martes, 30 de julio de 2019

PODÍA HABER SIDO





En el pequeño pueblo pesquero en la costa mediterránea no ocurrían acontecimientos remarcables excepto durante los meses de buen tiempo; entonces, los visitantes temporeros acudían a disfrutar de los encantos de aquel pueblecito y a incomodar a los vecinos que se veían obligados a soportar aquella epidemia transitoria a cambio de los dineros extras que se dejaban como peaje. Se podía decir que durante todo el año malvivían de la pesca para hacer unos pequeños ahorros con la temporada estival.


Héctor era uno de los asiduos cuando el sol alargaba su estancia sobre la recogida  ensenada, que era puerto natural de los pequeños barcos de pesca. Desde muy joven, Héctor lo visitaba porque estaba enamorado de él.  En aquellos años le acompañaba su mujer pero hacía unos cuantos que acudía solo. Era un hombre atractivo y para más de una chica soltera del pueblo, era un visitante al que esperaban cada año. Los del pueblo decían que ahora venía solo porque la mujer le había abandonado, pero eran rumores y de verdad nadie sabía el motivo. Era cierto que él tenía un carácter difícil que le había llevado a esas alturas de la vida a estar solo, y ahora más, porque simplemente era un maestro jubilado; había estado enamorado de su profesión pero ahora se encontraba cansado física y profesionalmente para afrontar esa nueva etapa de su vida. 

Hacía ya tanto tiempo que solo pasaba periodos de unos meses pero los del pueblo lo consideraban uno más.  Su única actividad aparente era pasear por el acantilado que se descolgaba muy cerca del pueblecito. Todos le respetaban pero se preguntaban por la vida tan extraña que hacía aquel hombre. Pensaban en que pasaba las horas cuando desaparecía.  Debido a la situación de la población, en sus habituales paseos, a Héctor se le perdía de vista al cabo de unos minutos de salir del pueblo; sospechaban cualquier cosa, pero no se atrevían a seguirle. Los más atrevidos lanzaron el rumor de que se dedicaba al contrabando. 

Pero aquel verano era especial. Héctor era incapaz de interpretar  lo que le ocurría. Si un conocido le saludaba y el lugareño hacía un gesto para detenerse, él rehuía el encuentro. Era extraño en él pues siempre se detenía a conversar aunque las conversacione fueran intrascendentes; disfrutaba porque que le hacían sentirse querido por la gente de aquel pueblecito. 

Ese verano no era así. Al ver a una vecino intentaba esquivarle y si no podía, sin perder el paso, se dirigía con urgencia al acantilado. Los comentarios se extendían porque Héctor era una era una persona apreciada por todos. 

Habitualmente cada día paseaba y se dirigía hasta un saliente del acantilado que le atraía de una manera especial. Desde allí se sentaba y pasaba las horas contemplando el mar que le invitaba a recordar. En cada vaivén, si las aguas estaban sumisas, pensaba  que hubiera sentido ella al bailar un vals. Ella era Claudia, la mujer que conoció cuando había perdido el amor de su pareja y la encontró un verano cuando estaba en el borde del acantilado. Una voz dulce e imperativa, le gritó —no por favor, no lo hagas. Mírame. 
Desde aquel día, sin apenas hablar, él y Claudia, se encontraban a la misma hora en aquel lugar tan singular. La expresión le cambiaba cuando aparecía. Claudia parecía levitar cuando se asomaba al pequeño repecho antes de abordar el camino hasta el saliente. Quizás sus cabellos algo rizados y la forma inquieta al caminar lo favorecían.  Héctor, al verla, se incorporaba, la invitaba a sentarse a su lado y ella accedía. Él esperaba inquieto cada amanecer para acudir  al encuentro. Deseaba que todo se detuviera para acercarse y con una triste excusa, sentirla a su lado. Hasta ese día, Héctor solo había conseguido poder aproximarse a la distancia a la que el olor de su cuerpo rezumaba un aroma que se introducía por la piel y le provocaba un apasionado deseo. 

Se repetían los días y para Héctor esa forma de encontrarse con Claudia le bastaba. 

