miércoles, 31 de mayo de 2017

ANA Y JOAQUIN. CELOS INFUNDADOS

Ana inmersa en su ciego amor por el Conde Wronsky sospecha de cada mujer y duda de él.
Nada detiene  sus celos salvo la locomotora de la vida.

Javier Aragüés (Junio de 2017)



Ana, la señora Ordoñez, agarrada a su cuello y medio desnuda acosaba a Joaquín que consentía sus besos y colaboraba ante la excitación. Él respondía con ese amor que cualquier hombre siente ante el empuje apasionado de una mujer. 


Edouard Manet


Los dos se amaban en Barcelona, en la antesala de la casa de Dori, mientras su marido Esteban, hermano de Ana, hacía lo propio con la profesora de inglés de su hijo en la habitación de un hotel próximo y Kati, hermana de Dori no dejaba de mirar a Joaquín. La mujer estaba desconsolada pues conocía el agravio y solo las palabras de Ana apoyada por la mirada y los gestos de Joaquín la hicieron volver al amor y a perdonar a Esteban. Mientras su marido Jorge Ordóñez, al que había ocultado el viaje a Barcelona, trabajaba como funcionario en un ministerio. Vivían en Madrid. Joaquín, arquitecto, se habían conocido en una de las visitas de obra a las promociones del padre de Ana, desde ese instante ella solo tenía pensamientos para Joaquín, mientras él respondía, pero no con la intensidad que ella deseaba; en su mente cualquier mujer le miraba con ánimo de arrebatárselo siendo una de las candidatas Kati. Joaquín, muy enamorado, ideó un viaje de fin semana a Venecia, donde consolidaron su amor tras una declaración formal rubricada con tardes de hotel sumergidas en deseo. 


En la cama, el beso, Henri De Toulouse-Lautrec, 1892 


Ana, más segura, disfrutó por alejarle de Kati que no obstante no atraía a Joaquín. Desde Madrid los fines de semana se repetían los viajes a cualquier ciudad haciendo que Jorge Ordoñez, el marido de Ana, sospechara de la relación. Incluso le llegó a preguntar si existía y Ana respondía con evasivas. El amor tan apasionado tuvo una consecuencia que fue el embarazo de Ana que cayó en una profundad depresión agravada por los celos. Al enterarse Joaquín, ideó un plan para fugarse y evitar la reacción incontrolada de Jorge Ordoñez. El parto de la niña se complicó y Ana estuvo a punto de morir. Todo lo vivido le hizo sentirse profundamente religiosa y pidió perdón a su marido, que accedió a sus súplicas.
Joaquin, Ana y la niña se fueron a vivir durante un tiempo a Italia  y regresaron después a España.
La situación marginal de la pareja hizo que Joaquin pidiera al marido de Ana el divorcio y el reconocimiento de la pequeña como su hija. Jorge Ordoñez no respondía lo que empeoró el frágil estado emocional de Ana. Joaquín, ante lo complicado de la situación, decidió visitar a su madre hecho que provocó un aluvión de pensamientos negativos; para Ana, él ya no la quería.  






En su afán de poseer a Joaquín, lo acompañaba al trabajo, no quería dejarlo solo ni un momento. En una de las vistas de obra supervisaba uno de los edificios más altos de esa promoción. En un instante en que Joaquín se alejó para comentar el ritmo de la construcción con un aparejador, pensó que la vida no tenía sentido y saltó al vacío. Joaquín impresionado y no pudiendo vivir sin Ana, también saltó al abismo, lo que puso de manifiesto que los celos de Ana eran infundados.

Javier Aragüés (junio de 2017)


viernes, 26 de mayo de 2017

MICRORRELATOS (mayo de 2017)


EN EL ASCENSOR



Coincidimos. Yo estaba dentro y no me esperaba. Palabras intrascendentes hasta que el ascensor se detuvo. Bajamos en la misma planta sin olvidarnos nada. Recogimos las pocas palabras a la espera de otra cita a ciegas. Al día siguiente volvió a pasar. Me esperó en el pasillo callada y reprochó mi quietud:

-Tampoco hablas -me dijo ella.

-Somos seres amorfos que se complementan en silencio -contesté con voz tenue.

-Si supieras lo que pienso quizás no me dejarías bajar en la planta fatídica, la del adiós.

