domingo, 31 de enero de 2016

LAS HOCES


Era una ciudad del interior. Insignificante. Me conquistaba. Destacaba en la rala meseta. El mobiliario urbano era escaso y deteriorado. Se repartía sin preferencias por aceras y plazas. Bancos y farolas recogían los testimonios sencillos de parejas sin exigencias. ”Marta te amo”, “Juntos para siempre” y otro, el que más se repetía, “Te quiero”, junto a dos iniciales separadas por un punto dentro de un corazón. Cruzado por un palote con cuatro trazos en el extremo. Símbolo de una flecha. Diana en la esperanza. También había un único parque pleno de signos de amor y un quiosco de música en silencio. En las estaciones favorables abundaban las parejas. Durante otoño e invierno vivía la soledad. Una estera de hojas y ramas humedecidas delimitaba los jardines. Desprendía un olor especial a musgo y hongos. Una neblina aromática rodeaba la corteza de los árboles. Atraía a los excéntricos y a los despoblados de ilusiones, y seducía a todos.
Aprovechaba unos días de respiro. Iba a visitar a los amigos de la adolescencia. Los que el tiempo convertiría en adultos sometidos. Recordaba a Leopoldo (Leo). Algo mayor que yo. Había influido en mis gestos y opiniones. Era como mi hermano mayor. Hacía gala de haber tenido un abuelo represaliado, Juez en la II República. Siempre, al encontrarnos, su brazo sobre mi hombro y el saludo habitual. “¿Qué tal Richi? ” Arturo, el mediano, entre Leo y Carmencita, era, con diferencia, el más gris de los tres. Carmencita, la más joven, siempre con un libro y muchos sueños. Redicha, explicaba sin rubor sus teorías sobre el sexo incipiente. Sus padres la escuchaban boquiabiertos. A mí, me avergonzaban sus palabras y mi desconocimiento. Durante años pasábamos muchos días de charlas y juegos. En invierno, en su casa, alrededor de la estufa de leña. Las novelas de Emilio Salgari pasaban de mano en mano y de boca en boca. “El Corsario Negro” era la más manoseada. A distancia “Los Tigres de la Malasia. “La Perla del Río Rojo” era la preferida de Carmencita. Disfrutaba con las luchas por la princesa. Era la que más leía. En un tono más repelente de lo habitual tomaba partido por Salgari frente a Julio Verne; decía. “Las de Salgari me hacen sentir y gozar. Las novelas de Julio Verne no me dejan imaginar”. Respetando las preferencias y las jerarquías dentro de los hermanos me dejaban escoger un libro. Al llegar mi turno, tenía que coger una novela de la balda que presidía la sala. Todos los ejemplares hacían equilibrios para no abandonar el estante. No elegía la que prefería. Evitaba que se produjera un seísmo de papel. La tarde acababa cuando el padre llegaba. “¡A cenar!” Gritaba Carmen. No había televisión. Yo remoloneaba hasta que llegaba la invitación. “¿Por qué no te quedas a cenar?” Alargaba el tiempo hasta que llegaba la sobremesa. Participábamos todos. La tertulia la conducían los padres, seguida de intervenciones de los hermanos; no se discutía el orden, ni los tiempos de los diálogos. Leo y Carmencita eran los que más hablaban, me invitaban a participar. Sin hostigar. Los contenidos giraban en torno a La Ilustración. En la tertulia de mayores, no participábamos, solo se permitía. Siempre se deslizaban las simpatías por el socialismo.








En primavera cambiaba el escenario. Paseábamos por la calle principal. “El tontódromo” era el deporte que practicaban los lugareños: calle arriba y, sin pensarlo, calle abajo. Las vueltas necesarias hasta agotar los saludos a los paisanos. Este ejercicio permitía identificar a los extraños con un gesto de sorpresa. Escaparates y portales acordonaban el circuito. Dos cafés provincianos, “El Colón” y “La Martina”, rompían la uniformidad. Un sábado, el año en el que Leo y yo estábamos a punto de entrar en la universidad, nos cruzamos con dos chicas. Algo mayores que nosotros. Parecía que sonreían. Entraron en uno de los cafés. Se sentaron. Miraban a través del ventanal para comprobar nuestra reacción. Al segundo paseo le hacía gestos a Leo para entrar en el Colón. Nunca lo hacíamos, no teníamos un duro, pero la situación era propicia: metí la mano en el bolsillo trasero del pantalón y rebuscando encontré unas monedas. ¿Tendríamos para pagarles el café? Empujé a Leo con seguridad. Ellas se habían sentado al fondo, en uno de los veladores, junto a una columna. Avancé sin dudar hasta la mesa. Como si hubiéramos quedado. Nos esperaban.

-¿Podemos sentarnos?- pregunté. Leo callado.

-Claro- contestó la más agradable.

Siguieron sentadas. Nos presentamos. Una de ellas tomó la iniciativa.

-Me llamo Alicia. Ella es Laura, mi amiga.

-¿Qué hacéis por aquí?

-Unos amigos nos han recomendado la visita. No nos arrepentimos.

