sábado, 14 de septiembre de 2019

PONTO

Ponto estaba aprendiendo a enamorarse de la vida, de los silencios y de la quietud del mar. Pasaba las tardes acompañando con la mirada los flujos y reflujos de las masas de agua, que se sometían disciplinadas a un absoluto y estudiado desorden.  Solo se fijaba en las crestas blancas que  le recordaban los gestos ingenuos de ella, que incontrolada, regalaba sin escatimar ganas de vivir y que su rostro las transformaba en sonrisas. Pero ese día, Ponto se fijó en aquella ola, que por su belleza competía con la luz que reventaba al amanecer y con los rasgos blancos deshilachados de las nubes rezagadas por el viento. Solo pensar en ella le mantenía suspendido en su proyecto de amor esperanzado pero receloso. 




Las olas se vaciaban al remansar en la orilla y, al domesticarlas la arena, dibujaban la sonrisa de aquella mujer. Ponto la reconoció. La imaginaba a su lado, recorriendo con su amor los rincones de su cuerpo y dejándose seducir. Él dudaba si era el verdadero amor, o solo un sueño. 

Se levantó un fuerte viento. Ponto luchaba por seguir en su regazo y ella mantenía la distancia de rescate, hasta que una rociada de agua salada hizo que ambos se abrazaran y, sin complejos, fundieran sus cuerpos hasta ser uno solo. La siguiente ola firme rompió y al verlos tan enamorados los envolvió para prevenirlos de las miradas los que decían quererlos. Convencidos de su amor pidieron a la ola que les arrastrara hasta la privacidad de las profundidades. El amor se dejó arrastrar y, solos los dos, sin testigos consumaron la pasión que ayer parecía imposible. 

Pasaron los años. La calma volvió a la orilla. Dos enamorados miraban el mar esperando una ola que los rescatara de la banalidad de las gentes y los días. Ella le besó y él sintió que era la señal para acompañarla.




Javier Aragüés (septiembre de 2019)


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