-Se lo que piensas y para que sea posible es mejor no nombrarlo. Te miro, me respondes con tus ojos y eso basta - respondí convencido

Javier Aragüés (mayo 2017)





  
REENCUENTRO (me gusta el chico de la segunda fila)



Después de años, me invitó a subir a aquel cuarto destartalado del rastro madrileño. Yo la miraba, ella no advertía mis ojos. Sobre las sábanas, de la cama eternamente  deshecha, tuve la duda de si me adivinaba o sentía como yo. Un abrazo y sus pechos clarificaron el titubeo, despareciendo el temor. Los dos enroscados por el fuego no nos atrevimos a hablar para evitar que lo alcanzado se apagase.

Javier Aragüés (mayo 2017)



LA MUERTE DEL ABUELO




Jean Bapiste Greuze

Todos esperábamos su marcha menos él. Se fue sin despedirse hasta el día de pasar cuentas. Sentados a su alrededor nos mirábamos pidiendo explicaciones del porqué de su partida. Nadie se atrevía a dirigirle la palabra hasta que David, el más pequeño, preguntó: “¿Qué haces tumbado? Nosotros nos vamos, ¿Y tú? “


Javier Aragüés (mayo 2017)


  
DEJAR DE FUMAR



Ivan Malutin


Manejaba con soltura la forma de torturarse sin llegar a la extinción. Un día haciendo caso de recomendaciones ajenas, tomó la decisión de cambiar de tortura y se prestó a ser el que administraba la intensidad del dolor. Lo disfrazaba de promesas que incumplía. Mañana fumaré solo diez cigarros y así hasta dejarlo. Murió por falta de voluntad.

Javier Aragüés (mayo 2017)






EL DÍA DEL  INCENDIO

Guillermo Ceballos

Nadie esperaba que Natalia fuera capaz. Se levantó, amontonó una pila de libros y comenzó a leer. No paraba, también por la noche: solo se iluminaba con una vela robusta por lo que confiaba en su duración. Después de semanas con los ojos exhaustos seguía leyendo mientras la vela se consumía. Aquella noche el cansancio y el sueño la vencieron. Al caer sobre el tomo se cerró el libro y prendió la llama interna que hoy sigue sin extinguir.

Javier Aragüés (Mayo 2017)


miércoles, 17 de mayo de 2017

CON OTROS OJOS

Puntual como cada mañana, estaba en el banco de siempre sentada buscando un sol tibio que apenas se atrevía a aparecer. Junto a ella un perrita mestiza hija de la ca, lo que se entiende por un chucho. De pelo algo ensortijado y sin brillo y el cuerpo más famélico que lustroso, en oposición a la dueña, deforme, obesa, que no soportaba las carnes y que no tenía parecido, ni en pelo, ni en peso, con la perra. Soldada a unas gafas de sol de pasta fuera de época, con un cristal roto. Las dos exhibían cuerpos abandonados por los que el lujo había estado ausente de sus vidas. La mujer tenía siempre la misma postura, el cuerpo hacia atrás y los pies apenas llegaban al suelo; el bolso raído pegado a sus manos, mal cerrado por el que asomaba un pañuelo en pésimas condiciones de uso y la perrilla a su lado como una parte más de ella. Era una escena que inspiraba cuando menos compasión, hizo un movimiento discreto pero que terminó por abrir el bolso y se precipitaron todas las pertenencias, todas sin ningún valor. Me acerqué para ayudarle a recogerlas pero permaneció inmóvil y solo la perrilla se percató haciendo un gesto huidizo.








-¿Quién está ahí preguntó?

-No se preocupe, soy un señor con todo el tiempo, me llamo Eduardo -la intenté tranquilizar.

Al iniciar la conversación se mostró reservada y apretada a la perrilla como si fuera el bolso para protegerse. Le dije.

-¿Cómo se llama?

-Siempre me han llamado María -balbuceó

-¿Desde cuándo no ve bien?


-Desde siempre, no sé lo que es la luz desde que nací. Ni siquiera sería capaz de reconocer a Linda, mi perrilla. Ella ve por mí, distingue los peligros, no es un lazarillo pero es mi guía. Usted no representaba ningún riesgo por eso no se ha inmutado y le ha permitido acercarse sin rechistar -contestó.

