano, vuelvo a otra ciudad con el equipaje para pasar tiempo en espera de nuevas sensaciones. Las experiencias políticas se pueden trasladar. Experimento un gran salto, gracias al entorno y a los días vividos con ella.
¿Me asomo a la madurez? Al despedirme olvido dejo atrás lo más importante, el cariño desinteresado, los besos y el idilio. La decisión equivocada está tomada.
domingo, 13 de diciembre de 2015
VISITA A LISBOA
Abril de 1983. Por las
calles proliferan los modelos masculinos con trajes de campaña y toques
asilvestrados. Griterío en las calles. Para muchos, días de alegría. ¡Adiós, a
los de siempre! En la Lisboa adoquinada desfilan inusuales guerreros de la
paz. Lanzan piropos a la libertad.
De pie, en el café A
BRASILEIRA, comento con Amália la sentencia de Pessoa. "Auxiliar a
alguien, amiga mía, es considerarlo incapaz; y si no lo es, es suponerlo o
convertirlo en tal” (El banquero anarquista). Discutimos. Opino que la
primera parte significa desprecio. Amalia disiente. “Toda la afirmación conduce
a la tiranía”. La discusión se enmaraña. Ahora, de la mano, nos
concedemos la reconciliación. Los habituales desencuentros se zanjan con apasionamientos fugaces. Yo, con más fuerza. Ella lo imprescindible.
Las exaltaciones en las
calles se amortiguan con la noche. Caminamos hasta el Chiado. Descubro una pensión sin
pretensiones. En el cuarto, el sosiego y las sombras del silencio consienten impulsos sensuales. Me entrego sin condiciones. Busco su sonrisa. Mientras, Amália mira al
techo. No encuentra a su amante. Fermín, camarero del A BRASILEIRA, irrumpe en
la estancia. Yo, atónito. Amália, le invita a pasar. A mí, a olvidarla.
Fermín alterna la
profesión de mozo del café, con la de proxeneta por las noches en el barrio de
Mouraria. Repeina los cabellos con la carda. Esconde la herramienta en el
bolsillo trasero del pantalón, mientras apoya la espalda y un pie en la fachada
mugrienta de una casa. Es responsable, junto al fado, de que no caiga. Protege
a sus chicas. No las deja reposar. Vigila a los clientes y convence a Amália.
Por las mañanas, las mujeres buscan a Fermín. Ella le espera.
Un café de Lisboa (Josep Mª Cabruja)
Vuelvo años más tarde. En
la habitación de un nuevo hotel, sobre la cama, me parece ver un ejemplar
abierto de LA CORTESANA. Sarah Dunant. Fermín es el barman del hotel.
Acostumbrado a manejar las manos como palabras. Dueño de la noche me
susurra. “Si no has amado, no has vivido”. Atónito de nuevo, tomo en
parte como un desprecio lo que en cierto modo es un reproche. ¡Quizás, todo
vuelve a empezar! No parece igual. Me acerco al A BRASILEIRA. Hay tanto
humo en el ambiente que apenas veo a Amália. Algo envejecida, es incapaz
de permanecer en pie. Apenas se apoya en los recuerdos, pero me reconoce.
Fermín maltrata a Amalía
hasta someterla. Ya no es la favorita. No le espera ¿Qué ocurre si aquella
noche, al mirar al cielo, no encuentra nada? y ¿Si no permite la irrupción del
camarero? Hoy, nuestro amor incipiente pasea por las calles de la Mouraira. Ella
busca mis manos para que no escapen los deseos. Yo, la mirada. Por
las ventanas abiertas, huyen los fados. Volvemos al A BRASILIA. En una de la mesas un ejemplar de Cien años de soledad.
Javier Aragüés (Diciembre 2015)
domingo, 29 de noviembre de 2015
LA CONSULTA
En la agenda, subrayado en
rojo. Doctora Blanco. Martes. Quince de marzo, a las cinco y media. Sin especificar el año. En la sala de espera, una señora –la de
siempre- se come las uñas. En la otra
esquina, un hombre de mediana edad con
mirada al infinito. Resignado. Después me entero que ha perdido a su familia,
mujer y dos hijos. Él no conducía. Calculo que tengo que esperar al menos una
hora. Se oyen gritos en el despacho. Son
de la doctora. “¡Vamos, y que no quiere
pagar!” Instintivamente me echo la mano al bolsillo de la americana. Me cacheo. Encuentro nada. Un sudor frio recorre la columna. Espero temeroso mi turno.
