martes, 13 de noviembre de 2018

LETRADA DE OFICIO






En 1931, Victoria Kent se convirtió en la primera mujer de la Historia de España
 en ejercer como abogada en la defensa de un juicio.


Hoy tengo una vista. Como todos los miércoles voy a la sala de togas. Allí ésta Amparo, cuya profesión es dar los buenos días y un obligado comentario.


—Buenos días doña Victoria. Hoy le toca con el juez Cosío. Ya sabe usted cómo se las gasta.

— Yo lo siento por el acusado, Amparo, ¡pobre hombre! Según tenga el día el señor juez, se puede preparar. La dejo que llego tarde.

Desciendo rápida por las escaleras que me llevan al despacho del secretario de la Sala de lo Penal. Es un tal Bigueras. Antes había sido procurador. Un funcionario resabiado que está a punto de jubilarse. Se dirige a mí con un: "Hola nena". Me ve muy joven; los que le conocen le atribuyen ese lenguaje como habitual con las mujeres. Se considera su segundo padre y con autoridad sobre ellas. Dicen que es así desde que ganó la oposición al Tribunal Supremo. Es andaluz, de Huelva, y arrastra las zetas con cierto gracejo, que solo ríen los funcionarios a su cargo. Intercambio con él los datos del pleito y me despido. La vista está a punto de comenzar.

Cada vez que entro "a sala", recuerdo que cuando hablo con amigos o conocidos les tengo que explicar que en nuestro país, a diferencia de lo que la mayoría de la gente cree, la composición de un tribunal que juzga delitos penales funciona de una manera muy distinta a como muestran las películas americanas. Aquí el jurado no existe, excepto en casos excepcionales tasados por la ley. El peso de la sentencia recae en el veredicto de un juez o de varios magistrados, dependiendo del delito. Creo necesaria esta aclaración, y más hoy, para entender porque tengo que esforzarme para reclamar la atención de su señoría. 

Conozco bien al juez Cosío. Además del Derecho, le gustan los coches deportivos y los escotes. Me he puesto una falda negra ajustada y una blusa blanca con un botón desabrochado de más. La toga lo tapa todo, pero con este juez sé lo que tengo que hacer. Al finalizar la vista, me dirijo al estrado con el gesto de quitarme la toga. En ese momento le cambia el semblante; se muestra más receptivo y dispuesto a pulir el veredicto en base a su imaginación. Este juego, hasta el día de hoy, siempre funciona. 

Los largos pasillos del Palacio de Justicia se me hacen cada día más tediosos, fríos y descarnados. A pesar del exceso de melancolía debo dirigirme a la sala. No dejo de pensar en el  joven que van a juzgar. Para mí, es una persona muy especial. Pienso en su vida.  Aprieto el paso y tengo la impresión que hablo sola.

Teodoro es un muchacho del extrarradio. Vive con su madre, una mujer mayor que se gana la vida limpiando casas. No conoce a su padre  —eso me dijo él la última vez que lo defendí. A Teodoro le conozco desde que lo detuvieron  la primera vez  —hoy hace siete años—  y me nombraron su abogada. Entonces lo acusaron de robar el bolso de una señora. Fue su primer delito y mi primer juicio como abogada del turno de oficio. Por eso lo recuerdo bien. Lo juzgaron y lo condenaron sin cárcel. Su juventud quedó marcada. Durante esos años, en muchas ocasiones, soy su abogada, como  letrada particular y, por supuesto, sin cobrarle.

Llego a la puerta de la sala, dejo de pensar en él. Me arreglo la toga. Comienza la vista. La sala está casi vacía. Por lo habitual e insignificante, es un caso que no levanta expectación. Pienso en muchos otros que están en fase de instrucción. Teodoro entra acompañado por dos policías de uniforme. Él va esposado. Me mira con ojos tristes. Su cara es un resumen de arrepentimiento y piedad. A mí me emociona, pero al juez Cosío, no lo creo; está muy ocupado en no quitar ojo al marcado trasero de la agente judicial. 