Al despedirme le indiqué que se había abierto el bolso y que si me lo permitía recogía lo que era suyo. Sin dudarlo confió, debió hacerlo por el tono de mi voz.
Pasaron algunos días, volví a la plaza y allí estaba en el banco bajo un sol que no se había atrevido a despuntar. ¡Oh dios mío! Estaba sola, con mucho peor aspecto si ello era posible, su rostro totalmente empapado de lágrimas y en un continuo gemir. Al acercarme se apoyó en mi hombro y dijo.

- ¡Me ha dejado, me ha abandonado! Llevo varios días sola.

Tanto me impresionó la situación que quedé agarrotado, no me salían palabras de consuelo.

Así varios días, siempre en el mismo banco y con la misma pena. 

Aquella mañana el sol se hacía hueco entre un cielo desolado. Un hombrecillo se acercaba. Cuando estuvo a nuestra altura unas pequeñas orejas salían de la bolsa bajo sus brazos. Ella intuyó que era Linda y comenzó a gritarme.

-¡Dígame que es ella! ¡Dígamelo!

Se fundieron en un abrazo. María acariciaba a Linda y besaba las manos del indigente. 

jueves, 11 de mayo de 2017

LA CASONA

Con la brusca frenada el coche derrapó en el parterre junto al porche. En la casa la luz en la segunda planta hacía sospechar la presencia de extraños. Fran salió del vehículo de forma atropellada dejando la puerta abierta y Raquel dudaba entre seguirlo o permanecer junto a su hijo David. Fran empujó la puerta sin contemplaciones, el fuerte estruendo  coincidió con la ausencia de iluminación en el interior. Cogió la linterna escondida bajo la escalera y subió los peldaños de tres en tres. Raquel gritaba: "¡Corre, corre!". Ella sabía quiénes eran los intrusos. En el despacho de Fran estaban los documentos que buscaban y en los que se certificaba la adopción de David, el heredero de la propiedad, la casa y la extensión de más de dos hectáreas que la rodeaba.
La Casona, como la llaman los lugareños de la pequeña población próxima a la costa, era un viejo caserón, aislado pero dentro de la aldea, sobre la que la influencia era, a la vez, nula y recíproca. Adornada con árboles milenarios, sofisticados. Las secuoyas, de magnitudes disparatadas, tocaban el cielo y se apoyaban con su cuerpo robusto y amplia cintura en un terreno que no parecía preparado para ello. Robles, hayas y castaños, habituales en esas tierras, junto a enebros, encinas, fresnos y endrinas. Los pinos, también estaban presentes y los que daban un punto sofisticado; magnolios, cedros, tuyas y otras especies protegidas. 







No había tipos de árboles suficientes para representar las historias vividas en aquella mansión. Los arbustos, abundantes planifolios que rodeaban la finca, eran un gran muro natural que aseguraba la privacidad para que no escaparan las vivencias de los propietarios.  Todo surgía de manera ordenada dentro de la dispersión recubierta por una gran moqueta central de verdes caprichosos que rodeaba milimétricamente a todo lo que tenía la desfachatez de atravesarlo. Sin olvidar que el abrigo de la casa cambiaba de color, la cubría sin permiso en cada estación. La responsable era la hiedra. La abrazaba hasta cambiar el color de su cara, desnuda en  invierno, verde en primavera, rojiza o cobriza en otoño, para lucir policromada en verano. La mesa de madera a los pies de la casa jugaba un papel importante, tabernáculo de sobremesas de cada día. Había una leyenda que envolvía a la mansión y afirmaba  que un indiano la mandó construir a finales del siglo XIX, gracias a la fortuna que había apilado  como  terrateniente en los campos  de caña y tabaco, aunque los rumores se la atribuían  a sus actividades como negrero.


David, según el testamento del padre de Raquel –bisnieto del negrero-, se iba a convertir en el heredero de toda la hacienda, siempre que fuera el hijo legítimo y consanguíneo del matrimonio. Cumplía uno de los dos requisitos. El embarazo y nacimiento de David se había llevado acabo con la total discreción y complicidad en la pareja. En este caso, David no sería el heredero y  la herencia designaba a Pablo, el primogénito, hermano de Raquel.  




