miércoles, 19 de junio de 2019

UN OLOR INCONFUNDIBLE




Puntual como cada mañana, la señora Elvira estaba sentada en el banco de la plazuela buscando un sol tibio que apenas se atrevía a aparecer. Vivía sola y nunca había salido de su barrio. Junto a ella, una perrilla mestiza con los ojos vivos y tristes que la servía de lazarillo. Las dos eran inseparables. La mujer, que a su edad apenas veia, esa mañana se mostraba especialmente inquieta, apretaba con las dos manos su bolso raído. Su rostro cambió cuando la perrita empezó a ladrar. Por el otro extremo de la plazuela, un hombre de unos setenta años, con buena presencia se dirigía hacia ella.

—Hombre don Enrique hoy parece que se retrasa, ya le echaba en falta. Estoy tan acostumbrada a nuestra charla — el olor de su colonia era inconfundible.

—Buenos días señora Elvira. Me he retrasado por qué me pareció no haber cerrado la llave del gas y, ya sabe, tuve que volver para asegurarme.
Tengo buenas noticias. He recibido una carta de Pilar mi hija, la que trabaja en Dinamarca. Este año quiere que vaya para pasar unos días con ellos, hace tanto tiempo que no la veo.

Al escucharle, la señora Elvira, con la mirada perdida, buscaba a la perrita con una de sus manos. Parecía que con sus caricias quisiera consolar al animal.
El hombre sabía que la señora Elvira apenas veía pero existía una complicidad recíproca como si ambos quisieran  ignorarlo.




-¿Hay alguien con usted?

-No se preocupe señora Elvira, no hay nadie más que su perrita y yo. Al escuchar su voz pareció calmarse.

Después de un rato de charla, el hombre se despidió. Mientras caminaba no podía dejar de pensar en la señora Elvira y su perrita.

A la mañana siguiente don Enrique acudió al banco como era habitual. Allí estaba la perrita sola, de la señora Elvira ni rastro. Al verle, la perrita comenzó a ladrar y hacía gestos para que le siguiera, pero él dudaba y aun sintiéndose algo ridículo decidió acompañar al animal que le condujo hasta uno de los edificios antiguos y destartalados que había cerca de la plaza. La perrita se paró en el portal. Una vecina entraba en ese momento. Enrique le preguntó por la señora Elvira.  —Sí, en el 2º derecha. La puerta estaba semiabierta y la señora Elvira caída en el suelo. La perrita lamia sus manos, entonces la mujer comenzó a moverse. Confusa, sintió el oler de la colonia, mientras se recuperaba. Don Enrique la ayudó a levantarse.

— ¿Qué hace usted aquí?—preguntó muy extrañada.

—Al no verla en el banco he pensado que algo había ocurrido y su perrita me ha traído hasta aquí.

—No sé qué me ha pasado, me he mareado y no recuerdo más. Pero ahora me siento mejor. Por cierto, ayer se me olvidó preguntarle cuándo se va a ver a su hija.

—De eso quería hablarle. No crea, le estoy dando vueltas y ya no estoy para viajes. Prefiero quedarme y seguir con mis rutinas. Ir a la plazuela cada día y charlar tranquilamente  con usted todas las mañanas y…

La señora Elvira con gestos torpes buscaba a don Enrique mientras la perrita lamía las manos de aquel hombre al olor de la colonia.



Javier Aragüés (Junio de 2019) Concurso Acem










lunes, 17 de junio de 2019

ESTRENANDO UNA EDAD (concurso ACEM)




Isa, así la llamamos los más próximos, es una mujer vasca, de Bilbao, que ejerce como tal. Tiene el pelo corto y rabioso, cuidadosamente cano y un perfil de mujer rebelde, que no ofende y te mantiene alerta. Es capaz de seguir callada hasta decir lo apropiado, guste o no. En cualquier caso, Isabel, ha diseccionado y aislado los conceptos jubilación y envejecimiento para dominarlos. Se siente tan plena, que la jubilación ha dejado de ser una meta para ser una nueva etapa. Disfruta del nuevo tiempo, sin temor al ocio o la soledad,  porque ha descubierto que el secreto está en vivirlos. La vida la ha tratado de tú a tú. Al mirarla, su aspecto es la expresión de la entereza.
Sus tres hijos no la hacen olvidar a su marido, ni los años irrepetibles junto a él y en los silencios, él está en su mirada. Los esfuerzos realizados para sacar adelante a sus hijos, los sacrificios, los días y noches de inquietud y los acontecimientos imprevisibles se resumen en la compensación de poder mirar el mar desde los sentimientos.