-¿Habéis vistos las hoces? Impresionan. ¿Queréis que paseemos?

Nos levantamos a la vez. Ellas ya habían pagado.
Un camino adoquinado bordeaba la angostura del río. Callejas y callejones desembocaban en una senda. Leo y Laura se adelantaron. Le explicaba las peculiaridades de las casas. Verdades y leyendas. Tono engolado y suficiente, el habitual de Leo. Cuando estaban muy alejados, me detuve hasta perderlos de vista. Desde hacía rato que pensaba cómo decírselo. No me atrevía. Miré a Alicia, su cara infantil. Modelaba una sonrisa espontánea. Rezumaba ternura. Me invitaba a hablar de lo que esperaba de la vida. ¿Entendería mi agnosticismo? ¿Mi afán por defender lo imposible al lado de los sin voz? A luchar por ellos. Y lo más difícil. Mi heredada falta de cariño. ¿Me invalidaba para dar o recibir amor? Consecuencia u origen de mi enfermedad, el miedo a comprometerme. Alicia, en silencio, parecía interpretarme. Me refugiaba en su mirada. Buscaba su comprensión. Era como si nos conociéramos desde hacía tiempo. En ese momento parecía surgir una vocación, la de querernos. Recelosa, se acercó. Las expresiones hablaban. Su piel era cálida. La mirada fría. Por un momento deseaba que Leo y Laura no existieran. Nos separábamos de ellos. 
La invite al parque. No era un parque singular. Era mi parque. Los charcos habían desparecido. La estera estaba recogida, las hojas y las ramas en su lugar. A la entrada me confesó, sin mirarme:”Vengo de una mala experiencia. Mi chico me ha abandonado” Tropezamos con un árbol sexagenario. La corteza estaba llena de símbolos de amor. Uno de ellos incompleto, solo un corazón, una flecha, un punto y una sola inicial. La "A". Añadí una erre mayúscula. Alicia se giró. Ocultaba el rostro. Emocionada. Nos besamos.   


Javier Aragüés (marzo 2016)

lunes, 25 de enero de 2016

ELECCIÓN


…su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido

(Albert Camus)


El maestro le respondió.

…quiero decirte cuánto me hacen sufrir, como maestro laico que soy, los proyectos amenazadores que urden contra nuestra escuela. Creo haber respetado, durante toda mi carrera, lo más sagrado que hay en el niño: el derecho a buscar la verdad.



No estaba preparado. Me aterraba que me arrancaran de mi vida onírica y de juegos. Hacía muchos años que me había instalado en ella. Llegado el momento, las presiones de mis padres y familiares me dirigían al abismo de la mediocridad. “Tienes que ser abogado como tus padres”,“Claro que están más reconocidos los ingenieros y arquitectos”, ”Como es un chico que vale hará lo que se proponga.”

En Madrid, corrían los años setenta, la escuela de ingenieros industriales recibía mis dudas.  Años y  cursos no coincidían. Surgía  una actividad voluntaria.  La militancia en un partido político. Luchaba por las libertades y contra el franquismo. Era la primera llamada. Cuestionaba la vocación impuesta. No me identificaba como ingeniero. Si como activista. Un cometido más arriesgado. Más vital. Con mayor capacidad de ser admirado. De hacer Historia. No era una profesión, era un estado de ánimo. En esta época interminable permanecía indemne el desequilibrio  entre mis obligaciones y el voluntariado. De nuevo presiones. La edad obligaba a estar socialmente disponible. Seguía sin estar preparado. Era inevitable  el paso por la milicia. Años insufribles. 






Gracias a la vida. (canción) 


Una imprevista dedicación los hizo  inolvidables.  Años pasados junto a iletrados en edad militar. El desarrollo de esta actividad no era un trabajo. Enseñaba a leer y a escribir. Vehiculizaba mis deseos. Era útil sin contrapartidas. La metamorfosis en aquellos jóvenes era la antesala de la culturización. La expresión de los rostros interesados por aprender compensaba cualquier retribución. Yo debía pagar. Destilar los momentos que expresaban agradecimiento contenido. Ojos  enrojecidos y lágrimas incipientes entregaban la gratitud.  Voces apagadas y trémulas removían mis creencias. Gestos esculpidos desde el olvido y la desesperación. Consolidaban convicciones. Empujaban a luchar. Ni ellos, ni yo, ocultábamos la excitación por un estado de ánimo desconocido. ¡Qué lejos de  los oficios mercenarios! Al final del periodo, la  vuelta a la realidad empujaba al conocido abismo de la insatisfacción. El desencaje social. La ausencia de notoriedad. La marginación. Me arrastraban al vacio. Perdía la memoria. Desaparecían los rostros iluminados de los que querían aprender. Me conformaba con el título profesional. No con la profesión. Era incapaz de mitigar la angustia; las insatisfacciones se reproducían. Era un profesional del fracaso. Las vivencias de aquellos años no eran intercambiables. Era un maestro improvisado. Ellos me reconocían. Yo, no.