Teodoro tiene ahora veinticinco años, pero no tiene vida. Es reincidente y esta vez le han detenido por atracar una joyería. Lo tiene difícil. Este juez, además de sus debilidades, tiene un desprecio innato hacia los más débiles. Es de la teoría de que están así porque no se han esforzado. Cuando lo detienen, Teodoro lleva una bolsa con joyas y está en compañía de un magrebí, su cómplice; eso dice el auto de procesamiento. El fiscal  pide tres años para cada uno. No creo que pueda hacer nada. Seguro que el juez se sale con la suya. Termina el juicio. Me dirijo a la puerta sin detenerme. Ni siquiera intento el jueguecito de la toga.

Al salir del Palacio de Justicia me espera María, la madre de Teodoro, que nada más verme, me abraza y rompe a llorar. Entre lágrimas me dice: "¡Victoria, no sé qué voy a hacer ahora  sin mi muchacho!"



Javier Aragüés (noviembre de 2018)

domingo, 11 de noviembre de 2018

EL MANUSCRITO






MANUSCRITO



Antes de salir, miré al cielo. Dominaba un gris rotundo. Diluviaba. Rumié: "¡Qué fatalidad no haber cogido el paraguas!" Además hacía frío. Recibí tanta agua que mis huesos se quejaron y el manuscrito de mi primera novela lo tuve que escurrir en aquel café. Aunque pasaba cada día por delante, no me detenía y nunca pensé que tuviera que recurrir a aquel "bareto" que esa mañana estaba oculto tras el vaho de los cristales. Entré. Era un bar pequeño. Me intenté secar junto a la única estufa de butano que se refugiaba en un rincón con el manuscrito en la mano. Era una tarea difícil. Todos se agolpaban en aquel mismo ángulo. 

Entró un hombre obeso. Sin permiso, se sentó ante el tímido calor que emanaba de la rejilla atornasolada del calefactor. Sus descomunales dimensiones absorbían toda la temperatura. 

Yo estaba empapado. Tiritaba como el resto de 
la clientela —como todos— , excepto aquel hombretón. Me acerque a uno de ellos y le pregunté.

—¿Quién es que aquel hombre entrado en carnes?

—Es un cliente asiduo. Un editor de novelas "porno". Tiene  muy mala reputación. Ni se
 acerque a él.  Cualquier cosa que le pida se la cobrará con creces.

Por un momento pensé en mi novela. Miré al hombrón y desistí.

Mi futuro libro no se salvó, pero tuvo un final épico. Me consolaba ver cómo la lluvia había conseguido que la tinta discurriera por los folios, arrastrando a su paso cada la letra, hasta destrozar por completo el final de la novela. Eso me alivió. Al día siguiente me sentaba a escribir.


Antes de reanudar la novela, decidí salir a primera hora y me encontré a Txomin. Yo era su mejor amigo. Él también escribía. Me empezó a contar la historia para su próxima novela. El narrador lo hacia en tercera persona y él —Txomin—  era el personaje. Cogío el paquete folios empapado y comenzó a leerme.

En el cielo había un nubarrón. Txomin no había cogido el paraguas. Antes de que hubiera salido del edificio comenzó a diluviar. 

Los taxis que circulaban próximos a la acera levantaban una cortina semicircular de agua sucia. Intentó sortearla sin éxito. Luchaba contra el destino. Calado, se sintió afligido. Pasaba la mano una y otra vez por su ropa con la osadía de secarla y quitar las manchas de agua y barro; con la otra, intentaba proteger el manuscrito. Era inútil. No muy lejos había un café. Txomin pasaba todos los días por delante y lo ignoraba; aquel día le llamó la atención por los cristales empañados. Le pareció que cobijaban, un ambiente cálido. Decidió entrar para resguardarse. Sorprendido, se topó con un interior inhóspito y atrotinado. Cuatro mesas y alguna silla —no más de diez— y en un rincón una estufa solitaria con una doble misión: combatir el frío  y la humedad. Después de que entrase Txomin, lo hizo un hombre obeso. Todos le saludaron y le hicieron sitio junto a la estufa. Por las dimensiones, ese hombre absorbía todo el calor que desprendía el aparato.