Aquella mañana ocurrió algo inexplicable que había roto su habitual calma. Claudia se le acerco más que otros días, él sentía su olor, pero  ese aroma era especial; ese día rezumaba una mezcla de deseo y amor. Al llegar frente a él, ahuecó las hombreras y comenzó a deslizar su vestido blanco que cubría su remarcado cuerpo de mujer. El mar se embravecía y la espuma y las gotas de mar alcanzaban su piel. Claudia empapada se agachó y Héctor se atrevió a mirarla. Estaba punto de tocarla, pero una ola diferente alcanzó el saliente y le sobrepasó. Fue tal la sacudida que al retirarse el agua y abrir los ojos Claudia había desparecido. Héctor lloró amargamente y confiaba que Claudia le esperase en el fondo del mar.



Javier Aragüés (31 de julio de 2019)

domingo, 28 de julio de 2019

VASIJA DE CRISTAL







Muchas tardes apoyo la vista sobre las paredes de un descarado cristal prismático que me reconoce. Sin inmutarse, me deja traspasarlo. Descubro algunas hojas desprendidas que  se mecen en el agua al fondo de la vasija. En el interior abundan los tallos amputados y firmes, ajenos a mi inquietud; por sus venas aún corre el líquido que da vida y color a pétalos y flores, y las mantiene tersas. Quiero conservar  en mi retina tanta belleza, consciente de que la vida es la única dueña y ordenará que se marchite cuando se agote  o desaparezca el amor. 

Esa tarde especial la espero ensimismado. Se abre la puerta. Es ella. Con una sonrisa de enamorada me advierte que está viva y puede verme. Débil y  titubeante me busca hasta apoyar sus labios en los míos. Cierro los ojos. La imagino, la deseo y la beso. Mientras, un leve vuelo anuncia que un pétalo se desprende. Es el final  —no el de nuestro amor— porque ella se va. 



Javier Aragüés (Julio de 2019)

sábado, 27 de julio de 2019

EN LA VIDA






Las personas que ves a diario, con las que te cruzas, caminan muy cerca de ti y no te hablan; casi nunca lo hacen. Tú, las reconoces. Ellas pasean sin perturbarse, ajenas a tu vida, pero están presentes en tus rutinas. Alguna te mira. Sin alterar el paso, la mayoría se pierden en el bosque por los caminos de los amores solitarios, huyendo de los corazones traicionados. Pero todas tienen algo en común. Un desgarro irreparable que les impide transitar por los caminos sin adjetivos. El miedo te invade. Cualquier día, temes que una de esas personas puede ser tú. 


Despiertas de un sueño que toma forma al pensar en ella. La sientes distante. Noches deseándola, hasta que su mano coge la tuya y la oprime contra tus anhelos. 

Durante tiempo, casi una vida, la has buscado entre muchas, ahora la distingues y no dudas. Es
ella. Está frente a ti. La sientes. Puedes tocarla.  Decidido, la coges de la mano y sin miedos os adentráis en la vida.



Javier Aragüés (Julio de 2019)


viernes, 26 de julio de 2019

UN PASEO





Ander jugaba con el tiempo hasta que la conoció. Se llamaba Sara. El azar fue permisivo. Desde ese día todo se detuvo. Él no dejaba de soñarla y se paseaba por su piel hasta alcanzar la orilla del lago de los sueños. Ella, delirante, lo aceptaba. Ander insistía una vez y otra; deambulaba sin permiso por su cuerpo y la besaba sin descanso. 

Mientras los besos recorrían su espalda, Sara enmudecía. En el cuello, Ander tomaba aliento para descansar sus labios. Repuesto, avanzaba por el dorso hasta llegar al final. Sara le estaba esperando. Giró armoniosamente su cuerpo para lucir sin complejos su melena clara y ensortijada que levitaba sobre sus hombros y no impedía manifestar la feminidad de su pecho. Ander, desbordado, deslizó sus dedos hasta las puertas del amor. Sara despertó.  




Javier Aragüés(julio de 2019)

miércoles, 24 de julio de 2019

EL SECRETO







Magda era una chica provinciana que había sobrepasado los cuarenta, con una sensibilidad muy acusada hacia lo delicado y  estéticamente bello. En su cuarto, llamaba la atención una estantería sobre la que se agolpaban en hilera ordenada, cuatro cajas de hojalata todas iguales con vestigios de cierta herrumbre en las cantoneras por el uso. Magda no desvelaba su contenido y para ella, cada una, era un verdadero tesoro.