Decían que el tiempo pone las cosas en su lugar. Mañana  lunes volvía al trabajo. Todo en su sitio. Mis ojos enrojecían. Húmedos y a punto de desbordarse. 

Javier Aragüés (enero 2016)


martes, 19 de enero de 2016

DOS EN UNO

Parecía un estado emocional y pasajero. Afectaba a un gran número de habitantes del planeta. De origen desconocido. Ponía en evidencia las incompetencias de sesudos investigadores desde la antigüedad hasta épocas recientes. Los antiguos griegos la describían, con ignorancia y respeto, como melancolía. La producía “la bilis negra”. Hipócrates la identificó como una enfermedad más allá de un “estado de ánimo pasajero”. Atacaba a muchos individuos que la padecían durante largos periodos de tiempo con independencia de género, raza o clase social. Tuvieron que pasar  años y años para no estigmatizar a quien la padecía.

Andrés dormía, o lo intentaba durante día noche. Así cada jornada. No era dueño de sí. Estaba sumergido  en un estado permanente de impotencia y desidia ante los hechos más cotidianos. Hasta el extremo de mantenerle alejado de una reinserción social. Había abandonado el trabajo por inactividad y ausencia de iniciativa. El jefe comentaba en los comités. “No sé qué le pasa a este chico. Desde que entró en la empresa en julio de1952, nunca había faltado al trabajo. ¡No sé, no sé! Ya no es lo que era”. Uno de de los compañeros comentaba con ánimo de minimizar la situación. “Nosotros puedo decir que casi somos  amigos. No me dirige la palabra desde hace tiempo, desde que pidió la baja. Desde entonces no sé nada de él”.

Nadie explicaba el comportamiento de Andrés.  Solo Inés intentaba entenderlo aunque padecía. Intentaba aliviar el sufrimiento de su esposo. La medicina en aquellos momentos conocía los síntomas de lo que ocurría, pero era incapaz de remediarlo. No había fármacos que pudieran reparar y recuperar al Andrés de antes.

Inés cada día iba al mercado a “hacer la compra”. Era el único tiempo en el que Andrés permanecía solo en casa.  Yacía en un sillón del salón completamente a oscuras. Catatónico, esperaba impaciente la llegada de Inés con el sufrimiento de no poder saber qué decir. Él ansiaba su presencia. El escaso tiempo de espera se hacía interminable. Inés abría con sigilo la puerta para evitar incomodarle. Al entrar ese día, el salón estaba completamente iluminado, y el balcón abierto. Andrés con un pie en la barandilla y el otro semilevantado parecía dispuesto a saltar.

-¡No, No! ¡Andrés, no lo hagas!

Sintió el olor de Inés. Llevaba tiempo sin percibirlo. La ausencia de sensaciones lo impedía. Se abrazaron. Un golpe de recuerdos irrumpió en el pensamiento de Andrés. Era capaz de querer. Se sentía querido. Listo para vivir sin ataduras.



Javier Aragüés (enero 2016)


martes, 12 de enero de 2016

ABANDONADOS

"En las profundidades del invierno finalmente aprendí que en mi interior había un verano invencible" (Albert Camus)


El pelotón de partisanos reunido en torno a la débil hoguera espera a los jefes de la partida. Los hombres, reclutados entre los campesinos, de pie. Ellas, próximas a un fuego imposible. Viudas y madres de excombatientes sacrificados. Rabiosas y hundidas. Todos atentos a la ebullición del té en el samovar antes de entrar en combate. Su sangre  hierve desde que se produce la invasión. Anatoli y Dyrina comandan el grupo. En los escasos descansos, las proclamas mantienen vivas las ansias de los camaradas de entrar en Berlín. 

Ella habla  a las mujeres.

-   Falta muy poco para que estén  en nuestras manos. Menos aún para convivir con los muertos. Entrareis  las primeras junto a los recuerdos.

Los dos Invitan a todos a brindar. Sin fuerzas alzan los cuencos gélidos llenos de té hirviendo. Con los dedos semicongelados apenas son capaces de sujetarlos. Los cuerpos frígidos, a pesar del té y las arengas.

-  ¡Por nosotros! ¡Por  los camaradas que no están!







La estepa está jaspeada de hombres estáticos.  Abundan los soldados sin convicciones. Muertos en combate, de frio o de miedo. No hay espacio sin cadáveres. Muchos con la mirada perdida y rictus de querer vivir. Entre el ejército invasor hay combatientes expuestos a ideas antifascistas. Petrificados en las trincheras. Quieren y no pueden abandonar el puesto. Los mandos con el brazo extendido les gritan. Lanzan saludos y vítores. Ya nadie corea, nadie los sigue. No oyen. Quizás desobedecen o están muertos. El resto, azorados, espera órdenes asesinas. Se disipan en la llanura. Nadie las ejecuta. 

Los líderes de la guerrilla sucumben ante la desolación. Trasladan los pensamientos a la aldea en donde se conocieron. Los dos son maestros en un país de hambre. Sin alumnos. Sin argumentos.

- Podemos olvidar– Anatoli busca la complicidad de Dyrina. Ella ha perdido un hermano en la batalla de Stalingrado. Repite en voz baja: el rencor es antesala de la extinción. Él insiste.

