martes, 13 de noviembre de 2018

LETRADA DE OFICIO






En 1931, Victoria Kent se convirtió en la primera mujer de la Historia de España
 en ejercer como abogada en la defensa de un juicio.


Hoy tengo una vista. Como todos los miércoles voy a la sala de togas. Allí ésta Amparo, cuya profesión es dar los buenos días y un obligado comentario.


—Buenos días doña Victoria. Hoy le toca con el juez Cosío. Ya sabe usted cómo se las gasta.

— Yo lo siento por el acusado, Amparo, ¡pobre hombre! Según tenga el día el señor juez, se puede preparar. La dejo que llego tarde.

Desciendo rápida por las escaleras que me llevan al despacho del secretario de la Sala de lo Penal. Es un tal Bigueras. Antes había sido procurador. Un funcionario resabiado que está a punto de jubilarse. Se dirige a mí con un: "Hola nena". Me ve muy joven; los que le conocen le atribuyen ese lenguaje como habitual con las mujeres. Se considera su segundo padre y con autoridad sobre ellas. Dicen que es así desde que ganó la oposición al Tribunal Supremo. Es andaluz, de Huelva, y arrastra las zetas con cierto gracejo, que solo ríen los funcionarios a su cargo. Intercambio con él los datos del pleito y me despido. La vista está a punto de comenzar.

Cada vez que entro "a sala", recuerdo que cuando hablo con amigos o conocidos les tengo que explicar que en nuestro país, a diferencia de lo que la mayoría de la gente cree, la composición de un tribunal que juzga delitos penales funciona de una manera muy distinta a como muestran las películas americanas. Aquí el jurado no existe, excepto en casos excepcionales tasados por la ley. El peso de la sentencia recae en el veredicto de un juez o de varios magistrados, dependiendo del delito. Creo necesaria esta aclaración, y más hoy, para entender porque tengo que esforzarme para reclamar la atención de su señoría. 

Conozco bien al juez Cosío. Además del Derecho, le gustan los coches deportivos y los escotes. Me he puesto una falda negra ajustada y una blusa blanca con un botón desabrochado de más. La toga lo tapa todo, pero con este juez sé lo que tengo que hacer. Al finalizar la vista, me dirijo al estrado con el gesto de quitarme la toga. En ese momento le cambia el semblante; se muestra más receptivo y dispuesto a pulir el veredicto en base a su imaginación. Este juego, hasta el día de hoy, siempre funciona. 

Los largos pasillos del Palacio de Justicia se me hacen cada día más tediosos, fríos y descarnados. A pesar del exceso de melancolía debo dirigirme a la sala. No dejo de pensar en el  joven que van a juzgar. Para mí, es una persona muy especial. Pienso en su vida.  Aprieto el paso y tengo la impresión que hablo sola.

Teodoro es un muchacho del extrarradio. Vive con su madre, una mujer mayor que se gana la vida limpiando casas. No conoce a su padre  —eso me dijo él la última vez que lo defendí. A Teodoro le conozco desde que lo detuvieron  la primera vez  —hoy hace siete años—  y me nombraron su abogada. Entonces lo acusaron de robar el bolso de una señora. Fue su primer delito y mi primer juicio como abogada del turno de oficio. Por eso lo recuerdo bien. Lo juzgaron y lo condenaron sin cárcel. Su juventud quedó marcada. Durante esos años, en muchas ocasiones, soy su abogada, como  letrada particular y, por supuesto, sin cobrarle.

Llego a la puerta de la sala, dejo de pensar en él. Me arreglo la toga. Comienza la vista. La sala está casi vacía. Por lo habitual e insignificante, es un caso que no levanta expectación. Pienso en muchos otros que están en fase de instrucción. Teodoro entra acompañado por dos policías de uniforme. Él va esposado. Me mira con ojos tristes. Su cara es un resumen de arrepentimiento y piedad. A mí me emociona, pero al juez Cosío, no lo creo; está muy ocupado en no quitar ojo al marcado trasero de la agente judicial. 

Teodoro tiene ahora veinticinco años, pero no tiene vida. Es reincidente y esta vez le han detenido por atracar una joyería. Lo tiene difícil. Este juez, además de sus debilidades, tiene un desprecio innato hacia los más débiles. Es de la teoría de que están así porque no se han esforzado. Cuando lo detienen, Teodoro lleva una bolsa con joyas y está en compañía de un magrebí, su cómplice; eso dice el auto de procesamiento. El fiscal  pide tres años para cada uno. No creo que pueda hacer nada. Seguro que el juez se sale con la suya. Termina el juicio. Me dirijo a la puerta sin detenerme. Ni siquiera intento el jueguecito de la toga.

Al salir del Palacio de Justicia me espera María, la madre de Teodoro, que nada más verme, me abraza y rompe a llorar. Entre lágrimas me dice: "¡Victoria, no sé qué voy a hacer ahora  sin mi muchacho!"



Javier Aragüés (noviembre de 2018)

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