¿Cómo explicarlo?” ¡Sr. Del Olmo! Pase”. Me espera en la
puerta del despacho, después de echar
al indefenso. Me tutea. Yo a ella, no.
Con un gesto meloso me invita a pasar.”
Jorge pasa y ponte cómodo”. Como en otras ocasiones, me tumbo en el diván. Veo un diploma nuevo. “La universidad de Sodoma acredita a la doctora Marta Blanco como especialista en ninfomanía”. Se abalanza sobre mí. Me separa las piernas. ¡Estoy aterrado! Digo lo primero que se me ocurre. ¡“Le pagaré otro día”! Desabrocha los botonones. Introduce la mano. Hurga. Jadea. ¡Para esto no hace falta que vengas!
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Jorge pasa y ponte cómodo”. Como en otras ocasiones, me tumbo en el diván. Veo un diploma nuevo. “La universidad de Sodoma acredita a la doctora Marta Blanco como especialista en ninfomanía”. Se abalanza sobre mí. Me separa las piernas. ¡Estoy aterrado! Digo lo primero que se me ocurre. ¡“Le pagaré otro día”! Desabrocha los botonones. Introduce la mano. Hurga. Jadea. ¡Para esto no hace falta que vengas!
Javier Aragüés (Noviembre de 2015)
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viernes, 20 de noviembre de 2015
DE LAS PRIMERAS
Soy de las que opino que la
plenitud de la vida de una mujer está en torno a los cuarenta, sin necesidad de
estar acompañada. Los años anteriores son ilusiones. Intentos por sobrevivir.
Los hombres, los supervivientes.
París vive tiempos difíciles.
Se prodigan reflexiones y debates favorecidos por la Revolución en los salones disgregados por la ciudad. Las opiniones diversas. Los protagonistas, ellos.
Mi nombre es Etna Palm, soy holandesa
de padre comerciante. El hecho de pertenecer a la burguesía, no impide que
reciba una educación esmerada. En mi época de ilusiones, me caso a los
diecinueve años. Mi matrimonio está doblemente maldito. Muere mi hija y al poco
tiempo la convivencia con mi esposo. Christian Ferdinand me deja el
apellido, sin pedírselo. Viajo por otras ciudades europeas para encontrarme, o
volver a caer en el error. Me dirijo desde Lovaina a Delph. El carruaje hace
una parada obligada. Cambian los
caballos. Engrasan los ejes. Chirrían desde hace horas. Los pasajeros también. Nos
detenemos. Se escucha la calma acompañada del chapoteo de la intensa lluvia
y la voz aguardentosa del cochero. “¡No
continuamos! El camino está enfangado y hay espesa niebla. Mi vista también”. Antes
de acostarme uno de los viajeros, apuesto y refinado me dice. “¿Quiere tomar una
ginebra antes de retirase?” Acepto por cortesía. Parece inteligente e
instruido. Karel Van Mander gesticula
con amaneramientos. Delata su atracción por los hombres. Nos respetamos pesar de las preferencias. Promete presentarme en la alta sociedad
holandesa. “Tengo muy buenos contactos” , apostilla con un guiño. Me ve como a su
hermana y busca complicidad. Satisfago su
ego. Dadas las circunstancias es lo único que puedo hacer. Cumple su
compromiso y conozco a personajes influyentes e influidos. Buscan en mí información
sobre las intenciones militares de Francia.
Con todo el bagaje vuelvo a París A mi regreso, (1773) me hago cortesana y espía. Las contrapartidas, mucho dinero y poder suficiente. Frecuento a la alta sociedad parisina. Estalla la revolución. Lucho sin limitaciones por los derechos de la mujer. En mi casa, próxima al Palais Royal, instalo mi propio salón de debates. Acuden literatos y políticos. Uno de los más prestigiosos de Paris. La Revolución permite participar en la creación de sociedades patrióticas. Instauro la Sociedad Patriótica y de Beneficencia de las Amigas de la Verdad, exclusiva para mujeres.