- Intentemos recorrer el camino hacia la libertad sin manuales; sin mapas. La muerte no justifica los medios– la mirada de Anatoli descansa en los labios de Dyrina.

- Los dos luchamos por la armonía sin adjetivos-  él la invita a otra batalla. La conquista de la libertad con una única arma. El amor.

Es tarde, un francotirador acaba con la vida de Dyrina. Anatoli guiado por el odio es de los primeros en llegar a la puerta de Brandeburgo. Uno de los combatientes más sanguinarios no la olvida. Un fuego incipiente se apaga.  


Javier Aragüés (Enero 2016)




jueves, 31 de diciembre de 2015

EN MÁS DE UN VERANO

Algunas tardes las pasábamos con amigos de tertulias y cafés, con aspiraciones literarias y discusiones  políticas. Cafés y tabaco eran el combustible para mantenernos encendidos. Acudían los asiduos. Simpatizantes y militantes de asociaciones clandestinas y algunos invitados por primera vez. Temerosos de no cumplir con las expectativas; al segundo café ya están integrados y discutían con el grupo de asiduos como uno más.



El tema elegido para debate lo elegía el o la líder, aunque al poco rato se formaban grupos  y en cada uno se discutía, apasionadamente, de asuntos  más o menos relacionados con el asunto principal. Prevalecían  los que hablaban de conflictos locales, de los que afectaban al estado, incluso a Europa; la elección dependía de la gravedad de los acontecimientos y de lo actual. Podía ser desde un macrojuicio contra sindicalistas, el fusilamiento de los miembros de un grupo radical, la ejecución de un anarquista, el encarcelamiento y tortura de los más comprometidos, hasta el más importante por deseado, el magnicidio del vicepresidente, que ocupaba la discusión muchas tardes, nadie lo defendía moralmente pero todos lo aprobaban  cuando opinaban a solas.

Los conflictos de obreros y  estudiantes, por cotidianos, no eran noticia. Todos engordaban  las cifras de asistentes a las huelgas, a manifestaciones y alguno decía: “nos persiguen, cargan, tardan en dispersarnos, aguantamos y no detienen a nadie”. Si todo eso fuera cierto la dictadura habría caído en unos días, apostillaba el más incrédulo.

Dedicábamos tiempo a conocer a los autores: filósofos y revolucionarios que habían escrito sobre la redención de los explotados y los caminos para transformar el mundo. 
Necesitábamos una coartada cultural para argumentar la militancia y hacer proselitismo. Eramos aplicados en eso de aprendermos la jerga.

Leíamos a  Marx, Engels, Gramsci, Rosa de Luxemburgo…y a otros tantos, pero el nombre que marcaba las diferencias en el repertorio era el  Vladímir Ilich Uliánov. V.I. Lenin o simplemente Lenin. Había que aprender a soltarlo en cualquier intervención  —viniera o no al caso— para dar mayor rotundidad a los argumentos.

La edad y la ausencia de prejuicios nos convencían, nos sentíamos formados en política, dispuestos para celebrar mítines o presidir asambleas. Lo que leías, lo considerabas verdad inmutables por estar escrito sobre papel y la educación política era un gran paso para propiciar los enamoramientos.

Con algunos amigos de las tertulias y otros no tanto, íbamos a pasear uno de los  montes próximos a la ciudad. Ellos admitían  la reciente relación sin preguntar. Buscábamos la complicidad en los encuentros y las miradas furtivas dejaban de serlo.  La proximidad de la relación pasaba a ser cotidiana sin necesidad de explicaciones, la  relación era natural, nadie se preguntaba nada relacionado con los dos y todo el mundo la daba presentaciones y todo el mundo la daba por hecho.

Alguna tarde nos escabullíamos y nos alejábamos del grupo. Nos refugiábamos en la iontimidad
de la que tanto habíamos disfrutado. Los primeros descubrimientos de nuestros  cuerpos sumidos en la más absoluta sin vergüenza, los lugares que habían sido testigo de la desnudez de nuestros cuerpos y el resurgir de los sentimientos más puros, de nuestro primer amor.












¿Cómo explicar la plenitud de los momentos compartidos? Todo aparecía la vez: el pudor, el calor de la piel, el rubor y la sensibilidad de los primeros besos. Cuando los descubrimos  repetíamos una y otra vez hasta desear el siguiente. La culminación era entregarnos hasta sentir contacto de uno contra el otro; nos bastaba, no esperábamos nada más.



Sealed with a kiss - Raymond Leech


Las primeras lluvias anunciaban el fin del verano. No habría tertulias, ni cafes
Acaba el verano, vuelvo a otra ciudad con el equipaje para pasar tiempo en espera de nuevas sensaciones. Las experiencias políticas se pueden trasladar. Experimento un gran salto, gracias al entorno y a los  días vividos con ella.
¿Me asomo a la madurez? Al despedirme olvido dejo atrás lo más importante, el cariño desinteresado, los besos y el idilio. La decisión equivocada está tomada.

domingo, 13 de diciembre de 2015

VISITA A LISBOA


Abril de 1983. Por las calles proliferan los modelos masculinos con trajes de campaña y toques asilvestrados. Griterío en las calles. Para muchos, días de alegría. ¡Adiós, a los de siempre! En la Lisboa adoquinada desfilan inusuales guerreros de la paz. Lanzan piropos a la libertad.