Amelia era su mejor amiga, si la invitaba a pasar a su cuarto, la joven miraba las cajas esperando una confesión. Magda para atemperar el momento, se limitaba a contarle una  historia pausadamente y con tanto detalle que la joven, sin pestañear, la escuchaba como si fuera la primera vez; esperaba que Magda se sincerase, pero ese gesto nunca llegaba; se limitaba a explicar el origen de las cajas obviando su contenido. 
Desde que se conocían, esa escena se repetía con frecuencia; cuando Amelia miraba las cajas, era la señal para que Magda le invitara a sentarse en el borde de la cama y, a media voz, comenzara el relato. Amelia, muy atenta, consentía. 

—Amelia para mí estas cajas son algo más. A mi madre y sus amigas les traen recuerdos. Se reunían todas las tardes alrededor de una mesa camilla cubierta por un faldón protegido por un hule amarillento, descolorido y cuarteado por el desgaste del tiempo. Lo más importante para el grupo era lo que la mesa ocultaba en su interior. Justo debajo y en el centro, se refugiaba un entrañable y abollado brasero. Se aproximaban al borde de la mesa con las piernas muy juntas en señal de atención y para combatir el frío. El tema predilecto era criticar a alguna vecina que no estaba presente. 

—¿Y entonces?

— A media tarde, mi madre se levantaba y se dirigía a la cocina para preparar la merienda. Servía un chocolate muy caliente en tazones semiesféricos de loza blanca a los que todas las mujeres se agarraban para notar el calor. Pero eso no era suficiente. Mi madre volvía a la cocina, se escuchaba un sonido y aparecía en el comedor con una caja metálica. Todas esperaban impacientes y la ceremonia llegaba a su punto más álgido. Mi madre ofrecía la caja levantando la tapa. Todas esperaban. Doña Herminia, la mayor, cogía la primera, hasta que todas satisfechas, gesticulaban con una galleta en sus manos. Entonces aparecía yo y le recordaba mi madre que cuando la caja estuviera vacía la caja no la tirase, porque para mi era muy importante. Mi madre asentía complaciente y yo corría a mi cuarto. Esa es la historia de las cajas.

Amelia y Magda sabían que no era toda la verdad, pero daban la explicación por zanjada.

Las tardes que se encontraba con Amelia eran especiales. Al llegar la noche se encerraba en su cuarto y se acercaba a la estantería; cogía una de las cajas, la que parecía más vieja, la ponía sobre mis piernas y removía el contenido. Todas las cajas estaban llenas de postales. Láminas de cuadros de pintores famosos, antiguos y no tanto, con las que combatía la soledad; entre ellas  buscaba una que él le había regalado.  Era el recuerdo de ese su primer y único amor. Repetía la misma acción con cada caja. Así toda la noche hasta que llegaba el alba. Cuando le asaltaba el desconsuelo cerraba las cajas y aparecía la duda de si alguna vez había tenido esa postal, junto a la esperanza de que mañana la encontraría.



Javier Aragüés (julio de 2019)










martes, 23 de julio de 2019

SILENCIOS










  • Suspendido en lo más alto de un sueño. Los destellos de los días pasados no le dejaban  observar la dimensión del verdadero amor. Ya en la cúspide, surgió un silencio locuaz y prolongado, excesivo para él; le invadió hasta hacerle revirar la piel. Malherido, disparó las palabras sin reparar en el desenlace. Eran tan gruesas que rasgaron el sueño y ella se escapaba. ¿Qué había hecho mal? En silencio imploró. Ella, sin saberlo, evitó la tragedia


https://elpais.com/diario/2000/07/29/opinion/964821609_850215.html

                Javier Aragüés (julio 2019)


domingo, 21 de julio de 2019

NO SON SOLO PALABRAS





No se lanzan al azar. Son meditadas y jamás definitivas. Como tienen vida, buscan a la amada. Son releídas una vez y otra. Ellas, sometidas, se dejan acariciar por la mirada del amor. Intentan aproximarse hasta expresar lo que él siente, pero necesitan la ayuda del escritor. Dudan. Buscan la expresión que se acomode al deseo de la amante, hasta que suspira. 

