viernes, 27 de marzo de 2020

UNA LÁGRIMA













UNA LÁGRIMA

Por Javier Aragüés (marzo 2010)
#MayoresCuentan
  
Nos sorprendió. Parecía distante. En el espacio, al otro lado del mundo. Y en el tiempo ¿En el pasado? ¿Quizás ulterior? pero jamás ahora. Algo nos susurraba sin atrevernos a levantar la voz, le respondíamos "no nos alcanzará". 

Los espacios se reducían y el tiempo era ayer. Los rumores dejaban de serlo. Hasta que el goteo se  acumuló para precipitar como titulares en los periódicos y en las cadenas de televisión. Primero aparecían confirmaciones, seguidas de  tibios consejos. Se iban redactando las precauciones. Sin parar de crecer los afectados se desencadenaron las primeras muertes. A las recomendaciones oficiales se solapaban las iniciativas populares. Se acopiaban alimentos y productos de consumo básico, pero que no había escasez de deseos. El día que se oficializó, no fue noticia. Las medidas no sorprendieron. Para nosotros fue  terrible. 

El peor escenario podría llegar, pero preferíamos pensar que les afectaría a otros. Era lo  que pensaba cuando les  hablé  por primera vez a los míos; Mabel, de pie, abrazaba  a mis dos hijos, apenas se contenía. 

En el día a día, teníamos que elaborar planes transparentes que apuntalaran el amor entre nosotros y el que dábamos a nuestros hijos. Lo habíamos logrado por la voluntad de los dos, tras  difíciles combates de entendimiento, pero hoy lo disfrutábamos. 

Llegó el confinamiento. Nuestros padres nos habían dejado hacía unos años, estábamos solos  para afrontar una desgracia y rodeados de miedos. No había  muchas alternativas. Solo era posible adaptarnos a estos tiempos de privacidad y aislamiento. La catástrofe anunciada desmantelaba todos los calendarios de intenciones, hasta parecía que el amor quedaba suspendido y lo más terrible para nosotros, se aplazaba el viaje, sine díe.

Lo había pensado muchas veces. Cogerme un año sabático y, junto a Mabel y los niños, dar la vuelta al mundo. Detenernos en cada país, hacer vida con los del lugar, entender sus costumbres y observar cómo se amaban. La forma de amar es universal y está  presente en los gestos de los seres sensibles. Cuando se mira a un niño, si le das amor, te lo devuelve con una sonrisa o un beso. Si es a la persona que amas, basta un gesto de complicidad para que  muestre su amor sin limitaciones, con todo su cuerpo, y acerque los labios a los tuyos con sosiego. Pero hay unas personas tan especiales que permanecen en silencio, que no se insinúan ni piden nada, son los mayores, padres o abuelos, que esperan que alguien les devuelva ese amor que han gastado, sin exigir. Basta  mirarles a los ojos que están fatigados de transitar por la vida y apenas pueden sujetar una lágrima. 

Ahora hemos tenido que suspender ese viaje. Lo haremos más tarde. Hoy el viaje es muy corto. Cada noche  a la ocho de la tarde me asomo a la ventana con Mabel y mis hijos, muchos aplauden. Un ligero roce a Mabel con mi codo y los dos buscamos a la pareja de ancianos frente a nuestra casa y nos encontramos con sus caras  tras el cristal de su ventana. Los dos, en silencio, sujetan una lágrima.

Por Javier Aragüés (marzo 2010)

jueves, 19 de marzo de 2020

EL SUBURBIO EN PRIMAVERA










Te encuentras en un barrio que no sabes dónde está, ni siquiera aproximadamente. Todos te miran. Eres una más. Te ven y ninguno te saluda, solo lo hace Santino pero para ti no cuenta, es tu amigo. El vendedor de periódicos, que nunca ha tenido quiosco, anuncia una tragedia como gran noticia, pero tú crees que está ocurriendo, eres parte de la anomalía. Todos miran y solo algunos se giran indignados, quieren abandonar el suburbio. Una pareja de ancianos espera pacientemente el autobús desde hace semanas para poder escapar y no sabe si debe seguir esperando o ha perdido la oportunidad; tú compadeces a los que tan solo miran, también a los ancianos pero no  puedes ayudarles porque a ti te pasa lo mismo. 

