Se encaramaba al final de uno de los cantones y dominaba la ciudad y aledaños. En sus orígenes, había sido catedral fortaleza.
A su manera, y desde el siglo VIII d.c., lucía esbelta, plena y transformada. Era el orgullo de los alaveses y había servido de refugio y consuelo en los momentos difíciles de la villa, cuando asedios, incendios o epidemias la habían acorralado. Lo que más le distinguía era que se comportaba como una construcción viva. Siempre se había debatido por lucir como iglesia gótica, pero la fortuna de protectores y las desventuras de ignorantes la habían aproximado o distanciado de su verdadera vocación. Este devenir oscilante formaba parte de su historia y se reflejaba en su fachada e interiores.
Sin menospreciar todos los elementos que la hacían singular como su crucero, los arcos diafragmas, el transepto y el triforio, destacaba el hecho de necesitar de la muralla medieval para reposar parte de su estructura, como lo evidenciaban los muros del lado norte de apariencia maciza, lo que resaltaba su figura exterior y disuadía a los enemigos de la religión.
Pero en su interior encerraba algo que los habitantes de la villa ignoraban y a mi me lo había contado un peregrino que hacía el camino de Santiago.
Yo llevaba años, siglos para ser más preciso, custodiando esta historia pero creía que había llegado el momento de disgregarla entre las gentes de bien. El mismo caminante me advirtió al relatarla que no tenía seguridad que fuera real o simplemente una leyenda, pero en cualquier caso y según su relato, aún hoy, él mismo dudaba si podría estar ocurriendo.
Es importante estar muy atento porque, así me lo hizo saber el peregrino, lo que me iba a contar no podía olvidarlo, porque no tendría oportunidad de verlo, ni volver a escucharlo.
Lo cuento con las mismas palabras, tal y como salieron de la boca del peregrino.
"Nadie del pueblo podía asegurar de qué se trataba, pero estaba en boca de todos que durante las noches de plenilunio un hombre apuesto deambulaba por el triforio sin tocar el suelo y una mujer atractiva, exultante, salía a su encuentro. En esas noches, cada veintinueve días, todo el pueblo acudía a la iglesia y los feligreses, con las cabezas erguidas, no quitaban ojo a la engalanada galería. Permanecían así hasta que la luna empezaba a menguar y desencantados volvían a sus casas.
Repetían la cita durante años, mejor dicho durante siglos, porque lo primero que hacían los padres, cuando sus hijos podían caminar sin ayuda, era transmitirles el relato y, que al ser tan pequeños, acudían acompañados de sus progenitores y aquellos niños, los hijos de sus hijos y los hijos de los hijos de sus hijos no dejaban de acudir los días señalados por la luna, aún así, tanto a ella como a él, pero nadie había conseguido verles; decían que su amor era tan intenso que, celosos el uno del otro, se ocultaban para que nada ni nadie se pudiera enamorar al descubrirlos y por eso solo se veían las noches de plenilunio. Ese era el momento en que solo ellos, frente a frente, se miraban sin descanso y veían sus rostros, que reflejaban amor; tranquilos y convencidos de su pasión, se retiraban deambulando por el triforio hasta que el planeta se situaba de nuevo entre el sol y la luna para volver a encontrarse."
El peregrino mientras me lo contaba hizo una pausa, antesala del llanto. Me miró señalando el triforio y repetía — ¿Por qué dudó? Yo no le entendía bien y pensaba que podía decir —¿Por qué dudé? Cuando terminó de hablar entendí lo que me decía. Él continuaba con su relato.
"Al verla, buscó su rostro como tantas noches y él no la reconoció porque ella no le miraba como acostumbraba y no se atrevió a decir nada. El motivo de no hacerlo es que esa noche estaba turbada por tanto amor y esperaba un beso. Él, confuso, porque no encontraba sus ojos, retrocedió, se asomó al crucero y, deambulando, se dejó caer mientras los fieles en la nave escucharon un gemido y el llanto amargo de ella. Aún hoy, se puede escuchar el sollozo en la catedral las noches de plenilunio."
Desde aquel dia no supe más del peregrino. La tradición dice que era el mismo amante y que el apóstol le perdonó la vida al caer del triforio, pero le condenó a vagar eternamente, como un peregrino más, por el camino de Santiago.
En las noches de plenilunio, camuflado entre los fieles, acude a la iglesia para escuchar el gemido eterno de ella, su verdadero amor.
Javier Aragüés (agosto de 2019)