De pie, en el café A BRASILEIRA, comento con Amália la sentencia de Pessoa. "Auxiliar a alguien, amiga mía, es considerarlo incapaz; y si no lo es, es suponerlo o convertirlo en tal” (El banquero anarquista).  Discutimos. Opino que la primera parte significa desprecio. Amalia disiente. “Toda la afirmación conduce a la tiranía”. La discusión se enmaraña. Ahora,  de la mano, nos concedemos la reconciliación. Los habituales desencuentros se zanjan con apasionamientos fugaces. Yo, con más fuerza. Ella lo imprescindible.

Las exaltaciones en las calles se amortiguan con la noche. Caminamos hasta el Chiado. Descubro una pensión sin pretensiones. En el cuarto, el sosiego y las sombras del silencio consienten impulsos sensuales. Me entrego sin condiciones. Busco su sonrisa. Mientras, Amália mira al techo. No encuentra a su amante. Fermín, camarero del A BRASILEIRA, irrumpe en la estancia. Yo, atónito.  Amália, le invita a pasar. A mí, a olvidarla.

Fermín  alterna la profesión de mozo del café, con la de proxeneta por las noches en el barrio de Mouraria.  Repeina los cabellos con la carda. Esconde la herramienta en el bolsillo trasero del pantalón, mientras apoya la espalda y un pie en la fachada mugrienta de una casa. Es responsable, junto al fado, de que no caiga. Protege a sus chicas. No las deja reposar. Vigila a los clientes y convence a Amália. Por las mañanas, las mujeres buscan a Fermín. Ella le espera. 










Un café de Lisboa (Josep Mª Cabruja)







Vuelvo años más tarde. En la habitación de un nuevo hotel, sobre la cama, me parece ver un ejemplar abierto de LA CORTESANA. Sarah Dunant. Fermín es el barman del hotel. Acostumbrado a manejar las manos como palabras. Dueño de la noche  me susurra. “Si no has amado, no has vivido”. Atónito  de nuevo, tomo en parte como un desprecio lo que en cierto modo es un reproche. ¡Quizás, todo vuelve a empezar! No parece igual. Me acerco al A BRASILEIRA.  Hay tanto  humo en el ambiente que apenas veo a Amália. Algo envejecida, es incapaz de permanecer en pie. Apenas se apoya en los recuerdos, pero me reconoce.


Fermín maltrata a Amalía hasta someterla. Ya no es la favorita. No le espera ¿Qué ocurre si aquella noche, al mirar al cielo, no encuentra nada? y ¿Si no permite la irrupción del camarero?  Hoy, nuestro amor incipiente pasea por las calles de la Mouraira. Ella busca mis manos para que no escapen los deseos. Yo, la mirada.  Por las ventanas abiertas, huyen los fados. Volvemos al A BRASILIA. En una de la mesas un ejemplar de Cien años de soledad. 


Javier Aragüés (Diciembre 2015)

domingo, 29 de noviembre de 2015

LA CONSULTA



En la agenda, subrayado en rojo. Doctora Blanco. Martes. Quince de marzo, a las cinco y media. Sin especificar el año. En la sala de espera, una señora –la de siempre- se come las uñas.  En la otra esquina, un  hombre de mediana edad con mirada al infinito. Resignado. Después me entero que ha perdido a su familia, mujer y dos hijos. Él no conducía.  Calculo que tengo que esperar al menos una hora.  Se oyen gritos en el despacho. Son de la doctora. “¡Vamos, y que no  quiere pagar!” Instintivamente me echo la mano al bolsillo de la americana. Me cacheo. Encuentro nada. Un sudor frio recorre la columna. Espero temeroso mi turno. ¿Cómo explicarlo?” ¡Sr. Del Olmo! Pase”. Me espera en la puerta del despacho, después de echar al  indefenso. Me tutea. Yo a ella, no. Con un gesto meloso  me invita a pasar.” 





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Jorge pasa y ponte cómodo”.  Como en otras ocasiones, me tumbo en el diván. Veo un diploma nuevo. “La universidad de Sodoma acredita a la doctora Marta Blanco como especialista en ninfomanía”.  Se abalanza sobre mí. Me separa las piernas. ¡Estoy aterrado!  Digo lo primero que se me ocurre. ¡“Le pagaré otro día”! Desabrocha los botonones. Introduce la mano. Hurga. Jadea. ¡Para esto no hace falta que vengas!



Javier Aragüés (Noviembre de 2015)
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viernes, 20 de noviembre de 2015

DE LAS PRIMERAS


Soy de las que opino que la plenitud de la vida de una mujer está en torno a los cuarenta, sin necesidad de estar acompañada. Los años anteriores son ilusiones. Intentos por sobrevivir. Los hombres, los supervivientes.