Estás en el suburbio, eres joven y tienes deseos de abandonarlo, porque piensas que es para toda la vida. No quieres subsistir. Santino te entiende.  En ese gueto parece que no hay pájaros, tú no los ves —Santino tampoco— sin embargo el murmullo te recuerda el trino de los que migran, que no son pájaros. Dudas si hay niños, no  hay risas, para ti es como si  solo oyeras lamentos. Tú tienes trece años, los mismos que Santino, estás en edad escolar, pero no vas a la escuela porque  es un día especial, para ti siempre lo es. Te acercas a recoger a tu hermano como todos los días. Te acompaña Santino, que te ha dicho  que en el colegio tienen la fórmula para poder escapar del barrio. "Los colegios son cárceles cuando los críos no pueden asistir, entonces el suburbio se extiende por todo el extrarradio hasta rodear la ciudad", te recuerda Santino. Sigues en la calle confundida;  los ancianos continúan a la espera, parecen no alterarse,  aunque ya solo esperan algo irreversible.

Una nube tupida de plumas negras se cuela en la barriada. Parecen pájaros, solo son sufrimientos. Lo mismo ocurre todas las primaveras, pero también en el resto de estaciones y  los mayores no se  acostumbran, porque nadie se somete, tampoco Santino. Los trinos se vuelven gritos. Los profesores, les dejan marchar  a sus casas. Los niños se agolpan en la puerta, corren con urgencia y caen. Tú no los puedes ayudar y corres también.  Tú asistes al más rezagado, que no es tu hermano, es Santino que ha crecido, tampoco es tu amigo; se levanta y no te espera. Todos se esconden tras el miedo. Sabes lo que pasa porque dudas, te lo dice Santino. 
Tienes una visión. Los profesores van todos uniformados con un traje color gris rata, no parecen docentes excepto el que está al frente que, aunque también lleva uniforme, es el que les manda. Ordena desmontar el colegio y prepararlo para habilitarlo como cárcel. De malas maneras, los hombres de gris recogen todo el material de las clases menos las risas de los niños. Tú no quieres ayudar, Santino tampoco.  

Tienes una edad en la que ya no se puede asistir a clase, pero puedes ir a la cárcel. Desde muy joven no te gusta jugar, a Santino tampoco. Porque no sabes, porque no puedes y ya no tienes  tiempo.  


Observas. Esperas otros tiempos. Te acompaña Santino.  Invariablemente, en el suburbio es primavera. 


Javier Aragüés (Marzo de 2020)





miércoles, 11 de marzo de 2020

EVACUACIÓN









El recrudecimiento de las guerras intergalácticas y la extinción de  los dos soles amenazaban la vida del planeta. La autoridad trataba  de organizar una posible evacuación de la población a otro planetoide. Apenas quedaban supervivientes de este sobrevenido cambio en las condiciones de vida. Por las exploraciones realizadas, se había llegado a la conclusión de que sería Dantooine el planeta elegido. Según los datos que se disponían, su  fauna y el conjunto de plantas aún no se habían visto dañadas por los cambios interplanetarios, aunque no había constancia de que la vida humana se hubiera podido desarrollar en él. Todo suponía un futuro incierto  y una alteración biológica que muchos de los afectados ya  no podrían soportar. 

Izar era doctora en biología interplanetaria y especialista en el estudio de nuevas formas de vida adaptada.  Conocía con detalle como la atmósfera en Umbara se había vuelto espesa y brumosa, que la hacía incompatible con cualquier vestigio de vida. Ella junto con otros biólogos y científicos habían previsto  que 3960 sería el año en el que se pondría fin a la subsistencia en el planeta y por tanto, las posibilidades de habitarlo por  los umbaranos. Era urgente planificar la evacuación que se estimaba duraría más de un año, por lo que se había previsto que se produjera un considerable número de víctimas  a pesar del meticuloso plan que habían elaborado los mandatarios del planeta Umbara. Izar formaba parte del Comité de Evacuación y había pedido ser voluntaria para abandonar Umbara en los momentos finales.