En Getxo, Isabel pasea por el Puerto Viejo de Algorta, mira el mar al atardecer y en cada ola remansada escucha las palabras de Jóse, que desde que murió no ha pasado un día sin que deje de interesarse por ella y sus hijos. Isabel, desde entonces, le cuenta cómo ha ido venciendo los inconvenientes hasta llegar a dominar la soledad y envejecer celebrando el sol de cada día. De vez en cuando sonríe, piensa en su marido y en lo que vivieron juntos, pero lamenta no poderle explicar por qué ha conseguido sobrevivir a las nostalgias. Mira la última ola, piensa en él y se repite: "Jóse, la juventud la llevamos dentro”.   

Isa sigue mirando el vaivén de las olas mientras el sol se prepara para el día siguiente.


Javier Aragüés (junio de 2019)

viernes, 14 de junio de 2019

CUELLO IMPACIENTE

Nadie se daba cuenta. Podía seguir apoyando mi mirada en su sutil cuello con la tranquilidad de que no sospechara. En ese momento, en ausencia de testigos necesarios, me animé a recorrer su nuca sembrada de finos y suaves cabellos que arrancaban con estudiado desorden suspendidos por la sencillez; permitían ver la piel encendida que parecía impaciente a la espera de un soplo de proximidad. Abstraído y descompuesto, tuve que esforzarme para no perder el equilibrio y caer sobre su espalda. Un instante de realidad fue suficiente para recomponerme. Seguía tan próximo que sentía la calidez de su cuerpo y el miedo a no poder ocultar la vehemencia de mi deseo. Al llegar a la taquilla me apresuré para que nada ni nadie se interpusiera en mi empeño de estar junto a ella. En unos segundos apagaron las luces. Se llenó la pantalla. Dos amantes enredados sobre una cama eternamente deshecha no cesaban de acariciarse y pasear los labios, una y otra vez, por los secretos de sus cuerpos. La escena se prolongó hasta el final. Al encender las luces, pude mirar su rostro agitado. Sin pestañear, salió de la sala me cogió la mano y caminamos en silencio por el bulevar hasta llegar a su casa. 






Abrió la puerta del dormitorio y ante mí, se colocó de espaldas sobre la cama. Ella, con un peine acariciaba su nuca y levantaba los cabellos desordenados a la espera de mi mirada. Desnudos los dos, yo tenía la vista sobre su cuello y no dejaba de descubrir su encendida piel. Un itinerario excitante que era imposible recorrer sin perder la razón. Ella se giró aproximándose hasta encontrar mis labios, yo la esperaba. Una mano atrevida acarició mi vientre y las mías respondieron paseando por la perpendicularidad de su sexo y gozando de su aprobación. Fundidos en el sudor del delirio yo buscaba su cuello, ella mi mirada y nadie se daba cuenta.     

   

Javier Aragüés (Junio de 2019)


miércoles, 5 de junio de 2019

ESTRENANDO UNA EDAD



Mientras estoy leyendo un mensaje de WhatsApp de Isabel pienso en ella. Es una buena amiga y en mi vida no hay tantas.


Isabel es una persona que pertenece al grupo de hombres y mujeres, que surgen en la mitad del siglo XX y que al verla no dudas que todo aquello que ha vivido lo ha hecho con pasión. Porque, como ella, todos los niños y niñas que hoy tienen —tenemos— entre cincuenta y setenta años pertenecen a una franja en la que algo les caracteriza. Se puede afirmar que algunas cosas las dan por sabidas, como por ejemplo cómo funciona un ordenador, o cómo utilizar un móvil y comunicarse con facilidad con los amigos por email o por WhatsApp, pero la mayoría de ellos saben o aprenden a disfrutar de lo cotidiano. Isabel también lo hace como si siempre hubiese formado parte de su vida; las vivencias difícilmente explicables las lleva en su interior y, dependiendo del interlocutor, las da a conocer con un gesto agrio o una sonrisa. 

Nadie podía imaginar que en medio de aquellos años grises de tristeza y sentimientos contenidos, se estuviera larvando un grupo de seres humanos capaces de romper con la palabra y la idea de envejecer en un país que iba a cambiar tanto. 