Sigue el silencio y se desliza una lágrima. Al caer sobre la piel desnuda de la mujer es un punto y aparte. Ella abre los ojos emocionados; las palabras se nublan y continúa la espera hasta llegar a la última. Son pacientes y fieles esperando la frase definitiva, la que deslizándose por el papel cierra el sentimiento más rotundo. Cuando llega, es tal el impacto, que ella se siente la elegida y es el punto y final.



Javier Aragüés (julio de 2019)

martes, 9 de julio de 2019

LLAMABAN










No podía imaginar lo imposible. Faltaban unas horas. Estaba impaciente, luchaba por disimular mis deseos y los signos de inquietud. ¿Llamaban?¿Sería ella? Abrí la puerta. Con una sonrisa ingenua justificaba su negativa a consentir mis sueños. En ellos, me robaba la calma y despertaba el amor; los vivía con esa agitación que solo cesa cuando los labios y las manos se aplacan al sentir a la persona amada, sienten la sencillez de su piel, el candor se extiende por su cuerpo y ella consiente. Pero otro día, oí de nuevo esos golpes tan inequívocos como irreales. ¿Llamaban a la puerta? Al abrirla: nadie, solo la sonrisa. En mi soledad, seguí fabricando sueños.



Javier Aragüés (julio de 2019)



miércoles, 19 de junio de 2019

UN OLOR INCONFUNDIBLE




Puntual como cada mañana, la señora Elvira estaba sentada en el banco de la plazuela buscando un sol tibio que apenas se atrevía a aparecer. Vivía sola y nunca había salido de su barrio. Junto a ella, una perrilla mestiza con los ojos vivos y tristes que la servía de lazarillo. Las dos eran inseparables. La mujer, que a su edad apenas veia, esa mañana se mostraba especialmente inquieta, apretaba con las dos manos su bolso raído. Su rostro cambió cuando la perrita empezó a ladrar. Por el otro extremo de la plazuela, un hombre de unos setenta años, con buena presencia se dirigía hacia ella.

—Hombre don Enrique hoy parece que se retrasa, ya le echaba en falta. Estoy tan acostumbrada a nuestra charla — el olor de su colonia era inconfundible.

—Buenos días señora Elvira. Me he retrasado por qué me pareció no haber cerrado la llave del gas y, ya sabe, tuve que volver para asegurarme.
Tengo buenas noticias. He recibido una carta de Pilar mi hija, la que trabaja en Dinamarca. Este año quiere que vaya para pasar unos días con ellos, hace tanto tiempo que no la veo.

Al escucharle, la señora Elvira, con la mirada perdida, buscaba a la perrita con una de sus manos. Parecía que con sus caricias quisiera consolar al animal.
El hombre sabía que la señora Elvira apenas veía pero existía una complicidad recíproca como si ambos quisieran  ignorarlo.




-¿Hay alguien con usted?

-No se preocupe señora Elvira, no hay nadie más que su perrita y yo. Al escuchar su voz pareció calmarse.

Después de un rato de charla, el hombre se despidió. Mientras caminaba no podía dejar de pensar en la señora Elvira y su perrita.

A la mañana siguiente don Enrique acudió al banco como era habitual. Allí estaba la perrita sola, de la señora Elvira ni rastro. Al verle, la perrita comenzó a ladrar y hacía gestos para que le siguiera, pero él dudaba y aun sintiéndose algo ridículo decidió acompañar al animal que le condujo hasta uno de los edificios antiguos y destartalados que había cerca de la plaza. La perrita se paró en el portal. Una vecina entraba en ese momento. Enrique le preguntó por la señora Elvira.  —Sí, en el 2º derecha. La puerta estaba semiabierta y la señora Elvira caída en el suelo. La perrita lamia sus manos, entonces la mujer comenzó a moverse. Confusa, sintió el oler de la colonia, mientras se recuperaba. Don Enrique la ayudó a levantarse.

— ¿Qué hace usted aquí?—preguntó muy extrañada.

—Al no verla en el banco he pensado que algo había ocurrido y su perrita me ha traído hasta aquí.

—No sé qué me ha pasado, me he mareado y no recuerdo más. Pero ahora me siento mejor. Por cierto, ayer se me olvidó preguntarle cuándo se va a ver a su hija.