No era ajena a toda la conmoción que vivían  los umbaranos. Desde el centro de investigación conocía el alcance del previsible desastre, no era una más. Formaba parte de la élite de ese planeta y era consciente de que alguien debía conocer cuáles eran las últimas alteraciones en la forma de vida y asegurar la estabilidad en el nuevo destino. Ella se había dedicado con exclusividad a la investigación de los seres vivos y a su adaptación a condiciones adversas. Era conocedora de que  la población de Umbara se había formado como el único refugio de vida ante las consecuencias de la destrucción en cadena de un cinturón de asteroides del sistema estelar. Era uno de los secretos del planeta; solo el consejo de la República, integrado por científicos y militares experimentados, lo conocía. Se ocultaba expresamente al resto de la población para evitar que cundiera el pánico ante la evacuación.  





Se inició la retirada. Eran los últimos días del abandono de todos los lugares del planeta. El caos se extendió, a pesar de las meticulosas medidas de desalojo. Hasta ahora no habían surgido alteraciones del orden  en las largas colas que se formaban para embarcar en los transbordadores. Todo era civismo, pero en las últimas horas aumentaban los incidentes. Se produjo uno muy grave, que iba a ser el primero de una repetición incontrolada. Izar fue testigo. En una de las largas colas,  unos padres con su hija  se esforzaban para a subir a la nave, un hombre salió de la fila y los desplazó bruscamente. Se produjo una avalancha y varias personas murieron aprisionadas entre ellas la pareja y su hija.   Solo fue el comienzo.

Cada día los incidentes eran más numerosos acompañados de pérdidas de vidas. El propio Comité de Evacuación temía por su seguridad.  Las órdenes eran contradictorias.  Todos corrían en todas las direcciones para ocupar sus puestos. Los pilotos encargados del traslado de los expertos estaban desorientados. La confusión era de tal magnitud que las naves levitaban sin llegar a despegar. Nadie daba permiso para abandonar el espacio de Umbara. No se respetaban las órdenes de despegue. Las turbinas de las cosmonaves rugían dispuestas a arrancar. Izar  buscaba a su piloto. Él, le hacía señas con los brazos. Un grupo de incontrolados impedía el paso a la doctora. El piloto disparó varias ráfagas con su pistola magnetolaser para contener a la multitud.  Abatió a una pareja, que yacía heridos en la pista. Izar corrió a atenderlos. El piloto la arrastró hasta el transbordador, ella se negaba y le ordenó  transportar a los tres. Despegaron.
En el espacio surcaban infinitas trayectorias trazadas por los transbordadores que navegaban hacia Dantooine. Eran meros puntos luminosos. Destacaba uno rezagado, en el que navegaba Izar que estaba muy agitada. Tenía la información facilitada en los instantes finales antes de la evacuación. Se confirmaba que el planeta Dantooine está afectado.

Consultó los últimos datos de navegación y obligó al piloto a cambiar de rumbo. 

Una gran explosión intergaláctica transformaba la materia en energía. Las trayectorias desaparecían y los puntos luminosos también; pasaban a formar parte de una gran nube de radiación que alcanzaba al planeta de destino. 

En el espacio, oscuridad y silencio. Para Izar y los supervivientes todo empezaba de nuevo.


Javier Aragüés (Marzo de 2020)

miércoles, 4 de marzo de 2020

LAS BICICLETAS




La pandilla de las bicis



 

Me llamo Arnau. Todas las tardes, quedábamos a las seis en la plaza del pueblo. No teníamos que decirlo. Íbamos acompañados de nuestras bicicletas. Eran nuestras compañeras. Para todos eran más que un amigo o una amiga, era el colega que nunca te traicionaba. Tan importantes eran las bicis, que algunas sabían de nosotros más que nuestros padres. 


Yo, como uno más de la pandilla, cuando nos habíamos reunido, salíamos en grupo, pedaleaba según mi estado de ánimo. Si las cosas me habían ido bien —en clase había respondido acertadamente a las preguntas de la profesora— pedaleaba con fuerza y en seguida me ponía en cabeza. Casi siempre, el primero era yo. Había otros cuatro amigos que pedaleaban junto a mí, muy cerca, pero yo no les dejaba que me adelantaran.