Isabel lo recuerda, porque es de las personas que ha sabido jubilarse y disfrutar del ocio y la soledad sin tropiezos, rodeada de los medios de la que ella es responsable y, sobre todo, de grandes amigos. 
Después de años dedicados a un trabajo para asegurarse un medio de vida, al llegar a la franja, que yo llamo la banda de la verdad, ha encontrado la actividad que verdaderamente le gusta. Lee, charla con amigos, acude a exposiciones, viaja, o se interesa por cualquier actividad creativa y es capaz de detenerse ante una copa de vino para deleitarse con el día que ha vivido. En cualquier caso, Isabel, como algunos de los privilegiados de esa generación, ha diseccionado y aislado los conceptos jubilación y envejecimiento para dominarlos. Se siente tan plena, que la jubilación ha dejado de ser una meta para ser una nueva etapa. Disfruta del nuevo tiempo, sin temor al ocio o la soledad,  porque ha descubierto que el secreto está en vivirlos,  Los esfuerzos realizados para sacar adelante a sus hijos, los sacrificios, los días y noches de inquietud y los acontecimientos imprevisibles se resumen en la compensación de poder mirar el mar desde los sentimientos.

Isa, así la llamamos los más próximos, es una mujer vasca, de Bilbao, que ejerce como tal. Tiene el pelo corto y rabioso, cuidadosamente cano y un perfil de mujer rebelde, que no ofende y te mantiene alerta. Es capaz de seguir callada hasta decir lo apropiado, guste o no. La vida la ha tratado de tú a tú. Al mirarla, su aspecto es la expresión de la entereza. Sus tres hijos no la hacen olvidar a su marido, ni los años irrepetibles junto a él y en los silencios, él está en su mirada.



En Getxo, Isabel pasea por el Puerto Viejo de Algorta, mira el mar al atardecer y en cada ola remansada escuchar las palabras de Jóse, que desde que murió no ha pasado un día sin que deje de interesarse por ella y sus hijos. Isabel, desde entonces, le cuenta cómo ha ido venciendo los inconvenientes hasta llegar a dominar la soledad y envejecer celebrando el sol de cada día. De vez en cuando sonríe, piensa en su marido y en lo que vivieron juntos, pero lamenta no poderle explicar por qué ha conseguido sobrevivir a las nostalgias. Mira la última ola, piensa en él y se repite: "Jóse, la juventud la llevamos dentro”.   

Isa sigue mirando el vaivén de las olas mientras el sol se prepara para el día siguiente.



Dedicado a mi amiga Isabel Bárcena. 

 Javier Aragüés (Junio de 2019)

sábado, 1 de junio de 2019

DOS MUJERES


Eran dos hermanas inseparables. Los trances de la vida las habían conducido a estar juntas desde el fatal accidente en el que perdieron a sus padres y fueron acogidas por una hermana de su madre. A partir de ese momento su infancia estuvo condicionada por la ausencia de un verdadero cariño. Laura era la más joven y la que más acusaba la falta de sus padres, se mostraba poco ocurrente y lloraba con frecuencia. Amelia era esbelta y dicharachera; caminaba sin mirar al suelo y ceñía sus vestidos hasta la insinuación. En apariencia, no acusaba la forma de vida tan severa a la que estaba expuesta. Con catorce y dieciséis años se enfrentaban a una tía que nunca había sustituido a su madre, y a su marido, que era un hombre acostumbrado a ser el único varón de la casa. Laura no paraba de llorar en silencio y Amelia se rebelaba. 

Al crecer, la influencia de Amelia sobre su hermana se hizo notoria y protectora. Siempre ayudaba a Laura y ante la menor dificultad la amparaba. Esta sobreprotección llevaba a la mayor a anticiparse ante cualquier situación incómoda para su hermana. Con el tiempo, Amelia se iba conformando como una mujer auténtica, mientras Laura mermaba su relevancia y afeaba sus rasgos; a los treinta años era difícil determinar su sexo y anulaba su capacidad. Los tíos hacían lo posible para que abandonaran la casa y les presentaban a posibles pretendientes. Casi todos eran rechazados, hasta que Amelia conoció a Ramiro. Era un hombre  adinerado, de apariencia afable y de buenas maneras, parecía hecho a su medida; eso pensaba Amelia y accedió a casarse con la condición de que Laura viviera con ellos. Pasados unos meses, Ramiro se convertiría en su marido.