—De eso quería hablarle. No crea, le estoy dando vueltas y ya no estoy para viajes. Prefiero quedarme y seguir con mis rutinas. Ir a la plazuela cada día y charlar tranquilamente  con usted todas las mañanas y…

La señora Elvira con gestos torpes buscaba a don Enrique mientras la perrita lamía las manos de aquel hombre al olor de la colonia.



Javier Aragüés (Junio de 2019) Concurso Acem










lunes, 17 de junio de 2019

ESTRENANDO UNA EDAD (concurso ACEM)




Isa, así la llamamos los más próximos, es una mujer vasca, de Bilbao, que ejerce como tal. Tiene el pelo corto y rabioso, cuidadosamente cano y un perfil de mujer rebelde, que no ofende y te mantiene alerta. Es capaz de seguir callada hasta decir lo apropiado, guste o no. En cualquier caso, Isabel, ha diseccionado y aislado los conceptos jubilación y envejecimiento para dominarlos. Se siente tan plena, que la jubilación ha dejado de ser una meta para ser una nueva etapa. Disfruta del nuevo tiempo, sin temor al ocio o la soledad,  porque ha descubierto que el secreto está en vivirlos. La vida la ha tratado de tú a tú. Al mirarla, su aspecto es la expresión de la entereza.
Sus tres hijos no la hacen olvidar a su marido, ni los años irrepetibles junto a él y en los silencios, él está en su mirada. Los esfuerzos realizados para sacar adelante a sus hijos, los sacrificios, los días y noches de inquietud y los acontecimientos imprevisibles se resumen en la compensación de poder mirar el mar desde los sentimientos.



En Getxo, Isabel pasea por el Puerto Viejo de Algorta, mira el mar al atardecer y en cada ola remansada escucha las palabras de Jóse, que desde que murió no ha pasado un día sin que deje de interesarse por ella y sus hijos. Isabel, desde entonces, le cuenta cómo ha ido venciendo los inconvenientes hasta llegar a dominar la soledad y envejecer celebrando el sol de cada día. De vez en cuando sonríe, piensa en su marido y en lo que vivieron juntos, pero lamenta no poderle explicar por qué ha conseguido sobrevivir a las nostalgias. Mira la última ola, piensa en él y se repite: "Jóse, la juventud la llevamos dentro”.   

Isa sigue mirando el vaivén de las olas mientras el sol se prepara para el día siguiente.


Javier Aragüés (junio de 2019)

viernes, 14 de junio de 2019

CUELLO IMPACIENTE

Nadie se daba cuenta. Podía seguir apoyando mi mirada en su sutil cuello con la tranquilidad de que no sospechara. En ese momento, en ausencia de testigos necesarios, me animé a recorrer su nuca sembrada de finos y suaves cabellos que arrancaban con estudiado desorden suspendidos por la sencillez; permitían ver la piel encendida que parecía impaciente a la espera de un soplo de proximidad. Abstraído y descompuesto, tuve que esforzarme para no perder el equilibrio y caer sobre su espalda. Un instante de realidad fue suficiente para recomponerme. Seguía tan próximo que sentía la calidez de su cuerpo y el miedo a no poder ocultar la vehemencia de mi deseo. Al llegar a la taquilla me apresuré para que nada ni nadie se interpusiera en mi empeño de estar junto a ella. En unos segundos apagaron las luces. Se llenó la pantalla. Dos amantes enredados sobre una cama eternamente deshecha no cesaban de acariciarse y pasear los labios, una y otra vez, por los secretos de sus cuerpos. La escena se prolongó hasta el final. Al encender las luces, pude mirar su rostro agitado. Sin pestañear, salió de la sala me cogió la mano y caminamos en silencio por el bulevar hasta llegar a su casa. 






Abrió la puerta del dormitorio y ante mí, se colocó de espaldas sobre la cama. Ella, con un peine acariciaba su nuca y levantaba los cabellos desordenados a la espera de mi mirada. Desnudos los dos, yo tenía la vista sobre su cuello y no dejaba de descubrir su encendida piel. Un itinerario excitante que era imposible recorrer sin perder la razón. Ella se giró aproximándose hasta encontrar mis labios, yo la esperaba. Una mano atrevida acarició mi vientre y las mías respondieron paseando por la perpendicularidad de su sexo y gozando de su aprobación. Fundidos en el sudor del delirio yo buscaba su cuello, ella mi mirada y nadie se daba cuenta.     

