El arte de leer sin prisas y sin ser molestado, sabia y
adecuadamente, que antaño respondía al esfuerzo y al celo del escritor con una
paciencia de igual calidad, se está perdiendo, se ha perdido.
(Paul Valéry)
En las Conversaciones con Goethe que compiló J.P.
Eckermann, el genial autor alemán dijo que «la gente no tiene ni idea del
tiempo y el esfuerzo que le cuesta a uno aprender a leer. A mí me han
hecho falta ochenta años, y ni siquiera hoy podría afirmar que he alcanzado mi
objetivo». No debe ser muy frecuente que la gente ponga en duda si sabe leer.
Pero si un gigante como Goethe no lo tenía del todo claro, quizá no sea
descabellado que nos preguntemos si realmente sabemos leer.
¿Qué es leer? ¿Qué es lo que hace que alguien sea un buen o
mal lector? C.S. Lewis comienza La experiencia de leer señalando que
el papel de la crítica es juzgar libros, y que de ahí parece deducirse que el
mal lector es el que lee malos libros. Lo que se propone Lewis es darle la
vuelta al argumento y fijar su atención no en los libros sino en los lectores o
en los tipos de lectura. Así podríamos decir que, antes de comenzar a leer
cualquier cosa (novela, ensayo, poesía, cómic, revista… o incluso un artículo
como éste), todos tenemos una disposición general, una actitud hacia la
lectura. A partir de la articulación de esa idea, Lewis da el salto para hablar
de buenos y malos lectores, identificándose con la minoría y la mayoría,
respectivamente.
Como yo no estoy capacitado para dar ese salto, me limitaré a
ofrecer algunos apuntes sobre las actitudes hacia la lectura, para que después
usted extraiga las conclusiones que considere oportunas.
Descartando a aquellos que por el motivo que sea no leen
nunca, se podría decir, resumiendo quizá excesivamente, que hay dos
actitudes opuestas (extremas) hacia la lectura, que dependen de concebirla
como una actividad residual (leer es una forma de matar el tiempo que puede ser
abandonada en cualquier momento por cualquier otra cosa) o como una actividad
esencial (leer es una necesidad vital, y de manera constante se busca tiempo y
un espacio adecuado para dedicarse plenamente a ella). Entre esas dos actitudes
me he movido siempre: en ocasiones leer es casi tan necesario como comer, y en
otras la excusa más absurda me sirve para abandonar cualquier lectura. Pero a
pesar de las posibles variaciones creo que todos tenemos una actitud general,
más o menos estable, hacia la lectura.
En esa esquemática caracterización de las actitudes ya está
implícita la respuesta a una pregunta fundamental: para qué se lee. Si
descartamos a los que leen por obligación (estudiantes, correctores, etc.), se
puede leer para pasar el rato, por placer, para sacar algún tipo de provecho de
la lectura (por ejemplo, para ordenar nuestras opiniones y costumbres, como
dice Montaigne)... ¿Es el propósito con el que se afronta la lectura lo que
otorga dignidad al lector? A primera vista los límites entre esos propósitos
pueden parecer claros, pero los resultados que se derivan de ellos quizá no lo
sean tanto. Bien puede suceder que, pretendiendo únicamente matar el tiempo, no
se disfrute en absoluto (como le ocurre a aquellos que sienten el extraño deber
de finalizar un libro que les disgusta), o que se disfrute y además se aprenda
algo esencial con la lectura; y también se puede sentir un aburrimiento cósmico
o un placer infinito leyendo cuando sólo se pretende algún beneficio de tipo
intelectual.
Lewis hace otra distinción muy interesante: entre los que
«reciben» la lectura y los que la «usan». Los que «reciben» la lectura no son
pasivos, sino activos de manera obediente, dejan que el autor se exprese, que
desarrolle lo que quiere decir. En El lector común, Virginia Woolf también
destaca esa idea cuando recomienda que «no le dictemos al autor; intentemos
convertirnos en él. Seamos sus compañeros de trabajo y sus cómplices. Si nos
retraemos y mostramos reparos y críticas al principio, nos estamos impidiendo
sacar el mayor provecho posible de lo que leemos». Es decir, primero leer y
recibir esas impresiones, ideas, etc. como el que escucha a un amigo; después
dejarlas reposar para, más tarde, volver a ellas ya como juez.
Crear esa especie de vacío mental para recibir plenamente
una obra no es una tarea sencilla (a mí me cuesta muchísimo). Fernando Pessoa
lo confirma en el Libro del desasosiego: «Nunca he podido leer un libro
entregándome a él; siempre, a cada paso, el comentario de la inteligencia o de
la imaginación me ha interrumpido la secuencia de la propia narrativa»; o «Leo
y me abandono, no a la lectura, sino a mí mismo». Leer separando la lectura del
juicio simultáneo es muy difícil, pero sus beneficios son evidentes. Leer de
ese modo es como el mirar a través de una ventana diferente en cada lectura: lo
que encontremos al otro lado puede gustarnos o no, pero quizá descubramos cosas
desconocidas e inesperadas que puedan enriquecernos.