París vive tiempos difíciles. Se prodigan reflexiones y debates favorecidos por la Revolución en los salones disgregados por la ciudad. Las opiniones diversas. Los protagonistas, ellos.

Mi nombre es Etna Palm, soy holandesa de padre comerciante. El hecho de pertenecer a la burguesía, no impide que reciba una educación esmerada. En mi época de ilusiones, me caso a los diecinueve años. Mi matrimonio está doblemente maldito. Muere mi hija y al poco tiempo la convivencia con mi esposo. Christian Ferdinand me deja el apellido, sin pedírselo. Viajo por otras ciudades europeas para encontrarme, o volver a caer en el error. Me dirijo desde Lovaina a Delph. El carruaje hace una parada  obligada. Cambian los caballos. Engrasan los ejes. Chirrían desde hace horas. Los pasajeros también. Nos detenemos. Se escucha la calma acompañada del chapoteo de la intensa lluvia y la voz aguardentosa del cochero. “¡No continuamos! El camino está enfangado y hay espesa niebla. Mi vista también”. Antes de acostarme uno de los viajeros, apuesto y refinado me dice. “¿Quiere tomar una ginebra antes de retirase?” Acepto por cortesía. Parece inteligente e instruido. Karel Van Mander gesticula con amaneramientos. Delata su atracción por los hombres. Nos respetamos pesar de las preferencias. Promete presentarme en la alta sociedad holandesa. “Tengo muy buenos contactos” , apostilla con un guiño. Me ve como a su  hermana y busca complicidad. Satisfago su ego. Dadas las circunstancias es lo único que puedo hacer. Cumple su compromiso y conozco a personajes influyentes e influidos. Buscan en mí información sobre las intenciones militares de Francia. 
Con todo el bagaje vuelvo a París A mi regreso, (1773) me hago cortesana y espía. Las contrapartidas, mucho dinero y poder suficiente. Frecuento a la alta sociedad parisina. Estalla la revolución. Lucho sin limitaciones por los derechos de la mujer. En mi casa, próxima al Palais Royal, instalo mi propio salón de debates. Acuden literatos y políticos. Uno de los más prestigiosos de Paris. La Revolución permite participar en la creación de sociedades patrióticas. Instauro la Sociedad Patriótica y de Beneficencia de las Amigas de la Verdad, exclusiva para mujeres.













Conozco a Marie Gouze a la que todos llaman Olympe de Gouges. La amistad con Marie me permite discutir sobre los derechos de la mujer y soportar las interpretaciones simples de nuestra relación. Entre Marie y yo, existe una complicidad política y otra disimulada. Ambas de la misma intensidad. Experimento que es más fácil compartir la ideología que el aposento. Nuestro enamoramiento se inicia cada tarde. Con el salón paralizado. Rompo el silencio. Ofrezco mis labios. Me aproximo a Marie. Tiene el escote desabrochado. Muestra su hombro que apoya sobre mis labios. Descubro la felicidad, desconocida hasta ahora. Me reconozco como amada, con capacidad de amar.
“¿Dónde están las mujeres?” Marie lanza un alegato en 1789. “ ¡Mujeres! ¿Cuándo romperemos las cadenas de la opresión masculina? ¡Obedecer y callarnos es la condena de un mundo gobernado por los hombres! ¡Libertad, igualdad, fraternidad! Siento la necesidad de difundir mis sentimientos. Rompo la cadena de la opresión. Amo a cualquier ciudadana.

El 30 de diciembre de 1790 pronuncio el Discurso ante la Asamblea Nacional sobre la injusticia de las leyes en favor de los hombres a expensas de las mujeres, todo un alegato feminista en favor de los derechos de las mujeres y su importante papel en la sociedad. Fuertes aplausos. En la tribuna, solo hombres. Marie me espera.


Javier Aragüés (noviembre de 2015)









domingo, 15 de noviembre de 2015

AUSENCIA INCONTROLABLE

Paco salió sin despedirse. No cogió la gabardina, ni el portafolios, solo una foto de su hijo. Le faltaba afecto y le sobraba sometimiento. Los días con Leonor tocaban el límite de la paciencia. No le dejaba ver a su hijo, lo único que le amarraba al dique de la ternura. Leonor era la mujer que se adelantaba  a su tiempo. Licenciada en derecho mientras sus contemporáneas cosían. Trabajaba  más horas de las reglamentarias. Salía tarde. Le dedicaba poco tiempo a Daniel. Paco, según ella,  no lo necesitaba. Los retrasos y las ausencias se acentúaban. Las excusas se incorporaban a lo cotidiano. Aparecía la duda. ¿Además de su adicción al trabajo, la tenía  al desamor? 
Los silencios entre Leonor y Paco eran cada vez más frecuentes. Ella los sustituía tarareando en el aseo las canciones de Lucho Gatica (El Reloj) y la imborrable (Ansiedad), de Nat King Cole, mientras se pintaba y remarcaba los labios carnosos a lo Marilyn, además añadía un perfume pulverizado entre las piernas. Paco intuía que la preparación de este pleito sobrepasaba los tiempos de espera. Cada día, cuando se marchaba a trabajar, aprovechaba los escasos minutos para estar con Daniel hasta que  llamaban al timbre, era Catalina, la persona que hacía las tareas domésticas, vestía al niño, le acompañaba al colegio y estaba  con él todo el día.