   

Javier Aragüés (Junio de 2019)


miércoles, 5 de junio de 2019

ESTRENANDO UNA EDAD



Mientras estoy leyendo un mensaje de WhatsApp de Isabel pienso en ella. Es una buena amiga y en mi vida no hay tantas.


Isabel es una persona que pertenece al grupo de hombres y mujeres, que surgen en la mitad del siglo XX y que al verla no dudas que todo aquello que ha vivido lo ha hecho con pasión. Porque, como ella, todos los niños y niñas que hoy tienen —tenemos— entre cincuenta y setenta años pertenecen a una franja en la que algo les caracteriza. Se puede afirmar que algunas cosas las dan por sabidas, como por ejemplo cómo funciona un ordenador, o cómo utilizar un móvil y comunicarse con facilidad con los amigos por email o por WhatsApp, pero la mayoría de ellos saben o aprenden a disfrutar de lo cotidiano. Isabel también lo hace como si siempre hubiese formado parte de su vida; las vivencias difícilmente explicables las lleva en su interior y, dependiendo del interlocutor, las da a conocer con un gesto agrio o una sonrisa. 

Nadie podía imaginar que en medio de aquellos años grises de tristeza y sentimientos contenidos, se estuviera larvando un grupo de seres humanos capaces de romper con la palabra y la idea de envejecer en un país que iba a cambiar tanto. 

Isabel lo recuerda, porque es de las personas que ha sabido jubilarse y disfrutar del ocio y la soledad sin tropiezos, rodeada de los medios de la que ella es responsable y, sobre todo, de grandes amigos. 
Después de años dedicados a un trabajo para asegurarse un medio de vida, al llegar a la franja, que yo llamo la banda de la verdad, ha encontrado la actividad que verdaderamente le gusta. Lee, charla con amigos, acude a exposiciones, viaja, o se interesa por cualquier actividad creativa y es capaz de detenerse ante una copa de vino para deleitarse con el día que ha vivido. En cualquier caso, Isabel, como algunos de los privilegiados de esa generación, ha diseccionado y aislado los conceptos jubilación y envejecimiento para dominarlos. Se siente tan plena, que la jubilación ha dejado de ser una meta para ser una nueva etapa. Disfruta del nuevo tiempo, sin temor al ocio o la soledad,  porque ha descubierto que el secreto está en vivirlos,  Los esfuerzos realizados para sacar adelante a sus hijos, los sacrificios, los días y noches de inquietud y los acontecimientos imprevisibles se resumen en la compensación de poder mirar el mar desde los sentimientos.

Isa, así la llamamos los más próximos, es una mujer vasca, de Bilbao, que ejerce como tal. Tiene el pelo corto y rabioso, cuidadosamente cano y un perfil de mujer rebelde, que no ofende y te mantiene alerta. Es capaz de seguir callada hasta decir lo apropiado, guste o no. La vida la ha tratado de tú a tú. Al mirarla, su aspecto es la expresión de la entereza. Sus tres hijos no la hacen olvidar a su marido, ni los años irrepetibles junto a él y en los silencios, él está en su mirada.



En Getxo, Isabel pasea por el Puerto Viejo de Algorta, mira el mar al atardecer y en cada ola remansada escuchar las palabras de Jóse, que desde que murió no ha pasado un día sin que deje de interesarse por ella y sus hijos. Isabel, desde entonces, le cuenta cómo ha ido venciendo los inconvenientes hasta llegar a dominar la soledad y envejecer celebrando el sol de cada día. De vez en cuando sonríe, piensa en su marido y en lo que vivieron juntos, pero lamenta no poderle explicar por qué ha conseguido sobrevivir a las nostalgias. Mira la última ola, piensa en él y se repite: "Jóse, la juventud la llevamos dentro”.   

Isa sigue mirando el vaivén de las olas mientras el sol se prepara para el día siguiente.



Dedicado a mi amiga Isabel Bárcena. 