A pesar de las primeras impresiones, la convivencia no fue fácil. Laura incomodaba a Ramiro, que le hablaba de malos modos; hasta que un día, en ausencia de Amelia, intentó abusar de ella. La situación se hizo insostenible, la discusiones eran la forma habitual de relacionarse entre el matrimonio y aparecieron las agresiones. Amelia terminó echándolo de casa alegando malos tratos hacia su persona y a la de su hermana. La posición acomodada de Ramiro y la decisión del juez permitieron vivir a ambas con independencia y desahogo.








Pasaron unos cuantos años de tranquilidad  que rozaban la monotonía. Por iniciativa de Amelia comenzaron a frecuentar el Club Alma, de perfil intelectual. Era un lugar frecuentado en su mayoría por mujeres y muy pocos hombres, que las socias llamaban "hombres buenos". Venía a ser un club de caballeros adaptado al siglo XXI. Era un punto de encuentro para que personas cosmopolitas disfrutaran de la cultura y el arte. Las dos hermanas se sentían cómodas y acogidas en ese lugar; en particular Laura, que comenzó a arreglarse. Creció su afición por la lectura y participaba en alguna de las tertulias que surgían espontáneamente en el club. Las hermanas asistían cada día al club. Era Laura, la que animaba a Amelia si esta, por cualquier motivo, intentaba justificar la ausencia.

Laura crecía como persona cultivada y de marcada feminidad. En medio de esta positiva metamorfosis, Amelia contrajo una  grave enfermedad que la envejecía de forma prematura y la hacía más dependiente de su hermana. Hasta que un día, Amalia dejó de ir al club. Se sentía muy cansada y no era capaz de seguir a Laura, que desde ese instante no se separó de ella. Amelia empeoraba y al cabo de un mes murió. 
Laura apenas salió de casa hasta que pasó el duelo. Tenía miedo a estar sola, sin Amelia. Pero aún era joven y tenía que vivir como le hubiera aconsejado su hermana. Retomó su vida en el Club Alma. Comenzó a interesarse por todo lo relacionado con el diseño y en particular por la Escuela de Bauhaus. Con el tiempo, Laura se convirtió en una especialista. Impartía cursos y charlas. 

Al finalizar una de sus charlas, una mujer de su edad, muy atractiva, la abordó.

— Mi nombre es Celia. Estoy muy interesada en Walter Gropius, fundador de la escuela y su idea entre el uso y la estética. Me gustaría conocer tu opinión.

Las características de esa mujer, la afinidad intelectual y su presencia le recordaron a su hermana Amelia. A partir de ese día, todas las tardes coincidían en el Club y charlaban con otras socias. Pasaron unos meses y su excelente relación progresaba. Una de las tardes, Laura, en un gesto que en otro tiempo le habría sido impropio, la invitó a su casa.  Salieron cogidas del brazo de la sede del club. 



Al llegar a su casa, Laura le mostró toda la bibliografía que había recopilado sobre la arquitectura moderna. Hablaron horas entre café y café. Ya de madrugada, en un instante se detuvieron las palabras, se miraron y Laura la invitó a levantarse, cogidas de la mano caminaron hasta llegar al dormitorio; junto a la puerta, acarició sus labios, se cogieron de la cintura y al llegar al lecho, se desnudaron de forma natural y con mutuo respeto, hasta introducirse en la cama de forma sosegada.

Una luz tenue en la alcoba iluminaba un retrato de Amelia que con una mueca cómplice les dirigía una sonrisa tranquilizadora.





Javier Aragüés (Junio 2019)

martes, 28 de mayo de 2019

TREINTA Y SEIS AÑOS









La travesía


Solos, tú y yo, nos desplazábamos sobre un sueño con un único testigo, el mar. Si el tiempo lo exigía luchábamos sin tregua. Cuando era permisivo, nos refugiábamos a sotavento. Dispuestos a bregar contra todo. No nos detuvimos hasta llegar al final. En la bahía del silencio nos abrazamos. Tú a mi cuerpo y yo a tus deseos. Todo había sido posible. No había mejor despedida. Nos besamos, esta vez para siempre.


Queca, hoy, hace treinta y seis años que seguimos navegando.