Aquel hombre y la reacción del resto, sorprendieron a Txomin. Uno de los clientes, algo apartado del grupo, le miró con gesto de complicidad y le dijo:"No se extrañe, este hombre es un cliente habitual. Todos le conocemos. Tiene una editorial cerca y muy mala fama. 
Bajó el tono de voz y le susurró al oído: "Solo publica a los autores que consienten sus perversiones sexuales". 

Txomin se alejó algo contrariado y se pudo sentar junto a la puerta. La humedad y el frío se colaban sin permiso. Él sujetaba el manuscrito de su primera novela, que se había transformado en un débil rollo deforme de papel mojado. Los dos chorreaban. Sacudió el paquete de folios. Las gotas de agua se deslizaban por cada hoja, teñidas de azul por la tinta de su pluma, hasta golpear en el sucio suelo. Allí se detenían. Azorado, buscó con urgencia la última página al conseguirlo
se encontró un gran borrón con la forma de un insecto monstruoso. No lo pudo evitar y estuvo en un tris de ponerse a llorar.

Por un momento pensó que la lluvia le había favorecido y se sobrepuso. Al mirar la mancha, parecía que le hablaba. Sin dejar que dijera una palabra, se anticipó: "¿Te das cuenta en lo que te has convertido? Pues sí, eras un final  desafortunado que hoy mismo pensaba reescribir". 

Txomin y yo, llevábamos vidas paralelas, la de dos escritores mediocres.







Javier Aragüés (noviembre 2018)

martes, 30 de octubre de 2018

LARA DE CERVELLÓ






Lara de Cervelló el 4 de febrero de 1352 había cumplido dieciséis años y parecía toda una mujer. Vivía en un Palacio de la calle Montcada. 

Con el alba, salió de casa acompañada por su madre; al pasar el zaguán, dejaron un obrador atrás y enfilaron por las callejuelas retorcidas y húmedas hasta el atrio de Santa Mª del Mar. Entraron por una de las puertas, la más próxima al sarcófago de Santa  Eulalia. La madre se adelantó susurrándole: "Lara, aquí te bautizamos". Ella no se detuvo, estaba absorta. Solo pensaba en el responsable de aquel instante eterno de dolor que había acabado con su ingenuidad sin alterar su belleza. 

En el templo, se oficiaba la santa misa y un fraile franciscano, ordenado sacerdote, se disponía a administrar el sagrado sacramento. Las dos se dirigieron a la fila para recibir la comunión. Lara preocupada porque llegase su turno, adoptaba una postura innatural, trataba de encubrir su preocupación porque ya apuntaba la combadura en la que balbuceaba un nuevo ser. Procuraba ocultarse ante los ojos de todos y más aún, ante los de Oleguer, ese joven apuesto con el que siempre habían cruzado miradas al salir de la Iglesia. 

En la hilera, Lara no dejaba de pensar en aquel momento que había recibido un golpe de falso de amor bajo su vientre. La joven se aproximó temerosa ante la incertidumbre de estar en pecado. El clérigo imponía por su aspecto y según se iba acercando a él, su pánico aumentaba. Estaba arropado con una artificiosa casulla imposible de ceñir por sus abultadas carnes y que se engalanaba con repujados y ásperos bordados amarillentos a modo de escudos contra el pecado. Lara, atemorizada por recibir al Señor su estado, inclinó la cabeza, cerró los ojos y con la lengua semiavanzada se armó de coraje dispuesta a incorporar una nueva duda. En esos instantes, antes de soportar el peso de la eucaristía sobre su lengua reseca, temblaba al recordar cómo fue asediada. No sabía ante quién, pero pensaba en el hombre que la violentó y se sentía dispuesta a sufrir esa angustia por el ser que llevaba dentro.



Ya de noche, cuando estaba en el Palacio  recordaba —mientras su madre dormía— como su padre abandonaba el tálamo conyugal y con sigilo se dirigía a su lecho. Después, el silencio roto, el descorrer de cortinas y el sonido renuente de la puerta de madera de su habitación. 

Un hombre entró y se abalanzó sobre ella. Con una mano tapó su boca y con la otra, urgente, la deslizó sin amor, mientras la apretaba con fuerza contra él; agitado, respiraba sobre ella a golpes de exhalaciones entrecortadas y sin control. Todo le provocó un intenso dolor y desfallecida, perdió el sentido.