En homernaje a todos los amantes de la libertad. (14 de noviembre de 2015)





Mi huida de casa no fue fácil. Era comercial y trabajaba a comisión. Leonor me exigía visitas y más visitas; me obligaba entregárle lo poco que ganaba. Ella trabaja en un reconocido bufete con buenos clientes y  alta remuneración. Justificaba el abandono del hogar por mi afición enfermiza al juego. Sin hogar, mis escasas posibilidades económicas me obligaron a refugiarme en una pensión oscura junto al puerto. A unas cuantas travesías había un garito clandestino al que acudían miembros de la alta y mediana sociedad. Apostaban y jugaban los ricachones sin escrúpulos rodeados de su corte y las meretrices. Leonor salía  de madrugada acompañada de un hombre grueso, con un habano entre los labios babosos y chaleco angosto. Subían a un taxi que conocía el itinerario. 

Me acerqué al que parecía ser el portero del salón.

-¿La señorita del taxi suele venir con frecuencia?

-Casi todas las noches -responde, sin sacar las manos de los bolsillos.

Provoqué varios encuentros. Tenía la costumbre de acudir antes de que abriera  el local para fumar un cigarrillo con el portero.

-Ramón, ¿A la señorita del taxi le gusta jugar?

-La señorita Leonor transforma la mirada, pierda o gane. No le importan los hombres. Los quiere a su lado para que paguen las deudas del juego y consientan que se lleve todo lo que gane.

- ¿A cambio de qué? 

-No lo sé. Lo supongo.

Confirmaba  mi sospecha. Leonor proyectaba su ludopatía y hacía creer a amigos y familiares que el enfermo era yo. No imaginaba hasta donde podía llegar la sombra de Leonor. Se lo gastaba todo jugando. Al final de de mes, siempre la misma frase “¿No tienes más dinero? Eres un perdedor". El desenlace fue inevitable 

Estaba derrumbado. Tirado en la cama de una habitación oscura y húmeda, de mi triste hospedaje. La presidía un solo espejo de azogue desgastado. No me reconocía. ¿Era una variedad de  Gregor Samsa? ¿Quién me podía ayudar a no ser un gusano?

Los años pasaban. La vida de vagabundo desgastaba. No tenía esperanza de volver a ser Paco. Tumbado en el banco de un parque cualquiera, somnoliento, una voz me despertaba. "¡Padre, soy Daniel! Me fui de casa (me echó). Mi madre se sentía acorralada y descubierta. Te buscaba desde hace años". 
Teníamos tiempo y mucho de qué hablar"



Javier Aragüés (noviembre de 2015)






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domingo, 8 de noviembre de 2015

A INDIOS Y AMERICANOS


Todos los jueves por la tarde, si no había “cole”, jugábamos  en el trastero de mi casa. El juego siempre tenía los mismos personajes, con distinto guión. Se preparaba sobre la marcha. Jugábamos a “indios y americanos”. Repartíamos los “indios”, genérico con el que se conocía a las figuritas de cualquiera de los bandos. Eran de plástico, poco o nada flexible y monocromas. Todas tenían el pie deformado por las rebabas de fabricación. Las poníamos en un montón en el centro de la habitación. Uno de los dos cogía en cada mano  -ahora si- un indio y un americano. Cerraba los puños y los llevaba a  la espalda. Cuando Toñín elegía, yo hacía el gesto de moverlas de una mano a otra, por detrás, para engañarle. Cuándo me tocaba a mí, él iniciaba la misma ceremonia.  “¿Cuál quieres?”,  me decía con las manos extendidas. Yo ponía cara interesante ante la cuestión y contestaba. "Ésta". Conocíamos tanto los gestos que siempre elegíamos la preferida. A veces, si la duda sobrepasaba el tiempo razonable para tomar la decisión, nos ayudábamos. En mi caso, le indicaba a Toñín cuál era, con un movimiento de cabeza a la izquierda o derecha y él a mí, con un guiño de cualquiera de los ojos.  No era menos importante saber quíen defendía el fuerte, que se adjudicaba, por supuesto, al azar.  















Hecho el reparto, el siguiente paso era  situar en posición a los indios y americanos. Había unos de varios colores, más caros y flexibles que Toñín protegía. Yo le decía “¿Me dejas tus soldados de uniforme?” Si Toñín no estaba dispuesto, hacía que no me oía.