 

Esa tarde, a la salida del pueblo nos encontramos con un hombre con traje negro gravedad, escaso de carnes, lentes redondas y pasos decididos. Lo que más llamaba la atención era su larga barba blanca desarreglada. Al llegar a nuestra altura, ni se giró. A todos nos llamó la atención. Nos detuvimos intrigados. Carla levantó la voz para que todo el grupo la oyera. Con los pies en el suelo y sujetando la bicicleta entre las piernas, comenzó a explicarse.

 

— ¿Queréis que nos distraigamos con  un juego de mayores?

 

Todos nos miramos intrigados y Carla enseguida consiguió que la escucháramos muy atentos. 

 

—Dinos en qué consiste, porque me temo que sea una tontería de las tuyas —le dijo Jordi.

 

Carla, algo molesta,  comenzó a explicarse.

 

—Es un juego muy diferente a los que estamos acostumbrados. Consiste en averiguar cuál es el oficio de las personas. Por ejemplo la de ese señor, y lo señaló mientras que el hombre se alejaba a buen paso.

 

Se oyó una voz al unísono de todos los chicos. "¡Pues vaya tontería!"


—No lo es —respondió Carla— porque cuando pensamos en la profesión de una persona es inevitable que nosotros  nos  imaginemos  ejerciendo nuestra profesión cuando seamos adultos. 


Carla se dirigió al grupo.


— ¿Sabéis qué preguntas tendríamos que hacer a una persona para conocer su profesión?  

 

—Bueno,  tú sabrás —le  gritó Eloy.

 

Las chicas se agruparon en torno a Carla. No decían nada, pero sus caras mostraban total desacuerdo con la contestación de Eloy.


Para que la situación no se complicara más, grité.


—Si corremos quizás podamos alcanzar al hombre barbudo y hacerle preguntas.


Yo, sin esperar, monté en mi bici y me puse a pedalear tan rápido que al cabo de dos minutos estaba junto a él. Los demás llegaron en seguida.


Carla se dirigió a aquel hombre.


—Buenas tardes señor. Me llamo Carla. ¿Cuál es su nombre? 


—Hola muchachos. Mi nombre no es importante, —con voz cálida y pausada, respondió— Son las personas  las verdaderamente importantes por su trabajo, porque mediante su profesión son útiles a la sociedad y la sociedad es la que les exige que sean buenos profesionales. 


El hombre se detuvo un momento. Parecía que no había terminado. Se hizo una pregunta retórica.


—Pero. ¿Basta esto? No. Como se dice en matemáticas, "es una condición necesaria pero no suficiente" —siguió hablando y puso un ejemplo para entender la diferencia entre necesario y suficiente de lo que decía.

 

 — Veamos.  Podemos decir que  un número es par, cuando es un número entero, es decir, 0, 1, 2, 3...  ¿Es suficiente? No. Además para que sea un número par se ha de poder dividir exactamente por dos, porque si no será entero pero no par.


Todos los chicos le miraban atónitos sin perder detalle.


—Entones. ¿Qué más les falta para ser buenos profesionales? — preguntó Paula


—Además, nos falta una categoría, la más importante. "Han de ser también excelentes personas" —enfatizó.


—Señor, lo podría explicar con un ejemplo.


—Es muy sencillo. Un médico puede ser un buen médico, el mejor. Esto es fácil saberlo. Cualquiera lo sabe o se puede enterar. Pues además de haber sido un brillante estudiante, ha de ser capaz de curar a los enfermos. ¿Es suficiente? No. Porque además ha de se una excelente persona. Y solo lo será cuando se muestre con los demás amable, cariñoso empático, tolerante, respetuoso, observador... Estas y todas las características que se os ocurran  serán necesarias para hacer conseguir un ser humano llegue a ser útil y capaz para vivir en la sociedad.


—¿ Y usted señor a qué se dedica? 


—Yo no tengo una profesión conocida, me dedico a aprender a ser buena persona.