Al despertar no supo si fue el gallardo Oleguer, o realmente era Mefistófeles quién se había adueñado de ella. 




(*) Utilizo el oximoron: instante eterno (una cosa y la contraria) que me ha sugerido al leer el blog http://bocaccio-barcelona.tumblr.com/ de nuestro compañero "tallerista" Joan Portales y por el que recomiendo navegar.


Javier Aragüés (noviembre de 2018)

lunes, 22 de octubre de 2018

MÁS DE UNA VEZ (microrrelato)

Desde la cama, oía pisadas cortas que se acercaban. Alguien, empujó la puerta con violencia, entró y se plantó ante Víctor dispuesto a todo. Esperaba someterlo con una sonrisa forzada y que él, dócil, permaneciera en silencio.

Lo intentaba un día tras otro. A cualquier hora de  la noche, entraba y salía para observarle. Paseaba el terror con la luz de una linterna con la que se ayudaba y eso le delataba. Víctor se escondía entre la ropa, hasta que cesaba esa luz, se perdían los pasos y se transformaban en silencio. La expresión de espanto en su rostro permanecía hasta el alba. Solo conseguía dormir unos minutos.

Por la mañana en el pasillo, se oían los murmullos entremezclados con voces estridentes de personas. Para Víctor, todo este 
alboroto era la señal de que había pasado el peligro, porque cada mañana se repetía lo mismo, hasta que dominaba el silencio y se alcanzaba un orden inquietante. Volvía la noche, el cambio de turno y la angustia.


Pero una madrugada, un hombre vestido de  desesperanza rompió la rutina; le sacó de la  habitación y sin darle explicaciones, pronunció con voz apagada: "es la hora". Le condujo por largos pasillos, que Víctor no conocía, hasta que llegaron al sótano. Le entregó, debilitado y casi dormido, a un grupo reducido de hombres y mujeres: Pudo contar hasta seis, — ¿dos hombres y cuatro mujeres ?—  apenas lo recordaba; con los rostros semicubiertos, comenzaron a manosearle, sintió un pinchazo y se desvaneció. 

Pasaron bastantes horas. Se tranquilizó al  verse junto a su mujer y su hija, que abatidas, le miraban fijamente y rompían a llorar.





Javier Aragüés (octubre de 2018)


martes, 16 de octubre de 2018

PERSONAJE DESDIBUJADO

La pieza que no encajaba era una parte  determinante de mi biografía. Me condicionó  la infancia, viví incompleto durante la madurez.
Y sin desistir racionalmente, no esperaba poder encontrarla.

Estaba anocheciendo cuando abrí el ordenador y en la pantalla un mensaje. Una mujer que no conocía escribía: "¿Tu padre se llamaba Francisco?"

Me sentí descubierto. Experimenté esperanza y, a la vez, miedo a que no fuera él. Le pedí a Rosa, la mujer que me había localizado, más datos, que releí hasta asegurarme de que era mi padre. 

Me incliné  hacia la pantalla para mirar las imágenes con detalle. Me sentí extraño, ajeno a los roles en este tipo de intercambios. Ella me lo puso fácil y con una frase me sentí acogido: 
"Javier, soy tu prima Rosamary, la hija de un hermano de tu padre".

Me mandó unas fotos. Allí estaba él. Se me nublaba la vista. ¡Qué ridículo resultaba emocionarse ante un ordenador! Había esperado mucho tiempo ese momento. 

Al fin  alguien podía hablar de mi padre con solvencia. Rosa comenzó a describirlo, tal y como le había recordado su propio padre.








"En apariencia era un joven bien plantado, esbelto y de figura alargada, tanta como su ausencia. Al expresarse gesticulaba con un
cigarrillo en la mano, con tal habilidad que no importaba en cuál de las dos lo llevaba; parecía que el pitillo era una prolongación de su carácter; al moverlo, daba la sensación de libertad. Pero algo le apretaba de tal forma, que era prisionero de sus propios dedos. Raras veces se llevaba las manos a los bolsillos del pantalón, porque el cigarro no se lo permitía. El pantalón era negro, de caja alta, con pinzas que arrancaban disciplinadas desde la cintura y continuaban como rayas infinitas hasta morir en los empeines. Los zapatos, también negros, lucían relucientes solo los días de fiesta. 