 Javier Aragüés (Junio de 2019)

sábado, 1 de junio de 2019

DOS MUJERES


Eran dos hermanas inseparables. Los trances de la vida las habían conducido a estar juntas desde el fatal accidente en el que perdieron a sus padres y fueron acogidas por una hermana de su madre. A partir de ese momento su infancia estuvo condicionada por la ausencia de un verdadero cariño. Laura era la más joven y la que más acusaba la falta de sus padres, se mostraba poco ocurrente y lloraba con frecuencia. Amelia era esbelta y dicharachera; caminaba sin mirar al suelo y ceñía sus vestidos hasta la insinuación. En apariencia, no acusaba la forma de vida tan severa a la que estaba expuesta. Con catorce y dieciséis años se enfrentaban a una tía que nunca había sustituido a su madre, y a su marido, que era un hombre acostumbrado a ser el único varón de la casa. Laura no paraba de llorar en silencio y Amelia se rebelaba. 

Al crecer, la influencia de Amelia sobre su hermana se hizo notoria y protectora. Siempre ayudaba a Laura y ante la menor dificultad la amparaba. Esta sobreprotección llevaba a la mayor a anticiparse ante cualquier situación incómoda para su hermana. Con el tiempo, Amelia se iba conformando como una mujer auténtica, mientras Laura mermaba su relevancia y afeaba sus rasgos; a los treinta años era difícil determinar su sexo y anulaba su capacidad. Los tíos hacían lo posible para que abandonaran la casa y les presentaban a posibles pretendientes. Casi todos eran rechazados, hasta que Amelia conoció a Ramiro. Era un hombre  adinerado, de apariencia afable y de buenas maneras, parecía hecho a su medida; eso pensaba Amelia y accedió a casarse con la condición de que Laura viviera con ellos. Pasados unos meses, Ramiro se convertiría en su marido.

A pesar de las primeras impresiones, la convivencia no fue fácil. Laura incomodaba a Ramiro, que le hablaba de malos modos; hasta que un día, en ausencia de Amelia, intentó abusar de ella. La situación se hizo insostenible, la discusiones eran la forma habitual de relacionarse entre el matrimonio y aparecieron las agresiones. Amelia terminó echándolo de casa alegando malos tratos hacia su persona y a la de su hermana. La posición acomodada de Ramiro y la decisión del juez permitieron vivir a ambas con independencia y desahogo.








Pasaron unos cuantos años de tranquilidad  que rozaban la monotonía. Por iniciativa de Amelia comenzaron a frecuentar el Club Alma, de perfil intelectual. Era un lugar frecuentado en su mayoría por mujeres y muy pocos hombres, que las socias llamaban "hombres buenos". Venía a ser un club de caballeros adaptado al siglo XXI. Era un punto de encuentro para que personas cosmopolitas disfrutaran de la cultura y el arte. Las dos hermanas se sentían cómodas y acogidas en ese lugar; en particular Laura, que comenzó a arreglarse. Creció su afición por la lectura y participaba en alguna de las tertulias que surgían espontáneamente en el club. Las hermanas asistían cada día al club. Era Laura, la que animaba a Amelia si esta, por cualquier motivo, intentaba justificar la ausencia.

Laura crecía como persona cultivada y de marcada feminidad. En medio de esta positiva metamorfosis, Amelia contrajo una  grave enfermedad que la envejecía de forma prematura y la hacía más dependiente de su hermana. Hasta que un día, Amalia dejó de ir al club. Se sentía muy cansada y no era capaz de seguir a Laura, que desde ese instante no se separó de ella. Amelia empeoraba y al cabo de un mes murió. 
Laura apenas salió de casa hasta que pasó el duelo. Tenía miedo a estar sola, sin Amelia. Pero aún era joven y tenía que vivir como le hubiera aconsejado su hermana. Retomó su vida en el Club Alma. Comenzó a interesarse por todo lo relacionado con el diseño y en particular por la Escuela de Bauhaus. Con el tiempo, Laura se convirtió en una especialista. Impartía cursos y charlas. 

Al finalizar una de sus charlas, una mujer de su edad, muy atractiva, la abordó.

— Mi nombre es Celia. Estoy muy interesada en Walter Gropius, fundador de la escuela y su idea entre el uso y la estética. Me gustaría conocer tu opinión.