—¿Lo ha conseguido?


—Jamás se consigue. Porque siempre encuentras a alguien del que tienes que aprender. Esta tarde por ejemplo he aprendido una cosa nueva. Los chicos de vuestra edad no son todos iguales. Algunos, como vosotros, tenéis inquietudes, imagináis, os detenéis a observar  y escucháis. Al hacer esto estáis aprendiendo a ser buenas personas, parece difícil pero no es así.


El hombre los miró con detalle. No olvidaría sus caras estaba seguro que estaba frente a un grupo de excelentes personas. Levantó su brazo diciendo adiós con su mano. El grupo al unísono gritó.


"¡Hasta siempre!"

 

 

 

Javier Aragüés  (marzo de 2020)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Javier Aragüés  (marzo de 2020)

EL BRILLO DE MIS ZAPATOS





Pintura, Zapatos De Van Gogh 




Tengo un recuerdo de mi infancia que no desaparece; el de aquella hora, la más importante para mí, al salir del colegio las tardes de los viernes. Al despertarme ese día, era como si todo brillara. 

Me daba la sensación de que mi caja de lápices de colores con su tapa metálica deslumbraba. Mi piel era tan brillante que al mirarla parecía que resplandeciese. Pero sobre todo me llamaba la atención el negro de mis zapatos; era como si resaltara al contrastar con el blanco de mis calcetines, que no dejaban de brillar. 

Pero el negro de mi calzado parecía tan especial que remarcaba las irisaciones de los verdes metálicos y el violeta azulado. Era como si quisiera confundir y disfrazara su verdadero color lúgubre, que me recordaba al plumaje de los cuervos y a la sotana del padre Cosme, la del cura que nos daba religión, que siempre la vestía de un negro sucio y rozado en los bolsillos. 

Reconozco que cuando recuerdo mis pensamientos es como si se me enturbiaran la tarde del viernes.  Entonces me parece sentir que experimentaba una  sensación en la que todo se volvía opaco y sin resplandor, como en las noches cerradas de invierno cuando no conseguía dormir porque tenía pesadillas y me despertaba sobresaltado al sentirme solo en casa. Yo estaba contento porque era viernes, y mi madre me vendría a buscar a la salida  del colegio.

La puerta del colegio  era un hervidero de voces de niños, de madres arregladas que gritaban sus nombres y agitaban los brazos para que fuesen junto a ellas. Ese griterío duraba minutos y a mí se me hacía eterno; al final, se convertía en silencio y el resplandor desparecía. 

Yo, como cada viernes por la tarde,  me miraba los zapatos,  que habían dejado de brillar.



Javier Aragüés (Marzo de 2020)


sábado, 29 de febrero de 2020

ALIVIO





"Creo que todos tenemos un poco de esa bella locura que nos mantiene andando cuando todo alrededor es insanamente cuerdo".


Julio Cortázar


Dos hombres uniformados blanco cruel le llevaron a la habitación. Con contundencia, le lanzaron sobre el catre. Aparecían el cansancio y el dolor de cabeza.  Era la respuesta habitual al caerle  la bandeja de la comida, lo que le ocurría a menudo, cuando somnoliento y tumbado sobre la cama intentaba incorporarse. Para él, el ruido de  los utensilios  al impactar contra el suelo, se convertía en  una sinfonía estridente, insoportable; participaban el plato de aluminio, los cubiertos de madera y el vaso, además de los alimentos que se esparcían incontrolados y el sonido amplificado del agua al derramarse sobre el suelo grasiento. 

En su estado, todo se magnificaba, pero había un dolor que no podía exteriorizar. Cuando sentía la presión de las manazas de los dos hombres sobre sus brazos, le recorría un deseo múltiple; el de sometimiento, el de rebeldía y el de necesidad de venganza. Ninguno se concretaba y todo ese amasijo de impulsos y contradicciones se hacía fuerte hasta que un nuevo incidente le llevaba a la desesperación y al consiguiente maltrato de sus cuidadores. Acusaba el dolor físico, que era pasajero, pero no toleraba el avasallamiento moral  en forma de insulto, el desprecio a su persona y el aislamiento. Siempre solo, salvo la compañía y complicidad de un interno, que no se separaba de él.