Cuando cambiaron los tiempos, no solo para él, estuvo dispuesto a alzar la voz en nombre de la libertad, vestía camisa blanca con los dos primeros botones abiertos y los puños remangados por debajo del codo que hacían más ostensible su forma de pensar.

Pero llegaron los malos momentos que la historia le obligó a soportar. Se refugiaba bajo prendas de abrigo y cuellos considerables, que al levantarlos remarcaban su personalidad, por lo que le fue difícil pasar inadvertido y le  detuvieron".







Rosa se tomó un respiro y me invitó a que me detuviera ante una de las fotografías. 

Al observarle, mis ojos se toparon con una cabeza poblada por un denso cabello negro, que arrancaba desde una frente limpia, acotada por dos cejas con signo de asombro contenido y una mueca que se resistía a sonreír. ¿Si se lo impedía lo vivido, o el no vivir?


La mirada imperturbable alojada en un rostro aguileño y unos labios delgados que parecían esperar al amor de una mujer. Los ojos reafirmaban bondad y tristeza, como si no estuvieran preparados para soportar la vida.

Rosa continuó. con una de las fotos en la mano:

"Se despidió de tu abuelo un día como hoy. Por 
la mañana lo encontraron muerto en una pensión." 






Al quedarme solo, comencé a escribir deteniéndome en las fotografías que me había enviado Rosa, y en sus palabras. Las imágenes me permitieron reconstruir lo que quizás había sido, aunque continué sin estar seguro. 

Mientras le descubría me parecía sentir como si hubiera estado siempre junto a mí, y que hubiera sido yo, el que me había alejado.  




Javier Aragüés (octubre de 2018)


martes, 9 de octubre de 2018

RUTINAS

El dormitorio vestía de oscuridad. Elena, acostada junto a mí, aprovechaba los últimos minutos de la noche tímidamente arropada. Ronroneaba mimosa para hacerse notar, y le costaba iniciar un nuevo día. Hizo un esfuerzo,  se incorporó a medias para levantarse, y con los ojos semicerrados consiguió sentarse en el borde de la cama. Se tomó un tiempo hasta que se desperezó y fue a la cocina para preparar el café.  Entonces, yo me incorporé, calcé mis desgastadas zapatillas y las arrastré por el pasillo. Mi perro Klaus me reconoció, comenzó a brincar a mi alrededor, él también estaba allí, vivo, y precisaba de mí. Luego le miré y pensé que los dos nos necesitábamos. Ya conocía la rutina, esperaba en la puerta del piso a que le ensartase el arnés y cogiera la correa. Un amortiguado portazo era la señal de salida. En el portal nos encontramos con la vecina del segundo, la que vivía sola y esperaba más que nadie "el buenos días", con independencia que en el exterior hiciera un tiempo infernal. Me subí el cuello de la gabardina y una cortina tupida de gotas frías golpeó mi cara y un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo, me hizo dudar si daba el paso para plantarme en la acera. Sin pensarlo más, dejé salir a Klaus, que me miró con la duda de si continuábamos o no, ignoré su gesto y  comenzamos a pasear. 








Sobre el primer charco se reflejaba la luz blanquecina estridente del puesto de periódicos. Era tan temprano que los paquetes de papel impreso, teñidos de noticias y sucesos se humedecían antes de que Tomás, el quiosquero, los aposentase en las repisas del puesto, que fiel a la cita tenía abierto cada día. Inquieto, iba  de acá para allá, para colocar la selecta mercancía, que no llegaba a hojear. Dejaba a mano los ejemplares de los asiduos y los encargos de los comercios y bares próximos al mercado para repartirlos. Estaba solo pero le acompañaba la nostalgia por una guerra que nunca ganó y una enorme bufanda con la que se protegía del frío y de las miradas no deseadas.