Conozco a Marie Gouze a la que todos llaman Olympe de Gouges. La amistad con Marie me permite discutir sobre los derechos de la mujer y soportar las interpretaciones simples de nuestra relación. Entre Marie y yo, existe una complicidad política y otra disimulada. Ambas de la misma intensidad. Experimento que es más fácil compartir la ideología que el aposento. Nuestro enamoramiento se inicia cada tarde. Con el salón paralizado. Rompo el silencio. Ofrezco mis labios. Me aproximo a Marie. Tiene el escote desabrochado. Muestra su hombro que apoya sobre mis labios. Descubro la felicidad, desconocida hasta ahora. Me reconozco como amada, con capacidad de amar.
Con todo el bagaje vuelvo a París A mi regreso, (1773) me hago cortesana y espía. Las contrapartidas, mucho dinero y poder suficiente. Frecuento a la alta sociedad parisina. Estalla la revolución. Lucho sin limitaciones por los derechos de la mujer. En mi casa, próxima al Palais Royal, instalo mi propio salón de debates. Acuden literatos y políticos. Uno de los más prestigiosos de Paris. La Revolución permite participar en la creación de sociedades patrióticas. Instauro la Sociedad Patriótica y de Beneficencia de las Amigas de la Verdad, exclusiva para mujeres.
Conozco a Marie Gouze a la que todos llaman Olympe de Gouges. La amistad con Marie me permite discutir sobre los derechos de la mujer y soportar las interpretaciones simples de nuestra relación. Entre Marie y yo, existe una complicidad política y otra disimulada. Ambas de la misma intensidad. Experimento que es más fácil compartir la ideología que el aposento. Nuestro enamoramiento se inicia cada tarde. Con el salón paralizado. Rompo el silencio. Ofrezco mis labios. Me aproximo a Marie. Tiene el escote desabrochado. Muestra su hombro que apoya sobre mis labios. Descubro la felicidad, desconocida hasta ahora. Me reconozco como amada, con capacidad de amar.
“¿Dónde están las mujeres?” Marie lanza un alegato en 1789. “ ¡Mujeres! ¿Cuándo romperemos las cadenas de la
opresión masculina? ¡Obedecer y callarnos es la condena de un mundo gobernado
por los hombres! ¡Libertad, igualdad, fraternidad! Siento la necesidad de difundir
mis sentimientos. Rompo la cadena de la opresión. Amo a cualquier
ciudadana.
El 30 de diciembre de 1790 pronuncio
el Discurso ante la Asamblea Nacional sobre la injusticia de las leyes en favor
de los hombres a expensas de las mujeres, todo un alegato feminista en favor de
los derechos de las mujeres y su importante papel en la sociedad. Fuertes aplausos. En la tribuna, solo hombres. Marie me
espera.
Javier Aragüés (noviembre de 2015)
domingo, 15 de noviembre de 2015
AUSENCIA INCONTROLABLE
Paco salió sin despedirse. No cogió la gabardina, ni el portafolios, solo una foto de su hijo. Le faltaba afecto y le sobraba sometimiento. Los días con Leonor tocaban el límite de la paciencia. No le dejaba ver a su hijo, lo único que le amarraba al dique de la ternura. Leonor era la mujer que se adelantaba a su tiempo. Licenciada en derecho mientras sus
contemporáneas cosían. Trabajaba más horas de las reglamentarias. Salía tarde. Le
dedicaba poco tiempo a Daniel. Paco, según ella, no lo necesitaba. Los retrasos
y las ausencias se acentúaban. Las excusas se incorporaban a lo cotidiano. Aparecía la duda. ¿Además de su adicción al trabajo, la tenía al desamor?
Los silencios entre Leonor y Paco eran cada vez más frecuentes. Ella los sustituía tarareando en el aseo las canciones de Lucho Gatica (El Reloj) y la imborrable (Ansiedad), de Nat King Cole, mientras se pintaba y remarcaba los labios carnosos a lo Marilyn, además añadía un perfume pulverizado entre las piernas. Paco intuía que la preparación de este pleito sobrepasaba los tiempos de espera. Cada día, cuando se marchaba a trabajar, aprovechaba los escasos minutos para estar con Daniel hasta que llamaban al timbre, era Catalina, la persona que hacía las tareas domésticas, vestía al niño, le acompañaba al colegio y estaba con él todo el día.