CONTINUACIÓN DE LA NOVELA LA CASONA  A GRANDES RASGOS

El matrimonio tenía mucho interés en que David obtuviera la herencia. Eran mezquinos rozando la cicatería y pretendían cambiar sus vidas al conseguir la propiedad. Pablo era meticuloso y desprendido. En oposición al carácter de su hermana Raquel, que no respetaba los valores ni los deseos de su padre. Aunque Raquel era la verdadera madre de David, para soslayar la esterilidad de Fran habían recurrido al banco de esperma de ahí la naturaleza de la paternidad que debía ser ocultada. Pero aquellos hombres, comisionados por Pablo, querían encontrar la verdad entre aquellos documentos y poner en evidencia la ilegitimidad del heredero. Los dos hombres se precipitaron escaleras abajo con un fajo de documentos. Se tropezaron con Fran que propinó un fuerte golpe con la linterna al que llevaba los papeles. Cayó inerte mientras al otro lo retuvo Raquel empuñando un revolver. Raquel y Fran habían conseguido evitar que David no fuera desheredado y no perder ellos también. Ante la situación: un cuerpo evidencia de un homicidio y un testigo no deseado ¿Cómo deshacerse del cuerpo? ¿O cómo comprar la voluntad del superviviente? Resolvieron ambas cosas. Utilizaron al superviviente  para hacer desaparecer a la víctima simulando un accidente e involucrándole en los hechos. Al ver de lo que eran capaces compraron su silencio con amenazas a la integridad de su familia, Esta opción encajaba con sus intereses y daba forma a resolver y así falsear los documentos convenciendo del engaño a Pablo.
La vida de la familia se complicó al averiguar Raquel en el banco de esperma, tras haber sobornado y amenazado al técnico responsable del error, que David, genéticamente, era hijo de Pablo. Raquel tuvo que ser ingresada en un psiquiátrico, Fran abandonó el hogar y Pablo se encargó de la custodia de su “so-bri-no” David.

Javier Aragüés (mayo de 2017)



miércoles, 3 de mayo de 2017

LA CARTA


Desde el verano no olvidaba la discusión con Silvia, con su atisbo de displicencia, frío y los ojos inyectados de odio. Las manos iban y venían, al ritmo de los reproches y al son de los insultos; siempre  en presencia de observadores muy interesados en conocer los detalles del desamor y del bochornoso espectáculo. Después de años de apretada relación, no olvidaba aquella tarde en el café donde nos citábamos, en el que nos habíamos manoseado hasta el escándalo, besado sin cesar hasta llagar sus labios y adornado los oídos con palabras que solo dos enamorados se pueden permitir en soledad. 





Egon Schiele

Lo más destacado de ella era su cuerpo esbelto, marcado en las formas representativas de una mujer. No podían ignorarse sus pechos receptivos y el vientre excitante . Yo no olvidaba en su desnudez, lo cálido del pubis al juguetear con su definido vello, al ritmo de mis susurros dispuesto a ofrecerse impregnado en amor. Bastaba el juego de miradas o de palabras excitantes puestas en sus labios, en los dos, para reforzar los deseos y dar un paso más en el consentimiento hasta alcanzar el ansiado desenlace.Esa tarde todo estaba a punto de acabar siempre que yo estuviera dispuesto abandonar esa comodidad de tener amor y sexo sin esfuerzo. Sí, aquella tarde iba a prescindir de la comodidad de tener a alguien con quien no hacía falta esforzarse para quedar, consentir conversaciones intrascendentes y hacer el amor sin empeño. Quería sustituir todo, por un verdadero amor al que sería costoso convencer y enamorar. Ese amor era Carla, al estar junto a ella, estaría presente el miedo a pronunciar un desatino, a realizar un gesto que hiciera desandar lo tan costosamente elaborado, pero todo a cambio de sentirme vivo, convencido de que lo alcanzado era tangible, horizontal sin ninguna concesión. Silvia no sabía vivir de otra manera. Ella me conocía tan bien como yo. Era una persona de reiteraciones en los hábitos y los repetía de manera enfermiza. No sé adónde me agarré para anunciar el irremediable desencuentro y la despedida final. Ella, aparentemente, no se descompuso y me confesó, sinceridad por sinceridad, que tenía que anunciarme que mi pretensión sería inalcanzable, pues había escrito una carta pormenorizando nuestra relación y lo acomodaticio en que había conseguido transformarla. Conociéndome, antes de llegar yo, la había entregado al camarero para que se la diera a Carla, con la seguridad, de que   me había citado allí, por lo predecible de mis costumbres.
.