Para mí, lo más importante del barrio era el mercado que a esas horas bullía entre el color y el griterío. La mezcla de olores hacía que me detuviera cada día ante los puestos de verduras simulando indecisión. Aunque a esas horas nunca compraba, aprovechaba esos instantes para inspirar con fuerza hasta casi saborear los aromas frescos y verdes de los alimentos.

En el bar del mercado, los asentadores de pescado se recostaban en la barra tras un café,  mientras fumaban y hablaban sin parar. Vestían mandiles con rayas verdinegras, salpicados por más de una escama, y sus botas de caucho de media caña como si acabaran de faenar. 

Diego, el vendedor de cupones, era una de las personas inseparables del barrio, le imprimía carácter. Estaba completamente ciego. Siempre alegre desde que se había liberado de tener que vender a la intemperie y repetir siempre la misma cantinela: "¿Quiere un cupón? Es para hoy. Oiga, que sale hoy". Su familia había conseguido que pudiera tener un pequeño quiosco que le protegía de los cambios de tiempo y le hacía sentirse seguro e importante. 

Me gustaba entretenerme y hablar con los comerciantes que llevaban instalados en el barrio desde siempre, pero con este tiempo hoy daba por finalizado el paseo. Klaus tiraba de la correa, era la señal de que debíamos volver a casa. Él sabía que le esperaba su comida y a mí Elena. 

Desde el portal, me ayudaba a remontar la escalera el olor a café y pan tostado que ella preparaba a esas horas y sobretodo esperaba su beso, el que me daba en la mejilla como anuncio de vida y sello del amor. Abrí la puerta, Klaus se dirigió a su rincón; Elena nos esperaba en el salón sentada frente a las tazas de café caliente. Antes de acercarme a su mejilla, nos miramos y me quedé inmóvil. Las escenas de nuestra vida pasaron veloces ante mi retina, tan rápidas que en las últimas apenas veía a Elena. 

En la sala solo quedaba ese olor a vida agotada que apostillaba el de café y pan tostado. Klaus, a mis pies, me miraba mordisqueando una de mis zapatillas. Los dos nos necesitábamos



Javier Aragüés (octubre de 2018)

jueves, 27 de septiembre de 2018

SIEMPRE TE MIRO




Me impresionó esa mirada. Estabas lejos, tan lejos que quería pensar que llorabas por no verme, pero a la vez me decías: "Iluso... ¿Por qué crees que podías provocarme una lágrima? 

Me sentí ridículo.  

Te giraste y no pude evitar volver sobre la imagen. Enseguida advertí que me mentías. Porque eras tú, con esa expresión dulce y sin abandonar el llanto, la que se mostraba oculta tras una pintura; me invitabas a escuchar una canción o sugerías que me abandonara a lo que es más bello y atrayente, el arte. Eras tú la que se escondía tras la imagen y seguiste mirándome mientras se deslizaba una lágrima por tu mejilla.



Javier Aragüés  (septiembre 2018)

miércoles, 26 de septiembre de 2018

MEDITERRÁNEO Y TU (microrrelato)

Para admirarte no hay más impedimento que el aire, la luz y la soledad. Cuando rompen las olas, te busco entre la espuma, pero no apareces. Espero las siguientes y me dicen que te has ido. Les pregunto por ti y me contestan con otra ola más atractiva, pero tú no vuelves. Hasta que una me advierte que tenga calma. 

Mitigo la espera, me recreo en tus tonos: Verdes alga, amarillos emergentes y turquesas impecables. Los marrones arrecife y grises tristeza me invitan a soñar. El sol, dueño del horizonte, te hace brillar y salpica con laminillas refulgentes desde el horizonte hasta mis pies, pero no te veo. 


Juego con los azules dominantes de tus días plenos, sabiendo que siempre no es así, hasta que te cubres de lilas tormentosos, entonces te enojas, enciendes el cielo y te destrozas con furia contra los rompientes que te deshacen en lágrimas y borboteos, mostrando tu sensibilidad.






Te conozco. Tu aparente y repentino mal carácter se atenúa, hasta que un día de los siguientes luces el equilibrio y esperas al sol que emerge lento, en silencio y concentra sus fuerzas en irradiar ímpetu y anaranjados. Fatigado el astro, se sumerge entre tornasoles y ambarinos para despedirse.