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Javier Aragüés ( 28 de mayo de 2019)

viernes, 24 de mayo de 2019

CUATRO MICRORRELATOS






El cabo


El marinero aferraba el cabo a su curtido brazo y lo tensaba prolongándolo por la cubierta del bergantín hasta hacer firme el foque. Entre los palos y la noche, una luz redonda  se asomaba indiscreta y rodeaba el torso húmedo y salado de aquel navegante para tratar de enamorarle. Todo era posible hasta que un tupido nubarrón deshizo el idilio.




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El obsequio más deseado




Pantaleone Mauro era un rico comerciante amalfitano conocido por su capacidad de agradar a todos los habitantes de Amalfi. Había mandado construir el Claustro del Paraíso. Era un claustro singular que conseguía que el arte y la belleza acercaran los hombres a Dios a través de las 120 finas columnas dobles que soportaban arcos entrelazados de clara influencia oriental; también se hizo el lugar preferido de los enamorados. 

Le parecía que esta obra iba a ser determinante para conseguir el amor de una bella doncella amalfitana, la joven Amaranta.  Pero no fue así. En cada viaje trataba de sorprenderla con sofisticados y lujosos regalos pero ella seguía sin mostrar su amor. 

Confundido y desesperado, envió a un sirviente para que concertara una cita con Amaranda. La negativa fue rotunda. Al día siguiente él mismo se presentó en su casa. La joven salió a recibirle. La luz y el brillo de los ojos de la muchacha empequeñecieron a Pantaleone, que desmoralizado le preguntó.

 — ¿Qué puedo ofrecerte a cambio de tu amor?


— Solo una cosa. Pasar una noche, los dos solos, en el Claustro del Paraíso.

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La travesía


Solos, tú y yo, nos desplazábamos sobre un sueño con un único testigo, el mar. Si el tiempo lo exigía luchábamos sin tregua. Cuando era permisivo, nos refugiábamos a sotavento. Dispuestos a bregar contra todo. No nos detuvimos hasta llegar al final. En la bahía del silencio nos abrazamos. Tú a mi cuerpo y yo a tus deseos. Todo había sido posible. No había mejor despedida. Nos besamos, esta vez para siempre.





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Parténope, la ninfa condenada.


A su regreso a casa, Ulises se vio obligado a discurrir por la costa amalfitana. Cuando un grupo de sirenas inició sus cantos para atraer a Odiseo. Ulises ordenó ser atado al mástil y taponar sus oídos con cera. Parténope, una de las ninfas, sabía que su canto se había introducido en el cuerpo de Ulíses que, apoderado por los acordes, se debatía para liberarse de las ataduras. Cuando lo consiguió era tarde y Parténope estaba condenada, se convirtió en un beso.


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Javier Aragüés (mayo de 2019).

jueves, 9 de mayo de 2019

EL CÍCLOPE






Solo miraba en una dirección, siempre en la misma. Su punto de vista nunca sorprendía. Era pertinaz y agotaba sin convencer a los que sostenían otros principios. No debatía, monologaba. Hasta que una mañana, al mirarse de reojo frente al espejo, murió de aburrimiento.


Javier Aragüés (mayo de 2019)

viernes, 3 de mayo de 2019

ASESINATO EN VIL·LA MAJÓ





Vil·la Majó es una antigua edificación catalana espléndida y señorial que parece estar deshabitada. Hay otros cinco palacetes que se  agrupan en una calle recóndita del barrio barcelonés del Putxet. El caserón se encuentra en una travesía pequeña que arranca de la calle Marmellá; muy pocos la conocen, excepto los propios vecinos. Al asomarse a la callejuela un fuerte olor a verde limpio y el silencio anuncian que estás en un lugar singular de la ciudad. La mansión es difícil de localizar; un muro de piedra caliza de más de tres metros de altura, abigarrado de hiedra y enredaderas lo impide. Si no estás ante la pesada puerta de hierro forjado, la casa pasa desapercibida; una hilera de pinos y frondosos castaños la enmascaran. Al atardecer, varios faroles discretos, rematados por luces temblorosas de amarillo anaranjado, atestiguan lo sombrío del pasaje. El silencio cálido y algún maullido lejano son los únicos signos de vida. Por la noche, se apagan los faroles y solo permanecen iluminados los letreros con el nombre de cada una de las vil·las, con una luz tan escasa que apenas permite leerlos. 