Javier Aragüés (mayo de 2016)

jueves, 27 de abril de 2017

AMARGA Y ACARAMELADA


La caída de la Casa Usher

Edgar Allan Poe

Son coeur est un luth suspendu;
Sitôt qu’ on le touche, il résonne.

-De Béranger

Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher. No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un sentimiento de insoportable tristeza. Digo insoportable porque no lo atemperaba ninguno de esos sentimientos semiagradables, por ser poéticos, con los cuales recibe el espíritu aun las más austeras imágenes naturales de lo desolado o lo terrible. 





Hopper


Miré el escenario que tenía delante -la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados- con una fuerte depresión de ánimo únicamente comparable, como sensación terrena, al despertar del fumador de opio, la amarga caída en la existencia cotidiana, el horrible descorrerse del velo. Era una frialdad, un abatimiento, un malestar del corazón, una irremediable tristeza mental que ningún acicate de la imaginación podía desviar hacia forma alguna de lo sublime. ¿Qué era -me detuve a pensar-, qué era lo que así me desalentaba en la contemplación de la Casa Usher? Misterio insoluble; y yo no podía luchar con los sombríos pensamientos que se congregaban a mi alrededor mientras reflexionaba. Me vi obligado a incurrir en la insatisfactoria conclusión de que mientras hay, fuera de toda duda, combinaciones de simplismos objetos naturales que tienen el poder de afectarnos así, el análisis de este poder se encuentra aún entre las consideraciones que están más allá de nuestro alcance. Era posible, reflexioné, que una simple disposición diferente de los elementos de la escena, de los detalles del cuadro, fuera suficiente para modificar o quizá anular su poder de impresión dolorosa; y, procediendo de acuerdo con esta idea, empujé mi caballo a la escarpada orilla de un estanque negro y fantástico que extendía su brillo tranquilo junto a la mansión; pero con un estremecimiento aún más sobrecogedor que antes contemplé la imagen reflejada e invertida de los juncos grises, y los espectrales troncos, y las vacías ventanas como ojos.
En esa mansión de melancolía, sin embargo, proyectaba pasar algunas semanas.





Al monumento siniestro que dominaba el paisaje, algo sórdido se le había añadido  que me hacía albergar cierta esperanza respecto a lo que sería mi estancia. En el ambiente un potente olor a caramelo dominaba el tétrico decorado. Parecía nacer del interior de la casa. Al traspasar el umbral encontré un pequeño salón acogedor con un aire de desorden organizado. Libros abiertos con páginas subrayadas; otros en estanterías, dispuestos a ser arrebatados por unas manos anónimas, entrañables, ávidas de ocio y conocimiento. Buscaba con ahínco por los rincones de la sala. Los efluvios salían de un tibor que se encontraba sobre una singular mesa victoriana. Las paredes del ánfora revestidas de policromados de flora y fauna reforzaban sus curvas e invitaban a la relajación de la vista que acompañaba a la de la mente. Me venció la curiosidad y destapé la vasija. Efectivamente el olor residía allí.






John Palmer


Las responsables eran un cúmulo de manzanas rojas, geométricamente perfectas que brillaban reforzadas por la fina capa de caramelo que alguien había depositado con esmero, en riguroso contacto, el suficiente para no dejar pasar la luz y permitir la circulación del aire que dominaba el ambiente de todas las estancias. Sujetaba con mi mano derecha la tapa del recipiente que se apoyaba sobre la   mesa, cuando una voz aguda y agradable, oculta tras los cortinones que forraban una de sus paredes, me invitó: "coja".
La sorpresa provocó una  falta instantánea de coordinación que me hizo dudar entre soltar la tapa o tomar una manzana. Predominó a cordura y mordí la fruta, pasando la lengua por la almibarada superficie, ante la atenta mirada del inesperado inquilino. 

-¿Es usted el dueño de la casa? -pregunté

-Soy el marido de la dueña -respondió con tono  agudo, sonriendo con sorna,

- ¿Y el olor? 

-Soy el responsable. De hecho me ocupo de todas las labores de la casa. Me encantan las manzanas y las cocino de mil maneras, sobre todo me cautiva su aroma -respondió complacido.