Pasan los días y los próximos, no me canso de observar tu carácter y tus cambios de humor, pero no abandono y espero. 

Esta mañana es diferente, miro por el ventanal y te reconozco, por fin has llegado Te acompaña la pasión, el deseo y mis sueños. Estás frente a mí, nunca te has ido. Mediterráneo eres tú.
  

Javier Aragüés (septiembre 2018)


lunes, 3 de septiembre de 2018

CELERIDAD FATÍDICA (microrrelato de Terror)

Sumergido en la oscuridad, gritaba: “¡Ciego, estoy ciego!”. Solo y rodeado por el silencio.

Tenía los ojos entreabiertos y los párpados soldados a la esclerótica por una película de polvo y lágrimas. Intentó incorporarse. Algo lo impedía.  

Piernas y brazos estirados, rígidos e inmóviles; no respondían. El cerebro martilleaba: “Salvatore, estás muy enfermo".  

La situación kafkiana coexistía con una angustia incontrolable. El sudor inundaba su cuerpo. Un caudal frío se deslizaba por la columna para perderse en el túmulo de los recuerdos.

¡Un nuevo esfuerzo! Salvatore inspiró profundamente. Fue inútil. El polvo inundó sus pulmones. Regurgitó. 

El sabor agrio ocupó su boca reseca, rasgándole la garganta las partículas suspendidas.

Al intentar expectorar sintió larvas paseándose por su interior, mordisqueando el epitelio de su cuerpo. 

Identificó la muerte, mientras recordaba las últimas palabras de su mujer: “Salvatore, amor mío”. Sin tiempo, le enterraban a las pocas horas.


Silencio.

Javier Aragüés (septiembre 2018)







sábado, 1 de septiembre de 2018

LA ESCLUSA





La Geister era una vieja gabarra acorralada por la espesa niebla remansada en la esclusa. 

Friedrich Merten  era su capitán, bregado marino en guerras que nunca ganó.

El devenir por el Danubio le atormentaba y vivía eternamente melancólico. Abarloó la embarcación entre las dos paredes mugrientas e infinitas, salpicadas por chorreras de afelpado verdín. Discurrían de norte a sur y desconsolaban aún más el lugar. La maniobra le entristecía. El tiempo se detuvo. Levantó la mirada y vio la nada.

En el cauce, Merten sumido en el silencio de la no vida, roto por los arpegios de las Walkirias de Wagner. Cuerdas, maderas y cobres luchaban hasta alcanzar sincronizados el final de la obra. Violines y violas parecían extenuados. Con el último acorde el esclusero gritó: “¡Capitán,  La Geister puede zarpar!”

Silencio. En la esclusa la barcaza seguía inmóvil, sin Merten, la abandonó con la última nota de la sinfonía.




Javier Aragüés (septiembre 2018)



jueves, 19 de julio de 2018

ABSTRACT DEL LIBRO "EN EL HURACÁN CATALÁN. UNA MIRADA PRIVILEGIADA AL LABERINTO DEL PROCÉS" ( Sandrine Morel)

No pretendo condicionar las opiniones que hay formadas frente o a favor 
del independentismo catalán y del procés pero este libro, EN EL HURACÁN CATALÁN, la autora y periodista Sandrine Morel, corresponsal de LE MONDE en España. ofrece otra visión de unos hechos que han sido y son portada de los medios de comunicación antes y después, del referéndum del 1 de Octubre.






















La corresponsal, con un lenguaje periodístico, expone de una manera crítica e incisiva las estrategias de manipulación y movilización que han utilizado "ambas partes" y los hechos políticos y económicos que han determinado el procés; todo ello según su punto de vista.

Según mi opinión no es una visión más, a pesar de que no es un análisis aséptico. 

Me ha parecido especialmente ilustrativo el Capítulo 10: La independencia, ese cajón de sastre, que forma parte del libro: En el huracán catalán: Una mirada privilegiada al laberinto del procés, de la autora Sandrine Morel y traducido por Lara Cortés Hernández.



