Al llegar a las últimas casas de la urbanización, Ana se detuvo.
— Mira Andrés, ¡Ahí! ¡Ahí!, parece un bulto.
— ¿Quieres decir que ves algo? — preguntó Andrés nada convencido.
Se acercaron con prevención hasta una de las farolas que iluminaba la zona.
— ¡Qué horror! Es un hombre. Parece que está herido. —balbuceó Ana,
aterrada.
Por la frente del hombre surcaba un rastro de sangre, aún fresca. Andrés,
se inclinó y comprobó que no respiraba. Pálido, exclamó.
— ¡Ana, este hombre está muerto!
Se miraron sin saber qué hacer. Junto al cuerpo había un maletín descerrajado y
un montón de papeles. Andrés los revolvió buscando algún indicio. Cogió un
folio con el membrete: "Compañía Aseguradora Virgen de los
Remedios". Le recordaba algo. Preguntó a Ana si conocía ese nombre, mientras él intentaba recordar.
—Lo siento Andrés, para mí no significa nada. —dijo Ana
encogiéndose de hombros.
Andrés seguía dándole vueltas con el papel en la mano.
— ¡Claro! Ya está. Es el nombre de la compañía de seguros para la que trabaja
el Sr. Hidalgo.
Siguió rebuscando en el maletín y encontró un paquete de recibos
que correspondían a los alquileres de ese mes, de los vecinos de su edificio. Después de unos minutos interminables Andrés se incorporó y sin dudarlo dijo.
— Este hombre es don Eusebio Hidalgo.
— ¿Cómo lo sabes?—Ana intentaba comprender, pero todo eso no le decía nada.
Se cercioraron de que el hombre estaba muerto y
estuvieron de
acuerdo en avisar a la policía.
Ya era de madrugada. Transcurrió más de una hora. Un coche
patrulla y otro de incógnito, con dos inspectores, se presentaron en la
urbanización. La policía, al ver el cadáver, llamó al juzgado. Acudió el juez de guardia.
Llegó un furgón y se llevó el cuerpo al Instituto Forense.
Los dos inspectores se interesaron
por su estado. A continuación, de pie, en el lugar donde habían encontrado
el cuerpo, comenzaron a interrogarles. Después de las preguntas obvias, les
invitaron a que les acompañasen a la jefatura.
En las dependencias de policía les sometieron a un interrogatorio
más severo. Primero a los dos, en un despacho y después por separado. A partir
de ese momento no les dejaron comunicarse. Las preguntas elevaban el tono y
sobrentendían que pudieran estar involucrados. A Andrés le enseñaron una lista
de morosos de la comunidad, que encabezaba Ana y él también aparecía, pero de
los últimos. No entendía cómo podía verse involucrado en esa confusión. Su
comportamiento siempre había sido ético y, aunque humilde, había mantenido
la dignidad en las
situaciones más adversas.
Ana, atemorizada, no paraba de llorar. Le enseñaron una nota
manuscrita dirigida al Sr. Hidalgo, en la que pedía un aplazamiento de la mensualidad. Derrumbada, no podía pronunciar una sola palabra.
Al tercer día les llevaron a declarar ante el juez.
El informe forense determinaba que al hombre le habían quitado la vida con
un objeto contundente, en concreto con una piedra. Le habían asestado un
golpe en la zona del parietal derecho que había provocado un fuerte traumatismo y la muerte instantánea.
El atestado de la policía científica concluía que se
habían encontrado huellas digitales de Andrés en el maletín, así como resto
de fibras de tejido que eran de su ropa. También habían encontrado huellas que se
correspondían con el calzado de cada uno de ellos. El arma del crimen contenía
restos del cuello cabelludo y tejidos de la víctima, pero en ningún momento indicios
fehacientes que pudieran atribuirse a los investigados.
Ante el juez, los dos se declararon inocentes y a la vista de los
hechos y las pruebas, el juez decretó su libertad, quedando el caso
archivado como: Crimen Sin Resolver.
A pesar del final, sin consecuencias para ellos, Andrés y Ana quedaron traumatizados pero sentimentalmente muy unidos. Decidieron compartir el piso de Andrés y así, Ana se liberaba de la carga del alquiler e intentar compartir sus vidas. Esta decisión fue el comienzo de una
relación afectiva muy intensa entre ambos.
Pasaron algunos años. En la comunidad del bloque
marginal nada cambiaba. Bueno
casi todo. Las convocatorias de las reuniones de inquilinos, ahora aparecían firmadas
por doña Teresa Ramos, viuda de Hidalgo junto a la firma del joven hortera, Carlos López. que firmaba como Subdirector.
Carlos seguía llevando el peso de las reuniones. Ahora le tocaba excusar la
asistencia de doña Teresa, seguía cobrando los recibos de alquiler e intentaba
vender algún seguro. Hasta que un día de los que los asistentes se lo permitieron, se puso a hablar de la bondad de los seguros de vida. Mostró la fotocopia amarillenta y deteriorada de la póliza a favor de la mujer de don Eusebio. Ana y yo nos miramos, salimos del portal nos dirigimos a la calle empinada débilmente iluminada y caminamos en silencio.
Javier Aragüés (julio de 2018)