Leer intentando imponerse al autor constantemente, peleando
con él, exigiéndole que diga lo que queremos escuchar (y de la forma en que
queremos escucharlo) es entender la lectura como el mirarse en un espejo: sólo
veremos nuestro propio reflejo, y nada más. Esa es la actitud de los que «usan»
la lectura, la de los que se preocupan demasiado por hacer algo con aquello que
leen, impidiendo que esa obra les llegue, encontrándose únicamente a sí mismos
sin ser conscientes de ello. Es la actitud del que sólo lee para reafirmarse en
lo que ya sabe y para indignarse con los que no piensan como él. Georg C.
Lichtenberg lo resumió en un brillante aforismo: «Un libro es un espejo; si un
mono se mira en él, el reflejado no podrá ser un apóstol. No tenemos palabras
para hablar de sabiduría con el necio. Ya es sabio quien entiende al sabio».
Según Lewis, para las personas que carecen de sensibilidad
literaria, «la frase "Ya lo he leído" es un argumento inapelable
contra la lectura de un determinado libro». El contemplar o no la posibilidad
de la relectura podría ser otro criterio para distinguir al buen del mal
lector. Y aunque yo no tengo nada claro que ese criterio sirva para algo, lo
cierto es que leer un libro debe ser una de las pocas actividades que, habiendo
producido gran satisfacción una vez, mucha gente rechaza repetir (si ha
producido sufrimiento supongo que sólo un imbécil se embarcará en la
relectura).
Igual que habrá quien, como Lewis, considere que el releer
es un hábito del buen lector, hay quien afirma que el abandonar las lecturas es
propio del mal lector. En ese caso reconozco que soy un mal lector, porque no
tengo ningún problema en aparcar provisional o definitivamente cualquier
lectura incluso aunque –y sé que esto puede parecer sorprendente– esté
disfrutando de ella. Quizá por eso me veo reflejado en lo que dice Montaigne en
el capítulo titulado «Los libros» de Los ensayos: «En cuanto a las
dificultades, si encuentro alguna leyendo, no me como las uñas con ellas; las
dejo en su sitio tras hacer una carga o dos. Si me plantara en ellas, me
perdería, y perdería el tiempo. Porque tengo el espíritu saltarín. Lo que no
veo a la primera carga, lo veo menos obstinándome».
Otro criterio que se emplea para distinguir al buen del mal
lector es el de referirse a la calidad de las lecturas (difícil de medir, si es
que es posible) o la cantidad de las mismas (fácil de medir, si uno no miente).
Tampoco me parece un criterio muy fiable. Se puede leer a muchos autores más o
menos indiscutibles –como Montaigne, Goethe o Pessoa, sin ir más lejos– y ser
un mal lector. Además creo que a partir de una valoración errónea de esas
variables de la cantidad y la calidad de las lecturas se produce una confusión
entre lo que caracteriza a la persona erudita y a la persona culta.
La persona erudita es aquella que, gracias a la lectura
incansable, consigue acumular una enorme cantidad de pensamientos ajenos que,
por estar superpuestos a los suyos propios, están incomunicados entre sí, sin
relación ni coherencia alguna. La persona erudita leerá mucho pero su
pensamiento está muerto, cubierto por el polvo, fosilizado, como si se tratara
de una gran biblioteca desordenada. La persona culta, sin embargo, no se
caracteriza por acumular necesariamente grandes cantidades de pensamientos
ajenos, sino por establecer de manera constante numerosas conexiones entre
ellos y con los suyos propios. La persona culta puede leer muy poco pero su
pensamiento está vivo, en continua mutación, fluye, como si fuera una pequeña
biblioteca perfectamente ordenada que no deja de renovarse.
En otro de sus célebres aforismos, Lichtenberg decía que
«hay muchísima gente que lee sólo para no tener que pensar». Y Arthur
Schopenhauer, en el segundo tomo de Parerga y Paralipómena, explicaba esa
misma idea: «el mucho leer quita al espíritu toda su elasticidad,
como se la quita a un muelle un peso que lo presiona continuamente; y el medio
más seguro para no tener pensamientos propios es echar mano de un libro cada
vez que se tiene un minuto libre». Si se lee mucho pero después de la lectura
uno no medita sobre lo leído y se abandona al entretenimiento irreflexivo, se
perderá la capacidad de pensar. Para que, por medio de la lectura, el
pensamiento, sin dejar de ser nuestro, se fortalezca, el proceso no debe ser
leer→descansar→leer, sino leer→pensar→leer.
Llegado a este punto quizá ya tenga usted un veredicto sobre
si sabe leer o sobre lo que hace de alguien un buen o mal lector. En
lo que a mí respecta, en este camino se me han ido aclarando algunas ideas y
oscureciendo otras, aunque tal vez no sean realmente mías.
Fuente: diario.es