jueves, 13 de diciembre de 2018

LA CLARABOYA

Picasso

Al abrir la puerta, un haz de luz insolente entra por la cuadriculada claraboya que controla todo el espacio. Es el gran vigía. Una sofisticada estructura la mantiene suspendida del techo mediante una red tupida de nervios de plomo. La luminosidad muestra sin pudor los cuadros ladeados que se encuentran en un estudiado desorden y reposan en las paredes de yeso azulón.

Todo lo inanimado en el taller de Pablo cobra vida. Cuando cada día entramos en el estudio —jamás nos separamos, somos uno—  lo hacemos con sumo cuidado para no perjudicar las telas. Hay pinturas frescas, churretes de óleo recientes en los caballetes y otros que, endurecidos por el tiempo, se han convertido en imborrables. Una percha desvencijada sujeta dos batas sucias, jaspeadas de pigmentos y rígidas por el uso; en apariencia muda, pero desde su posición y con sus gestos formula una pregunta o un acertijo: "¿Somos nosotras —las batas—  las que sujetamos la pared, o es a la inversa?" 


Entre los elementos a la vista abundan los bastidores. Son los únicos que trabajan silenciosos en su tarea inagotable de tensar las telas. La mayoría de ellas vírgenes, esparramadas por el suelo y con síntomas de abandono. Son innumerables los armazones que esperan ser arropados por los lienzos. Se muestran desnudos sin otro cometido que esperar. Algunos privilegiados descansan sobre los caballetes a la espera del pintor. 

Por supuesto hay cuadros iniciados, atentos a un golpe de inspiración que si no llega, están condenados al olvido. Los más importantes para Pablo, son los pocos que él da por acabados. 


Pablo apila las pinturas que esperan en silencio el turno para ir a la galería, como si tuvieran vida, porque todas tienen algo que reclama su atención. Le gusta  —nunca lo admite—  mostrar lo que considera la obra bien hecha. La descubre pero no la enseña, es su lema. Eso sí, puede cambiar de preferencias en un instante. 

Pablo y yo nos conocemos desde siempre. Se puede decir que yo soy Pablo; aunque él me reniega, me necesita. Sabe lo que represento. Sin mí no sería él. Nunca han existido secretos entre los dos y siempre sabe lo que pienso. 

Desde que inició su afición por la pintura 

ingresó en la Academia de Bellas Artes, hemos 

dedicado muchas tardes, incluso noches, a debatir

un solo asunto. Pablo siempre con la duda de si

debía dedicarse pintar. Yo, desde una posición

más distante, le recomendaba pragmatismo y que 

no confundiera lo que era una afición con la 

manera de ganarse la vida. Pero siempre se salía 

con la suya y yo quedaba tapado, en segundo 

plano. En situaciones adversas le advertía y era él 

quién me ignoraba. Por eso no soy más que una

voz, la de su otra conciencia. De hecho mi

profesión ha sido asesorar a Pablo, cuando se ha 

dejado  —casi  nunca. He sido el murmullo que no

ha querido oír.










Cuando entramos, el taller nunca parece el mismo, cambia de aspecto. La que siempre está ahí, en lo más alto es la claraboya, que desde su posición recuerda a Pablo, que él es el pintor y tiene que dar  forma a su talento. Se comporta como si la entendiese. En cualquier momento mira al techo y habla solo y murmura. 


—Los artistas somos así, escrupulosamente 

desordenados, ególatras y soberbios. Estoy harto 

de repetírtelo. El estudio está desordenado porque me gusta que cada día, el entorno de trabajo sea nuevo. Me inspira. 

Sigue con la retahíla de sus endebles razones y 

continua susurrando. Me obliga a intervenir y solo

me oye él.

— Pablo no te engañes. Lo repites siempre que critico tu forma de organizarte, pero el único responsable eres tú. Pretendes hacer de tu desequilibrio y limitaciones una virtud.  —Mira con descaro y continua rígido e inmóvil, simulando ser un modelo en el taller. 

Hoy  —como otros muchos días—  con malas formas, manifiesta que no quier recibir a nadie, que nadie le moleste. Es un atributo con el que se inviste para hacer creer que es un artista reconocido. Es un juego y ahora me obliga a intervenir.

—Adoptas ese aire displicente y soberbio, pero eres tú el que se engaña. Hoy no estás inspirado. 


Lanza una mirada encolerizado, en búsqueda de réplica que no encuentra. Se enfurece más. Con una mano sujeta la paleta en la que reposan los 
once colores básicos, aunque le apasiona abusar del amarillo cadmio. Los pigmentos están maltratados, destrozados sobre la pala. Reflejan su impotencia ante la falta de inspiración. Ataca los pinceles con sucesivos embates nerviosos. En una mano coge—estrangula— la paleta y tres pinceles. Con la otra, ayudado por uno solo, simula tomar medidas en el aire. Aleja y acerca la mano con el pincel a la tela, sin atreverse a rozarla. Compara tamaños y distancias. Pasan unos minutos sin pintar, solo insinúa los trazos. Agotado, suspira, se sienta en un taburete y suelta la paleta y los pinceles. Se mesa los cabellos con las dos manos y en esa posición  no deja de cuestionar su falta de inspiración. Se toma un descanso. De nuevo habla solo.

— ¿Puedo saber que miras?

— No dejo de contemplar el cuadro. Bueno si es que a eso se le puede llamar así.

— ¿Cómo te atreves? Tú, que te plantas ahí a opinar sin saber lo que es coger un pincel. 


—Pero sé de lo que hablo. Después de tanto tiempo intentándolo, tus pinturas no pasarán a la historia como una obra con personalidad. Tu trazo no es firme. El conjunto es mediocre. Detrás no hay un gran pintor. No dejas de ser un copista, pero nunca serás un reconocido maestro. Deberías considerar mi opinión y dejar todo esto. Admitir que ha sido un error dedicarte a pintar. No es lo tuyo. 

— ¿Cómo te atreves? De no ser por mí, tu vida sería un sinsentido. Te sientes importante al hablar

de pintura, te muestras como un gran entendido en

arte y solo eres capaz de apreciar lo evidente. Con 

tus conocimientos solo sirves para opinar en las 

tertulias de café. No eres crítico de arte, eres un

parlanchín.


Pablo encolerizado mira al techo. La claraboya le escruta. Con rabia, tira algunas telas al suelo.

Cuelga la bata, da un portazo y salimos del 

estudio.  




Picasso




Pablo lleva sin salir del estudio unos cuantos meses, se ha encerrado para pintar sin descanso. 

Prepara una exposición. Cada día mira al cielo. 

Hace mucho tiempo que yo no le hablo. 


Ahí en lo más alto está ella, silenciosa, que deja 

pasar la luz y la inspiración. Pablo solo pinta y

repasa los cuadros acabados. Él, los contempla y

se recrea en el desorden. 

El gran ojo de luz implacable está ahí. Atraviesa el techo sin permiso. Ignora los nervios de la estructura. Se posa sobre uno de los cuadros. Pablo mira desafiante a la claraboya. Coge de

nuevo paleta y pinceles y asalta la tela con

seguridad. Con gestos eléctricos proporciona

trazos firmes, reparte colores vivos y se aleja del 

lienzo. Un gesto seguido de un pequeño retoque 

y lo da por acabado. Un última mirada y con trazo 

seguro firma su obra maestra.

Pablo levanta la frente, mira a la claraboya y grita: "¿Soy o no un artista?" Como es lógico, no espera ni necesita contestación. Pablo y la claraboya me han enmudecido. 

Mañana vuelve solo al taller, ya no le hago falta.


Javier Aragüés (diciembre 2018)



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