Los silencios entre Leonor y Paco eran cada vez más frecuentes. Ella los sustituía tarareando en el aseo las canciones de Lucho Gatica (El Reloj) y la imborrable (Ansiedad), de Nat King Cole, mientras se pintaba y remarcaba los labios carnosos a lo Marilyn, además añadía un perfume pulverizado entre las piernas. Paco intuía que la preparación de este pleito sobrepasaba los tiempos de espera. Cada día, cuando se marchaba a trabajar, aprovechaba los escasos minutos para estar con Daniel hasta que llamaban al timbre, era Catalina, la persona que hacía las tareas domésticas, vestía al niño, le acompañaba al colegio y estaba con él todo el día.
En homernaje a todos los amantes de la libertad. (14 de noviembre de 2015) |
Mi huida de casa no fue fácil. Era comercial y trabajaba a comisión. Leonor me exigía visitas y más visitas; me obligaba entregárle lo poco que ganaba. Ella trabaja en un reconocido
bufete con buenos clientes y alta remuneración. Justificaba el abandono del hogar por mi afición enfermiza
al juego. Sin hogar, mis escasas posibilidades económicas me obligaron a
refugiarme en una pensión oscura junto al puerto. A unas cuantas travesías había un garito clandestino al que acudían miembros de la alta y mediana sociedad.
Apostaban y jugaban los ricachones sin escrúpulos rodeados de su corte y las
meretrices. Leonor salía de madrugada acompañada de un hombre grueso, con un
habano entre los labios babosos y chaleco angosto. Subían a un taxi que conocía el itinerario.
Me acerqué al que parecía ser el portero del salón.
Me acerqué al que parecía ser el portero del salón.
-¿La señorita del taxi suele venir con frecuencia?
-Casi todas las noches -responde, sin sacar las manos de los bolsillos.
Provoqué varios encuentros. Tenía la costumbre de acudir antes de que abriera el local para fumar un cigarrillo con el portero.
-Ramón, ¿A la señorita del taxi le gusta jugar?
-La señorita Leonor transforma la mirada, pierda o gane. No le importan los
hombres. Los quiere a su lado para que paguen las deudas del juego y consientan
que se lleve todo lo que gane.
- ¿A cambio de qué?
-No lo sé. Lo supongo.
- ¿A cambio de qué?
-No lo sé. Lo supongo.
Confirmaba mi sospecha. Leonor proyectaba su ludopatía y hacía creer a
amigos y familiares que el enfermo era yo. No imaginaba hasta donde podía llegar la sombra de Leonor. Se lo gastaba todo jugando. Al final de de mes, siempre la misma frase “¿No tienes más dinero? Eres un perdedor". El desenlace fue inevitable
Estaba derrumbado. Tirado en la cama de una habitación oscura y
húmeda, de mi triste hospedaje. La presidía un solo espejo de azogue
desgastado. No me reconocía. ¿Era una variedad de Gregor Samsa? ¿Quién me podía ayudar
a no ser un gusano?
Los años pasaban. La vida de vagabundo desgastaba. No tenía esperanza
de volver a ser Paco. Tumbado en el banco de un parque cualquiera,
somnoliento, una voz me despertaba. "¡Padre, soy Daniel! Me fui de casa (me
echó). Mi madre se sentía acorralada y descubierta. Te buscaba desde hace años".
Teníamos tiempo y mucho de qué hablar"
Teníamos tiempo y mucho de qué hablar"
Javier Aragüés (noviembre de 2015)
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domingo, 8 de noviembre de 2015
A INDIOS Y AMERICANOS
Todos los jueves por la tarde, si no había
“cole”, jugábamos en el trastero de mi casa. El juego siempre tenía los mismos
personajes, con distinto guión. Se preparaba sobre la marcha. Jugábamos a
“indios y americanos”. Repartíamos los “indios”, genérico con el que se conocía
a las figuritas de cualquiera de los bandos. Eran de plástico, poco o nada
flexible y monocromas. Todas tenían el pie deformado por las rebabas de fabricación. Las poníamos en un montón en el centro de la habitación. Uno
de los dos cogía en cada mano -ahora si- un indio y un americano. Cerraba
los puños y los llevaba a la espalda. Cuando Toñín elegía, yo hacía el
gesto de moverlas de una mano a otra, por detrás, para engañarle. Cuándo me
tocaba a mí, él iniciaba la misma ceremonia. “¿Cuál quieres?”, me decía con las manos
extendidas. Yo ponía cara interesante
ante la cuestión y contestaba. "Ésta". Conocíamos tanto los gestos
que siempre elegíamos la preferida. A veces, si la duda sobrepasaba el tiempo
razonable para tomar la decisión, nos ayudábamos. En mi caso, le indicaba a
Toñín cuál era, con un movimiento de cabeza a la izquierda o derecha y él a mí,
con un guiño de cualquiera de los ojos. No era menos importante saber
quíen defendía el fuerte, que se adjudicaba, por supuesto, al azar.