-¿Y su mujer? -pregunté








-Jackie, es diseñadora de interiores -se detuvo esperando a que yo me interesara. Ante mi silencio, prosiguió: En realidad yo me ocupo de los visitantes y ella es la que tiene la gran responsabilidad de mantener en cierto desorden el entorno. Cuando se acercan forasteros, cuida el aspecto de la vegetación para que los juncos adopten la apariencia de ralos, poda los contados mojones de los árboles resecos hasta diagnosticar una severa depresión en el paisaje. La propia mansión se convierte, en apariencia, en el monumento a "la bilis negra" con sus ventanas en negritud, como las cuencas de los ojos de un leproso, que aloja la melancolía -contestó sin interrupciones. 

Jack me explicaba que nada estaba sometido al azar. Incluso regaba en abundancia durante la noche para reflejar un ambiente húmedo en el entorno de la casa. Jackie era capaz de todo. A los visitantes se les recibía con cordialidad siempre que admitieran las normas de convivencia y lo que más costaba entender, que al menos una noche, debían hacer el amor con ella.

Javier Aragüés (abril 2017)

miércoles, 26 de abril de 2017

FRAGANTE OPORTUNIDAD

Escucho el estertor del ascensor hasta convertirse en un chirrido grave, monocorde, amortiguado; se detiene, final feliz. Es Silvio, siempre llama a la puerta con dos tonos, después silencio. Puede estar ahí, detrás, horas esperando sin perder el tiempo, ni la sencillez. Nos conocemos hace años -matizo- nos frecuentamos; él, al menos viene dos veces por semana, yo le acompañó ausente. No olvido que es mi última oportunidad para compartir la vida con alguien que se deje querer y dé muestras de cariño, pero me cuesta convencerme. 





Hopper




Me ayudan las tardes que decido vivir con la pequeña hoguera en la que al quemarse cualquier gomorresina, me transporta al edén de los deseos sumergida en excitantes pensamientos. Silvio me reclama desde de su quehacer sosegado e insistente. No le basta mi presencia. Tumbada junto a él, con los muslos apretados, espera cualquier descuido para situarse entre mis piernas. Tras unos momentos de elaborado placer, me relajo mientras enciende el cigarrillo de la tregua que se confunde con el humo del incienso y vuelta al principio. De esto me quejo, soy feliz mientras nos rozamos, después queda el olor de él y el de la resina, suficiente para sentirme madura, independiente, en suma, mujer. Ventilo la habitación pero el vaho no se va, quiere seguir junto a mi, me rodea sin invadirme. Necesito esta fragancia al menos para hacer el amor pero sobre todo para seguir recelando sobre mi última oportunidad. 

Javier Aragüés (abril 2017)

miércoles, 19 de abril de 2017

RUIDITOS Y JUEGO DE PALABRAS





RUIDITOS



Dí dos vueltas a la llave, abrí con facilidad. El salón completamente negro. No acertaba a encender la luz, sí a tropezar. No era la primera vez. Cayeron primero las llaves y después yo. Había trastabillado con Ruiditos, mi gato. Era su nombre en la intimidad, no había otro lugar.Vivía con él y con mi estado: era viudo. Sonó un ¡zapatún! amplificado por la desolación del piso, hueco de mobiliario y de ilusiones al que se sumó el desplazamiento de una silla involucrada en el percance. El golpe que recibió Ruiditos debió ser considerable. Había desaparecido, ni rastro y pensé lo peor. Llamaron a la puerta. Era la hora. Mi amigo Melquiades, para el que era un ser fantástico, o al menos eso pensaba él de todos los que eran o habíamos sido maestros, venía a echar la partida de ajedrez, como cada tarde. Le conté lo sucedido. Como era un buen amigo se puso en mi lugar y me dijo: "voy a hacer todo lo que esté en mis manos, pero ahora no dispongo de ningún ejemplar para disecar, no te aseguro que quede como lo que conseguí con Ruiditos"


Javier Aragüés (abril 2017)









JUEGOS DE PALABRAS







Don Marcelino se zapatedió un buen golge. Con gran es fuerzo se levantó pero no pudo evitar que su gato, Ruiditos, hiciera también un zapatún saliendo tan mal zapatedado como su dueño. Llegó su amigo Melquiades, le ayudó a deszapatedarse, aunque poco pudo hacer por Ruiditos.