Todos los jueves al acostarme me preguntaba.”¿Por qué entre tantos indios y americanos, no está"la chica" del sheriff, ni la novia del oficial yanqui, ni la mujer del coronel del fuerte?  “En las películas del Oeste no faltaban estos personajes. No digamos entre los indios, peor lo tenían. Solo pensaban en luchar. Despiadados, con pinturas de guerra, arcos y flechas y un gran jefe. “Jerónimo”. Tenía muchos hijos. Toro sentado. Nido de buitre. Ojo de buey. Julai de la pradera y muchos más. Todos parecían solteros, sin intención de dejar de serlo y preparados para la guerra. ¿Dónde estaban las mujeres, las indias del poblado? No se las veía. ¿Estarían dentro de la tiendas? (Por cierto, cuando crecí aprendí que se llamaban tipis.) Ni rastro. No había mujeres indias, ni americanas. Para mí, lo peor de todo es que con todas estas limitaciones no podía dar entrada en el juego a “la chica”. Debía ser rubia y mujer del teniente yanqui. Todo lo imaginaba al margen de Toñín. 
Desde la claraboya, veía con dificultad a Mari Carmen, mi vecina. Se apoyaba en la ventana de su dormitorio con un libro en sus manos. Jamás habíamos intercambiado palabra. Una mañana al salir de casa para ir al colegio coincidimos. Mari Carmen esbozó una sonrisa que interpreté como un adelante en mis deseos. La invité a jugar los jueves. No falló desde aquel día. Una tarde no vino. Toñín se extrañó.







-       - ¿Sabes Por qué no viene Mari Carmen?

-   Hoy no puede. Se ha quedado en el poblado a jugar a “papás y mamás”. Quiero terminar pronto. Tengo que ir a cenar con ella y nuestros hijos.

-   ¿Cómo? No me has dicho nada

-    Mientras tú matas indios desde el fuerte, con tus ¡Pun, Pun! y ¡Bang! ¡Bang! No escuchas. Pasó el tiempo. Un jueves por la tarde, Toñín se presentó semidesnudo, con taparrabos. Dejó el arco y las flechas a la entrada. Agitado, pidió a Mari Carmen que le presentara una amiga del poblado. Mari Carmen accedió. Toñin y su pareja marcharon juntos a otra reserva india. Pasadas varias lunas un guerrero nos visitó.

“Gran jefe Toñín Despabilado firma la paz con casacas azules. Venir a su tipi."

Mari Carmen y yo seguimos jugando a "papás y mamás" en mi trastero.






Javier Aragüés (Noviembre 2015)

lunes, 2 de noviembre de 2015

LA ARQUILLA MODIFICADA

La revolución consiste en amar a un hombre que no existe todavía. 
Pero el que ama a un ser vivo, si ama de veras, no puede aceptar el morir más que por aquel.

Azorín


Guardo las conchas, brazos de estrellas, los cierres de las latas de cerveza y otros cachivaches. Todos caben en un bote de cristal. Intento guardar los recuerdos pero se escapan. Tampoco caben las miradas. Las pequeñas caracolas conservan el ronroneo de las olas y el olor a mar.

El gobierno no facilita las necesidades básicas de la población. No deja dibujar, ni practicar sexo. A mí tampoco. Nadie cree las imposturas. Una ordenanza me lleva a patrullar por la noche, pese a mis convicciones. Camino con el pelotón por medio de una calle. Escapo del fuego cruzado de insultos de los manifestantes.  No cesa. La sublevación se anuncia desde hace años. Me identifico con la resistencia. Deserto y disparo contra los defensores del desamor y la ignorancia. Continúa el combate, yo peleo hasta que la rutina supera mi voluntad. En una tregua consigo  cicatrizar las heridas que producen  los discursos. Busco entre los cachivaches arrinconados en el bote. Los aplico a las lesiones. No bastan. Me pongo a soñar. Recuerdo una estrofa de un verso mal aprendido.










… adivinar un poema
que nunca escribió nadie
a la noche.  La  que hizo dios
para que el hombre la gane
y camine por un sueño
como si fuera una calle.




Tengo muchas cosas para saturar mi bote de cristal. No caben. También, miedo a que se rompa y se agote el tiempo para ordenarlas. Unas, las que almaceno con la edad. Otras, más recientes, de las que no me puedo desprender. La foto que me da Zoe al despedirnos cuando voy al frente. 








Mejor construir una arquilla a medida del significado de cada elemento y  repensar  mi vida desde el inicio.  El trompo al que enrollaba la cuerda sin conseguir la confesión de amor. La llave oxidada y sin dientes que no abría corazones. El mensaje de la lisiada sobre un trozo de papel que nadie estaba dispuesto a recibir. Una cerilla apagada, testigo de conversaciones entre humo. La anilla de plástico de cualquier “pack” de bebidas, compromiso de una pareja de muy  jóvenes bien intencionados. Un lapicero gastado que no puede escribir más versos. Una goma de borrar desperdiciada en cuadernos de caligrafía de escolares obtusos. Un sobre, con matasellos  de la República,  devuelto  por  “DESCONOCIDO EN ESTA DIRECCIÓN”. 

Una mariposa con alas polvorientas lista para volar y, varios clips que no sujetan deseos. Y el más importante para mí,  el gesto de complicidad cuando invito a Zoe a pasear por la noche, para ganarla y caminar por nuestros sueños... Por nuestra calle, que nunca olvido.



Javier Aragüés (Noviembre 2015)