La propietaria de una de esas vil·las era Mercè Garrigosa, una mujer soltera de mediana edad, acomodada y que vivía sola. A las 11 de la noche, después de cenar, paseaba a su perrito, un schnauzer de color negro, junto a las puertas de las casas lo hacía todos los días a la misma hora. Esa noche, al pasar frente al portón de Vil·la Majó, el perrito se detuvo; no dejaba de olisquear, señalando con el hocico hacia el interior de jardín. Mercé tiraba de él, pero el perrito se resistía. Ella se asomó. En el ventanal del piso superior había luz, le extrañó.  Lo que era diferente era el olor que había en el jardín, no olía como en el resto de la calle. Era un olor neutro, como si el del frescor habitual estuviera sustituido por uno más fuerte pero que le era irreconocible. Se asomó entre el espacio que le permitía los ajustados barrotes y le pareció ver un bulto. Se acercó y la puerta cedió. El ruido de los goznes oxidados le produjo una sensación desagradable y dudó entre empujarla o marcharse a su casa. La curiosidad le venció. “¿Cómo es que la puerta estaba abierta? Empujó el portón muy despacio. El chirrido no fuera escandaloso. Fue inevitable, el juego de las bisagras corroídas sonó como un quejido desconsolado en medio de la noche. Muy asustada miró al ventanal que seguía iluminado. Permaneció inmóvil durante unos segundos como si así descontara el ruido anterior. Dubitativa se tranquilizó al pensar: "¿Pero qué es lo que te puede asustar a esta edad?”
Avanzó hasta los escalones que daban al inmueble. El perro tiraba y tiraba hasta que se detuvo al llegar al bulto. A penas se veía. Mercé se agachó para hacerse una idea de lo que era aquello; lo palpó varias veces con miedo, le parecieron cartones y entre ellos tocó algo gélido. Primero dudó, pero sí, era un cuerpo. Aterrada, corrió hacia la puerta. Ella y el perrito echaron a correr.
Al llegar a su casa, encendió una pequeña lámpara del salón, como si con ese gesto le protegiera; su corazón palpitaba y el perrito asustado gemía a sus pies. Pasaron unos instantes incalculables para ella. El corazón dejó de latir aceleradamente. Deseaba tomar una infusión caliente. Al dirigirse a la cocina le pareció oír un ruido en su jardín, se asomó a la mirilla y no vio nada. Se iba girar para volver sobre sus pasos, cuando sonaron en la puerta tres golpes secos y espaciados. Se quedó inmóvil, sentía latir su corazón. Miró de nuevo y agarrando el pomo de la puerta, sin abrirla del todo, pudo ver quién había llamado antes de desmayarse. 
El perrito no dejaba de ladrar. Uno de los vecinos acudió y se topó en la calle con un hombre sucio y desaliñado, vestido con harapos; salía del jardín de la casa de Mercè Garrigosa, corriendo aterrorizado, y el perro tras él. Las luces de los palacetes se encendieron casi a la vez, y los vecinos, alarmados por los ruidos, salieron a la calle.





Un coche de la policía secreta rompía el silencio y una luz sobre el techo del vehículo asomaba por la callejuela, iluminando intermitentemente las fachadas de las cinco mansiones de un intenso azul añilado. Se formó un grupo reducido y el coche se detuvo. Una mujer con gesto resolutivo abrió la puerta delantera, junto a la del agente que conducía, y descendió con seguridad. Se presentó sin que nadie hablara.

 —Soy la inspectora Menéndez. ¿Alguno de ustedes ha llamado?”
Uno de ellos respondió y comenzó a relatar lo poco que sabía. Mientras hablaba el vecino, el perrito no dejaba de ladrar. La inspectora le siguió, entraron en la casa y encontraron a la señora Garrigosa inconsciente. Durante unos minutos intentaron reanimarla, al recuperarse le contó lo sucedido.

Sin dilación, la inspectora Menéndez se dirigió a Vil·la Majó. En el jardín encontraron, bajo unos cartones, el cuerpo de una mujer que parecía el de una inmigrante con una botella de vino rota en una de las manos y señales de violencia en el rostro. Entraron en la casa; estaba sucia y totalmente destartalada. Había esparcidos restos de comida en todas las habitaciones, botellas y bolsas de plástico vacías, cartones y un catre en uno de los rincones del salón. La luz del primer piso estaba encendida.



La inspectora Menéndez se dirigió al vecino.