Javier Aragüés (abril 2017)

domingo, 16 de abril de 2017

UNA SUGERENCIA CON CONDICIONES

Al pasar ante el portal el aroma del cuerpo de Ana quedaba suspendido el tiempo suficiente para acompañarme de nuevo y pasearme por ese fin de semana que pasamos en Roquetas, al principio del boom turístico. Ella estrenaba bikini, yo unas gafas de sol de piloto que bastaban para ser observado y atraer, con el riesgo de contraer la tontería. Tendida en la arena, yo junto a ella, solo podíamos rozarnos, para no ser apercibidos por un fuego cruzado de miradas de otros bañistas o de los caminantes del paseo. Sentí su piel al apoyar una pierna sobre la mía. Ambos notábamos el calor de nuestros cuerpos y de nuestros comentarios. Iban creciendo las insinuaciones hasta que ella sorteó el nivel inmediato y me dirigió la frase inolvidable, "pienso que para hacer bien el amor hay que venir al sur". 




Sin abandonar el peldaño alcanzado bruscamente, contesté con una sonrisa y otra frase: "para eso hemos venido, ¿no?". El tono ambiguo me permitía, a la vez, ser escapista o reafirmar mi inicio del camino al enamoramiento, pero resultó poco convincente. Tenía que interpretarlo con rapidez ante la inminencia de su respuesta. No contestó. Se levantó dobló la toalla. Fue capaz de mantener una expresión que no concluía ni enfado o propuesta y marchó sin mediar palabra.

Terminó el fin de semana y volvimos a Madrid, a la rutina. Ana era bibliotecaria, yo me ocupaba de la sección de cine en uno de los diarios de mayor tirada. No nos veíamos apenas. Tenía la duda de si ella, habría dado una zancada o se habría replegado.

Al cabo de un mes, apareció Richard, un periodista irlandés  que contrató el periódico. Los presenté, sin saber que era el primer paso hacia la ausencia de expectativas. A partir de ese momento salían habitualmente.

Ya no había fines de semana a la carta. Nos dejamos de ver. Para ser precisos me dejaron   ellos. Quedamos una tarde en el Café Comercial. Entraron de la mano y con gestos de complicidad. Ana hizo gala de dominar el inglés, a la menor oportunidad, incluso se hacía pasar por británica delante del camarero:

- ¿Qué van a tomar? - dijo el camarero.
- Excuse me -dijo Ana, entre despiste e incomprensión.
- Por favor, yo lo de siempre y ¿tú Sergio? -Richard ayudaba y deshacía la interpretación de Ana.

Ella había disfrutado durante unos instantes de su aparente doble nacionalidad. Me incorporé a la mesa. Ana dominaba a los dos y repartía los papeles del improvisado sainete. Propuso organizar un viaje a las playas de Almería, para el próximo puente, con la condición de ir dispuestos a todo.

Sentí que no olvidaba los días que habíamos pasado, antes de conocer a Richard y que culminaron en un final abierto. Habría reflexionado y querría darse, darme, otra oportunidad. Accedí con entusiasmo. Al llegar al hotel pidió una habitación y con mirada sugerente nos invitó a subir. Abrió la puerta y dijo. "podéis desnudaros". Richard y yo nos miramos. Él con muestras de agradecimiento, y yo profundamente confundido.






- Sabéis lo que pienso de lo adecuado de esta zona para consumar las relaciones -avanzó Ana.
- ¿Delante de ti? -preguntó Richard.
- ¿Los dos contigo? -dije.
-  No, vosotros dos y yo de testigo -contestó Ana.

Jugaba con ventaja, conocía la sexualidad de Richard y mi deseo de practicar el sexo con ella. Había urdido un plan para vengarse de mi falta de iniciativa utilizando a nuestro común amigo.

-¿Cómo pretendes que sigamos el juego? -comenté.
- No es un juego, es una propuesta -intervino ella.
- ¿Por qué pretendes que me arriesgue? ¿Tú, a qué estas dispuesta? -interrumpí.
- A lo que quieras. Para comprobarlo debes aceptar. Ya sabes " que quien quiera peces que se moje el culo " -respondió sin dudarlo con un tono entre irónico y despechado. 

Cuando volvía a pasar ante el portal de Ana confundía el aroma de su cuerpo del primer fin de semana con los olores que invadieron la habitación, mezcla de los deseos de los tres. Por fin la ambigüedad se había disipado.