Para liberarse, en más de una ocasión había pensado la manera de evitar la ingesta de los sedantes, de los somníferos y de todo tipo de antipsicóticos, pero su estado le invalidaba. La única liberación era posible en los sueños, en los que consumaba la muerte de más de un celador, después de haberle infringido un terrible sufrimiento a él,  o a sus familiares más directos. 

El sueño más reconfortante le situaba  ante  el máximo responsable del centro, el director médico; cerraba la puerta y aquel hombre, poderoso hasta entonces, se postraba de rodillas pidiendo clemencia. Lo más sorprendente  para él, era la incerteza de si era un sueño o  una secuencia en su vida y era esa duda, la que le mantenía vivo.

Aquella misma noche, después de una crisis muy intensa,  llegaron a abrocharle una camisa de largas mangas, de tejido áspero y blanco maltratado, que sujetaron a su espalda para inmovilizarle. En un descuido y, con la ayuda del interno —su compañero inseparable— logró zafarse. Sin oposición, consiguió llegar hasta el despacho del director.  Todas las imágenes se congelaron y aquel hombre  yacía en el suelo con el cuello seccionado. Un torrente incontenible de sangre gruesa y amarronada asomaba por debajo de la puerta, fue lo que le delató.

Oía voces, gritos y urgencias. Inmóvil, apoyado en una de las grises paredes del cuarto, sintió un grotesco alivio y la presión de dos manos desmesuradas sobre sus brazos. Inusualmente,  le conducían en volandas hacia la libertad.




Javier Aragüés (Marzo de 2020)

viernes, 28 de febrero de 2020

PÚRPURA









Anochecía, En los callejones húmedos y mal empedrados, el destello de las tristes farolas se hacía paso. El barrio, incrustado en la ciudad portuaria, encendía las luces de los tugurios los días en que los marineros, después de varios meses faenando, tocaban tierra. El olor a desagüé y a fritura de pescado, caracterizaban el arrabal. Ella, frente a un espejo desfigurado, se pintaba con un lápiz de labios que apenas dejaba asomar el carmín. Las medias, las únicas que tenía, remarcaban sus piernas y se estiraba de las comisuras de los labios hasta conseguir un rostro de verdad. De esa guisa, descendía de su cuarto sin convicción. Lo hacía con sigilo porque, aunque el vecindario lo imaginaba, ella intentaba pasar inadvertida. Dudaba si vestirse de otra manera, pero era inevitable. 

Al salir del portal se topó con una mujer ataviada de púrpura. No paraba de reír. Aquel ser estridente comenzó a seguirla. Si ella aceleraba, el atuendo replicaba. No dejó de acosarla, hasta que, jadeando, se detuvo y se la encaró. 


— ¿Quién eres?

—Sabes quién soy. Tu verdad de color púrpura. 

— ¿Y eso que tiene que ver conmigo?

—Soy la otra. La que no reconoces. Cada tarde, frente al espejo te adornas para sacarme pasear.

—No te confundas. Es mi profesión.

—Tienes facilidad para intimar con hombres, e incluso con algunas mujeres. Estás predispuesta a ser afable y permisiva. Es innato en ti.

— ¿Cómo lo sabes?


Con un desaire, la mujer aceleró el paso. La voz discordante se desvaneció. Ella dudó si esa conversación había tenido lugar.


Continuó caminando con paso decidido hasta que otra mujer la saludó.


—¿Trabajas esta noche?


—Por supuesto, aunque no quisiera,


—Todos los días me pregunto por qué te vistes de púrpura.


Ella se estremeció. Repasó mentalmente como iba vestida. Dominaba el negro. Dudó. Al comprobar que las medias eran  de ese color, se tranquilizó por unos instantes. 

Caminaron hasta llegar a un gran patio. Ella continuó sola. Observó cómo al cruzarse con otras personas, todas vestidas de blanco, se giraban  al llegar a su altura para mirarla con descaro. Ella se sentía halagada.