Hecho el reparto, el siguiente paso era situar en posición a
los indios y americanos. Había unos de varios colores, más caros y flexibles
que Toñín protegía. Yo le decía “¿Me dejas tus soldados de uniforme?”
Si Toñín no estaba dispuesto, hacía que no me oía.
Todos los jueves al acostarme me preguntaba.”¿Por qué entre tantos
indios y americanos, no está"la chica" del sheriff, ni la novia del
oficial yanqui, ni la mujer del coronel del fuerte? “En las películas del Oeste no faltaban estos
personajes. No digamos entre los indios, peor lo tenían. Solo pensaban en
luchar. Despiadados, con pinturas de guerra, arcos y flechas y un gran jefe.
“Jerónimo”. Tenía muchos hijos. Toro sentado. Nido de buitre. Ojo de buey. Julai
de la pradera y muchos más. Todos parecían solteros, sin intención de dejar de
serlo y preparados para la guerra. ¿Dónde estaban las mujeres, las indias del
poblado? No se las veía. ¿Estarían dentro de la tiendas? (Por cierto, cuando
crecí aprendí que se llamaban tipis.) Ni rastro. No había mujeres indias, ni
americanas. Para mí, lo peor de todo es que con todas estas limitaciones
no podía dar entrada en el juego a “la chica”. Debía ser rubia y mujer del
teniente yanqui. Todo lo imaginaba al margen de Toñín.
Desde la claraboya, veía con dificultad a Mari Carmen, mi vecina. Se apoyaba en la ventana de su dormitorio con un libro en sus manos. Jamás habíamos intercambiado palabra. Una mañana al salir de casa para ir al colegio coincidimos. Mari Carmen esbozó una sonrisa que interpreté como un adelante en mis deseos. La invité a jugar los jueves. No falló desde aquel día. Una tarde no vino. Toñín se extrañó.
Desde la claraboya, veía con dificultad a Mari Carmen, mi vecina. Se apoyaba en la ventana de su dormitorio con un libro en sus manos. Jamás habíamos intercambiado palabra. Una mañana al salir de casa para ir al colegio coincidimos. Mari Carmen esbozó una sonrisa que interpreté como un adelante en mis deseos. La invité a jugar los jueves. No falló desde aquel día. Una tarde no vino. Toñín se extrañó.
- - ¿Sabes Por qué no viene Mari
Carmen?
- Hoy no puede. Se ha quedado
en el poblado a jugar a “papás y mamás”. Quiero terminar pronto. Tengo que ir a
cenar con ella y nuestros hijos.
- ¿Cómo? No me has dicho nada
- Mientras tú matas indios
desde el fuerte, con tus ¡Pun, Pun! y ¡Bang! ¡Bang! No escuchas. Pasó el tiempo. Un jueves por la tarde, Toñín se presentó
semidesnudo, con taparrabos. Dejó el arco y las flechas a la entrada. Agitado,
pidió a Mari Carmen que le presentara una amiga del poblado. Mari Carmen
accedió. Toñin y su pareja marcharon juntos a otra reserva india. Pasadas
varias lunas un guerrero nos visitó.
“Gran jefe Toñín Despabilado firma la paz con casacas azules. Venir a su tipi."
Mari Carmen y yo seguimos jugando a "papás y mamás" en mi trastero.
“Gran jefe Toñín Despabilado firma la paz con casacas azules. Venir a su tipi."
Mari Carmen y yo seguimos jugando a "papás y mamás" en mi trastero.
Javier Aragüés (Noviembre 2015)
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