Javier Aragüés (abril de  2017)

viernes, 14 de abril de 2017

EL ÚLTIMO CONSEJO

Al regresar los templarios, siempre les esperaba en la gruta junto al fuego entre el calor y las marmitas. Bruna -así se llamaba la mujer- estaba allí, vigilante, atareada y disfrazada de tiempo infinito, el que no transcurre,  ni vuelve. Tenía la cara ajada como las huellas que dejan los caballos sobre la arcilla y el rostro triturado por el calor del lar y la fría soledad. La faz estaba deformada por la hoguera y las esperas. Ese quehacer se había incrustado y no salía de su cara. Cada mañana,  se dirigía a los márgenes del río para reponer los odres del necesario fluido frío y transparente, listos para calmar la sed al regreso de los cruzados.







Sir Robert - al que se le conocía como "el inglés"- pensaba en Bruna y se apiadaba de su rostro, el resto de su figura y la mente encajaban con lo que para él debía ser toda una mujer. 
Al bajar de su montura la miraba buscando la calma que le proporcionaba para tomar fuerzas hasta la siguiente batida. Nunca cayó prisionera y manejaba la espada con la misma destreza que las escudillas para cocinar.
Si acechaban los detractores del obispo de la  diócesis del Burgo, para ella los verdaderos herejes, luchaba sin  desfallecer  hasta obligarles a huir o malherirles si era 
necesario.

Todos la ignoraban excepto Sir Robert Crown, un sajón que se había unido a la partida en el sitio de Jerusalén y les acompañaba desde entonces. Huían del infiel, con tal rapidez, que abandonaban sus propias sombras. Una larga travesía por tierras del continente, que les llevó hasta las puertas del Burgo de Osma, en plena meseta castellana.
En el entorno y en la ribera del río Lobos, responsable de la formación del cañón por un doble fenómeno de erosión (*),
instalaron su escondite.
(*) Sometido a la erosión mecánica del propio río y la de disolución de la roca calcárea










Levantaron una ermita cisterciense conocida como la de San
Bartolomé. Confundida con las paredes del angosto cañón, la luz la cubría de un amarillo piedra y la teñía de grises en ausencia de sol y con cielos cubiertos. Las lágrimas negras de las paredes se derramaban en la pendiente más acusada del barranco.
Los templarios tenían unos aliados incondicionales, los buitres que vigilaban el barranco. A los nobles, falsos creyentes, al caer de su corcel los convertían en túnicas desprovistas de carne con manchas rojas pestilentes perforadas por el pico de las aves carroñeras.
Aquel día el inglés  -como le conocían todos- no formó parte de la partida, permaneció en la gruta junto a Bruna curándose de unas malas heridas que le propició un falso cristiano y opositor del obispo de la diócesis del Burgo, su eminencia don Pedro de Bourges, defensor de los derechos del pueblo frente a los nobles.
Bruna, en el más nítido acto de dulzura deslizaba la mirada y las manos sobre sus úlceras, tratando de inculcarle sosiego. 





Phillipe de Champaigne



El caballero llevaba varios días quejándose. Las heridas habían pasado de profundos surcos a masas purulentas que irradiaban un hedor que se había instalado en el ambiente de la gruta, sustituyendo al aire. A la  entrada se agolpaban los buitres que se posaban agitando las alas extendidas en toda su magnitud y aseguraban, con su revoloteo, el posar tan seguro como ruidoso.







Con los dedos entrelazados y las manos sudorosas rezaba por la salud del "inglés" como único deseo de esa fervorosa oración. Lo rezos no impedían que el caballero delirase, con un gran esfuerzo cogió la mano de Bruna que le miraba. Él, le pidió que se acercara y con los labios junto a los suyos, susurró -Te he querido en silencio sin ser reconocido. Me has tratado con privilegio frente al resto, nunca te he expresado mis deseos y ahora tengo que partir. Sin apenasfuerzas, a modo de consejo, le dijo -Ya sabes lo que dicen en por estas tierras: "Quien quiera coger peces que se moje el culo". Yo no he sido capaz y te he perdido.

Los buitres le asieron con sus poderosas garras y le 

arrastraron hacia la eternidad.

º

Javier Aragüés (marzo de 2017)