—No se preocupe. Sabemos quién ha podido ser y pronto le detendremos.
Antes de retirarse levantó la voz para que todos los que formaban el grupo la oyeran y les advirtió:

—Pueden imaginar que no se cometen asesinatos como este todos los días pero últimamente nos llaman con frecuencia porque cada vez son más los inmigrantes sin papeles que ocupan las mansiones deshabitadas en la parte alta de la ciudad. Los vecinos, por su cuenta, organizan piquetes para desalojarlos, incluso los agreden y aparecen comportamientos racistas. Para muchos es difícil de entender, pero todos tenemos que ir acostumbrándonos a que hay personas que buscan una oportunidad y aspiran a vivir entre nosotros alejándose de la pobreza.    

                 




 Javier Aragüés (mayo de 2019) 



viernes, 12 de abril de 2019

POR AMOR Y UNA BANDERA


Mariana Pineda era una joven inquieta, de ojos verdes como las aguas del Darro y de una familia noble de Granada.

Frecuentaba con discreción una de las vetustas casas del Albaicín; una morada con patio interior en la plazuela de Almez que servía de cobijo al amor reservado que mantenía con José de la Peña. El joven era un apuesto abogado y masón; su aspecto se resumía en un mechón canoso que arrancaba de su testuz, rizos negros que se perdían en la nuca y una frente surcada por inquietudes.




La muchacha tenía dos pasiones: amar y bordar la libertad. 

Muchas tardes, Mariana se sentaba a la puerta de la casa encalada en una silla de mimbre; proyectaba la silueta estilizada de su figura sobre una pared infinita de un blanco excesivo que resaltaba el color de su piel tostada y reluciente de una brava mujer andaluza. Sobre sus muslos un tafetán morado y en una de sus manos, la aguja con la que iba prendiendo tres palabras en color

carmesí: Libertad, Igualdad y Ley. 

Cuando ella bordaba ante la puerta era la señal de que el joven aparecería. Siempre que se encontraban, desplegaban su amor en una sencilla cama de sábanas tersas, de olor a vida y de un blanco como el de esa cal que iluminaba la fachada.


Julio Romero de Torres

Esa tarde, al llegar el joven, la cogió por la cintura, y ella, con la tela en una mano, le invitó a pasar. Cruzaron el umbral. Mariana dejó deslizar el tejido bordado. Mientras se desnudaba en la habitación estalló el silencio; el que se escucha en los preámbulos al hacer el amor y se rompió por la complicidad de unas palabras: " Mariana, sueño con tu piel, temo 
que cuando llegue la noche me abandones".

Por las contraventanas se escapaba el amor. 

Porque ese amor no era secreto. Alguien les vigilaba. Mariana se había visto implicada en un 
complot contra el rey Fernando VII, junto a otros liberales como el joven José de la Peña.

Desde hacía varios días, los supuestos celadores de la justicia se apostaban ante la casa  del Albaicín. El alcalde de la ciudad sospechaba de ella. Buscaba una prueba que la delatase. Obsesionado por Mariana, que en más de una ocasión había rechazado su amor, ordenó su detención. Al irrumpir los soldados en la habitación sé toparon con los dos sobre la cama, una ilusión desbaratada y a los pies del lecho, una bandera carmesí.



Con veinticinco años la joven  fue acusada de traición al rey y ajusticiada una atardecer en 

Granada.


En el horizonte, un fondo morado presagiaba 

igualdad y ley; la libertad y el amor 

acompañaron a María. 


Javier Aragüés (abril de 2012)

domingo, 7 de abril de 2019

BURBUJITAS


Pablito iba de la mano de su papá y la apretaba fuerte. Estaba muy emocionado. Habían llegado al sitio que tantas veces le había prometido, pero él no se lo imaginaba así. Todo estaba a media luz, en silencio. Caminaron por un pasillo muy estrecho y al final había una gran sala iluminada llena de peceras enormes. Eran como grandes escaparates que estaban muy limpios, tan limpios que parecían no tener cristal y detrás de esas paredes había agua, mucha agua. Tenía color azul esmeralda con muchísimas burbujitas de aire. Pablito las llamaba “las pelotitas blancas”.


—Papá ¿por qué hay tantas pelotitas blancas? ¡Qué bonitas! 

—Son burbujitas de aire. Están ahí para que los pececitos pueden respirar y no se ahoguen. 

Pablito estaba admirado, no podía decir ni una palabra. Miraba y miraba. Se puso a dar vueltas sin parar. De repente se detuvo.