Javier Aragüés(julio 2018)















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La independencia, ese cajón de sastre. (Sandrine Morel) (*)

" ¿Independencia para hacer qué? Esta pregunta que he formulado de mil maneras diferentes, no tiene respuesta. En el movimiento independentista catalán no hay grandes exigencias concretas. Sí está la de administrar los impuestos recaudados en esta comunidad autónoma. Pero ¿para hacer qué? ¿Para qué proyecto? Los tres partido independentistas no consiguen ponerse de acuerdo en este punto, lo cual explica que no exista un debate sobre la independencia: rompería la unidad del movimiento.


La independencia es una cáscara vacía en la que cada cual mete sus sueños, sus deseos, imaginando, acertada o equivocadamente, que harán realidad. Y por lo que me cuentan en privado los dirigentes independentistas, parece que algunos se equivocan de pleno.

En 2012, por ejemplo, surgió en la autopistas catalanas  la campaña "No vull pagar"(<<No quiero pagar>>). Los conductores se negaban a abonar los peajes porque consideraban que era sumamente injusto pagar en Cataluña por este tipo de vías, que alrededor de Madrid y en buena parte del resto de España son mayoritariamente gratuitas.En la primera Diada que cubrí como corresponsal, esta "injusticia" aparecía en los primeros puntos de las listas de "protestas" de muchos de los manifestantes contra Madrid.

Un asesor de Artur Más sacó el tema espontáneamente mientras manteníamos una conversación informal. "No hay peajes fuera de Cataluña o del País Vasco. Eso no es normal", me dijo, justo antes de añadir una frase que revela al mismo tiempo la ingenuidad de los manifestantes independentistas y la verdadera frustración de los nacionalistas de CiU: "No es que estemos en contra de que haya peajes aquí.Todo lo contrario: nos parece bien la privatización de las autopistas. Lo que no es justo, lo que criticamos, es que no haya peajes en otros sitios". Para la derecha catalana, a la que le habría gustado dirigir España, la derecha española no es lo suficientemente liberal, mi interlocutor me lo confirmó a lo largo de aquella conversación: "Es lo mismo que ocurre en el caso de la sanidad pública y la tasa de un euro por receta. No queremos anularla. Al contrario: estamos en contra del gratis total. Lo que queremos es que el copago se generalice en el resto de España". Su conclusión: "La Cataluña independiente será business friendly como Mónaco".

Por otra parte, durante la entrevista que le hice en 2012, el propio Más saco pecho por las medidas de austeridad que había aplicado, aunque criticaba el ritmo impuesto por Bruselas. Me explicó entonces, con la satisfacción de haber hecho los deberes, que el año anterior había conseguido ahorrar mil ochocientos millones de euros, que había bajado los sueldos de los doscientos treinta mil empleados públicos de Cataluña y recortado el gasto en un ocho por ciento, y me anunció que pensaba crear nuevos impuestos, en concreto un a tasa turística y un tasa sobre las recetas médicas. Y concluyo que "podría hacer más cosas" si tuviese "¡más competencias!". 

Existe un abismo entre lo que muchos manifestantes esperan de  o obstante, la referencia es Dinamarca o los Países Bajos. No en vano la izquierda republicana defiende un modelo más social. La CUP considera la independencia una condición indispensable para poder dar después al pueblo una soberanía real, abolir las fronteras y facilitar la autogestión, con el fin de crear una república cuyo poder resida, fundamentalmente en los municipios. esta formación defiende la salida de la UE, mientras que ERC y el Partit Demòcrata Europeu Català  (PDeCat) —fundado en julio de 2016 para deshacerse de la mancha de corrupción de CDC— se han presentado como profundamente europeístas e insisten desde hace ya tiempo en la importancia de obtener la independencia dentro de la Unión.

Durante muchos años, lo fundamental ha sido transmitir un idea básica: la independencia no tendrá ningún efecto negativo sobre la economía o la sociedad, y solo traerá consigo, paz y prosperidad."


(*) Capítulo 10: La independencia, ese cajón de sastre; páginas 97, 98,99 y 100 del libro: En el huracán catalán: Una mirada privilegiada al laberinto del procés; de la autora Sandrine Morel.