Al final del pasillo un grupo formado por dos hombres y tres mujeres la esperaban. Por megafonía se escuchó. "Se ruega a la auxiliar de enfermería que se presente en quirófano"


 Javier Aragüés (Febrero de 2020)


martes, 18 de febrero de 2020

DOS TRENES


Para que exista el reencuentro ha de existir la ausencia  el alejamiento del ser querido, el que soñamos que nos quiere y que nosotros deseamos.


Javier Aragüés




Olga acudía cada tarde al andén infinito de la estación cubierto por un armazón de hierro forjado en un  gris frío, por el que solo circulaban dos trenes de vía única. 

El Transiberiano atravesaba el continente como los desencuentros habían atravesado su alma. Era un tren lento y torpe, recubierto de un negro sucio y  apagado que contrastaba con los colores de la estepa. Transportaba hombres y mujeres
, sin esperanza e inútiles para amar. 

Olga no quería subir a ese tren. Hasta ese día, expresamente, siempre lo había perdido. Llegaba tarde a la estación porque le aterraba coger aquel tren que la llevaría a un paraje indefinido, lejano , en donde la única certeza era la de estar expuesta a un frío perpetuo y al miedo a contagiarse de esa enfermedad tan grave, conocida como la incapacidad de amar, que se propagaba entre los seres solitarios y refractarios a los sentimientos.

Día tras otro, conscientemente, provocaba la pérdida de ese tren odioso, que no tenía horario fijo pero que si lo encontraba estacionado en el andén sabía que el pánico sería terrible y no estaba segura de tener el valor suficiente para soportarlo. Tantos días pasó encogida por el miedo, por el sufrimiento a lo imprevisible, que llegó a dudar de cuál era el motivo por el que cada día acudía a esa estación.

Aquel día lucía un sol radiante. Al despertar, fue capaz de mirarse, recreándose en el espejo, como hacía meses que no lo había hecho, quizás en toda su vida.  Experimentó una sensación desconocida y se identificó con su yo. Disfrazada de verdad se echó a la calle sin mirar la hora. No le importaba encontrarse con el Transiberiano; estaba preparada, desbordada de sueños y deseos. Entró por la puerta principal de la estación. En ese momento sonaron dos largos pitidos que anunciaban la salida del tren. El Transiberiano se alejaba envuelto en una nube densa de vapor gris que lo desdibujaba y se perdía camino de la estepa. 


Tuvo que esperar más de una hora. Un tren anunciaba la entrada en la vetusta estación. Era el Orient Express. Largos vagones de color azul impecable hacían su entrada al compás de un traqueteo armonioso. Olga, al verlo, no dudó que era el tren que tantas veces había imaginado y nunca llegaba: Un tren que solo transportaba personas llenas de vida y dispuestas a amar hacía su entrada sin alardes. El convoy fue aminorando su marcha y a Olga le permitió, sin forzar el paso, repasar cada vagón hasta encontrarle.


Le vio. Era él, la persona amada, y la buscaba. Lo había hecho toda la vida. Desde la plataforma, la miró. Olga, inmóvil, le esperaba.  
El Transiberiano no volvió a circular.



Javier Aragüés (febrero de 2020)

lunes, 17 de febrero de 2020

EL DESFILE

Dicen Que Mi Patria Es

Dicen que la patria es
un fusil y una bandera
mi patria son mis hermanos
que están labrando la tierra.

Mi patria son mis hermanos
que están labrando la tierra
mientras aquí nos enseñan
cómo se mata en la guerra.

Ay, que yo no tiro, que no
ay, que yo no tiro, que no
ay, que yo no tiro contra mis hermanos.
Ay, que yo tirara, que sí,
ay, que yo tirara, que sí
contra los que ahogan al pueblo en sus manos.

Nos preparan a la lucha
en contra de los obreros
mal rayo me parta a mí
si ataco a mis compañeros.

La guerra que tanto temen
no viene del extranjero
son huelgas igual que aquellas
que ganaron los mineros.

Si mi hermano se levanta
estando yo en el cuartel
tomo el fusil y la manta
y me echo al monte con él.