— ¡Mira, papá! En el agua también hay puntitos de colores. Se mueven. Papi son amarillos, verdes, rojos...y también azules. Sí, mira, allí veo los azules. Están todos, como en mi caja de lápices de colores. 

—Pablito son pececitos.








El pequeño estaba muy excitado. Se acercaba más y más a las paredes de cristal para ver mejor, hasta que apoyó la nariz y los labios con fuerza en ella. Pablito pegaba la carita al cristal con tanta ilusión y tanta energía, que su cara se deformó y un elegante pez Emperador se detuvo ante él.

En un instante, sin que su papá se diera cuenta, el pez le hizo un guiño y le animó a pasar con él. Pablito, sin dudar, cruzó la pared de cristal con la misma facilidad que se atraviesa una cortina de aire y se puso a jugar dentro del agua con los demás pececitos. Todos le recibieron agitando sus colas y aletas con alegría, animados por Julius, el pez emperador.

Para él niño eran puntitos de colores como los que 
dibujaba su maestra. Pablito intentaba cogerlos. 
Agitaba sus manitas y los pececillos escapaban en todas las direcciones. Se movían arriba y abajo; todos, al ritmo de los compases que marcaba la orquesta de peces músicos. Sí, porque unos pececillos blancos y negros eran los músicos y al mover sus aletas sonaban como violines de una gran orquesta.

Todo eran risas y alegrías hasta que bajo una roca muy oscura asomó la cabecita un pez que miraba a Pablito con ojos tristes, tan tristes que el pequeño dejó de jugar. Él también le miró y el pececillo se escondió en su cueva. Todos se quedaron quietos.

Pablito, muy preocupado, preguntó a Julius.

—¿Por qué ese pececito no quiere jugar?

—Ese pececito se llama Lloroso. Siempre está triste. Tiene miedo a los hombres.

—Julius, ¿yo soy un hombre?

—Sí, tú eres un hombre pequeñito. Ya crecerás. 

—No lo entiendo.

—Te lo explico. Cuando Lloroso era tan pequeño como tú, un hombre tiró un pincho al agua con un gusanito.

—¿Y qué pasó? 

—Lloroso tenía mucha hambre y quiso comérselo. Pero era una trampa y se quedó enganchado en el pincho. 

—¡Huy, qué daño!

—El hombre tiraba y tiraba y Lloroso luchó hasta soltarse. Lo consiguió, pero se rompió la boquita. Desde ese día, Lloroso tiene mucho miedo, por eso está tan triste y quier estar solo.

A Pablito le entró tanta pena que pensó cómo podría hacerse amigo del pececito. 

Se arrodilló delante de la cueva, sacó una chuche
de unos de sus bolsillitos y se la ofreció a Lloroso. Pero Lloroso no se asomaba. 

En el mismo bolsillito, encontró un bombón; con su deditos se lo metió en el agujero. Ni rastro de Lloroso. Temió que pasara algo.



No sabía qué hacer. Se agachó más, hasta estar estaba tumbado en el fondo. Colocó sus labios a la entrada de la cueva. Aguantó en esa postura un buen rato, pero no pasaba nada.  Ni rastro de Lloroso.


De pronto sintió unas cosquillitas en los labios. Eran las burbujitas que salían de la boquita de Lloroso. Pablito pensó: "¡Respira! ¡Respira!"  

El pececito acercó su boquita y Pablito acarició sus labios
Así continuaron  hasta que Lloroso fue asomando el cuerpo poquito a poco hasta que  salió de su cueva. Todos gritaron:"¡Por fin!"

El pez Emperador dio la orden y se produjo un estallido de música y color en la gran pecera. Todos se movían arriba y abajo, todos, Lloroso el primero. El pececito triste había cambiado su mirada y veía a Pablito como un hombre bueno, en el que podía confiar. 





El padre dio unos golpes en el cristal. El niño empezó a despedirse de todos y al llegar a Lloroso, a Pablito se le escapó una lágrima que al deslizarse por su cara se convirtió en una gran burbuja, tan grande, que los pececitos pudieron respirar durante años y años. 

Cuando Pablito se hizo mayor acudía todos los miércoles con su hijo a ver los pececitos  y el pequeño le preguntaba: "Papá, ¿para qué sirven las burbujitas?

Javier Aragüés (abril de 2019)