Oficiales, oficiales,
tenéis mucha valentía
veremos si sois valientes
cuando llegue vuestro día.





********************






Era domingo 15 de agosto de 1968. Todo estaba preparado para el gran día. Se celebraba la jura de bandera. Los rayos perpendiculares del sol castigaban la gran explanada y a todo lo que se situase sobre ella, era luminoso e implacable. Todos los que se exponían no lograrían salvarse. 


En el inmenso y baldío descampado se agolpaban 1.500 hombres, futuros soldados de un país imaginario llamado Patria. Era un país de grises. La miseria iba de la mano del desconocimiento, escoltados por el miedo y el olvido.  


La tropa estaba alineada en pelotones, seis para ser exactos, cada uno integrado por veinticinco reclutas y al mando se situaba un suboficial que no pertenecía precisamente al escuadrón de intelectuales. Pero la nomenclatura iba más allá, hasta llegar al número redondo del total. Cada seis pelotones formaban una compañía y cinco compañías constituían un batallón. Los dos batallones, como si fueran uno, permanecían rígidos y obligados a gesticular al unísono, al toque del clarín. 


El acto lo presidía un general y el gobernador civil de la provincia. El militar llevaba prendidas en su pecho un sinfín de alegorías metálicas —una por cada batalla perdida al amor— que no cesaban de tintinear al compás de las marchas que solo enardecían a los más sordos. El gobernador estaba acompañado de su esposa, 
una sufrida mujer que tapaba sus humillaciones con una mantilla negra y una peineta hincada hasta el conocimiento. No faltaba un capellán castrense que era un hombre a caballo entre Dios y las armas.  

Todo parecía controlado y conforme a la ordenanza pero entre aquellos hombres había uno diferente; era enjuto. Su frente parecía surcada por las miserias y por el dolor que padece un hijo al no haber  conocido a su padre. Aquel joven era muy querido y gozaba de la simpatía de los soldados.
Nadie sabía su nombre, pero todos le llamaban "el maestro". Cuando se lo pedían, leía las cartas de las novias, que llegaban infrecuentes, porque los anhelaban que ´"el maestro" lo hiciera. En más de una ocasión, al mirar "el maestro" de reojo el rostro del compañero interesado, añadía unas palabras fuera del papel que dibujaban la ternura y, en los más sensibles, provocaba más de una lágrima. 


Además de leerles las cartas, el joven intentaba que aprendieran el estribillo de una canción que a él le había enseñado su maestro en el pueblo, y que era una tradición que pasaba de unos a otros. Lo hacía cada noche hasta el toque de silencio.  Les repetía una y otra vez a los soldados.





 Oficiales, oficiales,
tenéis mucha valentía
veremos si sois valientes
cuando llegue vuestro día.








Ese domingo, el ambiente en el cuartel era un jolgorio. Los familiares paseaban entre los barracones engalanados con guirnaldas y banderas de la Patria y los niños corrían y jugaban a la guerra con fusiles imaginarios. Todo estaba listo para el gran desfile. En las tribunas se disponían el resto de oficiales y mandos que no participaban en la parada militar, y alrededor de la explanada bajo un sol de injusticia, se situaban los familiares y novias de los soldados.

El oficial al mando miró al general, le saludó con gesto firme y comenzó el obligado discurso a la tropa. La palabra Patria se restregaba una y otra vez por las cabezas de los hieráticos soldados, hasta que terminó de hablar el general. El oficial gritó con voz sobreactuada. ¡Atentos! ¡Fiiirmes! Y como un inmenso cañonazo sonó el estruendo al unísono del taconazo las botas  de los 1.500
 hombres. Después se hizo el silencio. 



En una de las compañías se despertó un murmullo que desconcertaba a los mandos. Parecía el estribillo de una canción. El pelotón del "maestro" tarareaba con sordina creciente y se extendía por toda la formación hasta ser un clamor que tarareaban todos los soldados.

"El maestro" descerrajó su fusil y ese chasquido se reprodujo en todas la direcciones; él apuntó al general y el resto de los soldados, a sus jefes y oficiales. La descarga sustituyó al estribillo.



Javier Aragüés (febrero de 2020)