Las características de esa mujer, la afinidad intelectual y su presencia le recordaron a su hermana Amelia. A partir de ese día, todas las tardes coincidían en el Club y charlaban con otras socias. Pasaron unos meses y su excelente relación progresaba. Una de las tardes, Laura, en un gesto que en otro tiempo le habría sido impropio, la invitó a su casa.  Salieron cogidas del brazo de la sede del club. 



Al llegar a su casa, Laura le mostró toda la bibliografía que había recopilado sobre la arquitectura moderna. Hablaron horas entre café y café. Ya de madrugada, en un instante se detuvieron las palabras, se miraron y Laura la invitó a levantarse, cogidas de la mano caminaron hasta llegar al dormitorio; junto a la puerta, acarició sus labios, se cogieron de la cintura y al llegar al lecho, se desnudaron de forma natural y con mutuo respeto, hasta introducirse en la cama de forma sosegada.

Una luz tenue en la alcoba iluminaba un retrato de Amelia que con una mueca cómplice les dirigía una sonrisa tranquilizadora.





Javier Aragüés (Junio 2019)

martes, 28 de mayo de 2019

TREINTA Y SEIS AÑOS









La travesía


Solos, tú y yo, nos desplazábamos sobre un sueño con un único testigo, el mar. Si el tiempo lo exigía luchábamos sin tregua. Cuando era permisivo, nos refugiábamos a sotavento. Dispuestos a bregar contra todo. No nos detuvimos hasta llegar al final. En la bahía del silencio nos abrazamos. Tú a mi cuerpo y yo a tus deseos. Todo había sido posible. No había mejor despedida. Nos besamos, esta vez para siempre.


Queca, hoy, hace treinta y seis años que seguimos navegando.




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Javier Aragüés ( 28 de mayo de 2019)

viernes, 24 de mayo de 2019

CUATRO MICRORRELATOS






El cabo


El marinero aferraba el cabo a su curtido brazo y lo tensaba prolongándolo por la cubierta del bergantín hasta hacer firme el foque. Entre los palos y la noche, una luz redonda  se asomaba indiscreta y rodeaba el torso húmedo y salado de aquel navegante para tratar de enamorarle. Todo era posible hasta que un tupido nubarrón deshizo el idilio.




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El obsequio más deseado




Pantaleone Mauro era un rico comerciante amalfitano conocido por su capacidad de agradar a todos los habitantes de Amalfi. Había mandado construir el Claustro del Paraíso. Era un claustro singular que conseguía que el arte y la belleza acercaran los hombres a Dios a través de las 120 finas columnas dobles que soportaban arcos entrelazados de clara influencia oriental; también se hizo el lugar preferido de los enamorados. 

Le parecía que esta obra iba a ser determinante para conseguir el amor de una bella doncella amalfitana, la joven Amaranta.  Pero no fue así. En cada viaje trataba de sorprenderla con sofisticados y lujosos regalos pero ella seguía sin mostrar su amor. 

Confundido y desesperado, envió a un sirviente para que concertara una cita con Amaranda. La negativa fue rotunda. Al día siguiente él mismo se presentó en su casa. La joven salió a recibirle. La luz y el brillo de los ojos de la muchacha empequeñecieron a Pantaleone, que desmoralizado le preguntó.

 — ¿Qué puedo ofrecerte a cambio de tu amor?


— Solo una cosa. Pasar una noche, los dos solos, en el Claustro del Paraíso.

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La travesía


Solos, tú y yo, nos desplazábamos sobre un sueño con un único testigo, el mar. Si el tiempo lo exigía luchábamos sin tregua. Cuando era permisivo, nos refugiábamos a sotavento. Dispuestos a bregar contra todo. No nos detuvimos hasta llegar al final. En la bahía del silencio nos abrazamos. Tú a mi cuerpo y yo a tus deseos. Todo había sido posible. No había mejor despedida. Nos besamos, esta vez para siempre.





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Parténope, la ninfa condenada.


A su regreso a casa, Ulises se vio obligado a discurrir por la costa amalfitana. Cuando un grupo de sirenas inició sus cantos para atraer a Odiseo. Ulises ordenó ser atado al mástil y taponar sus oídos con cera. Parténope, una de las ninfas, sabía que su canto se había introducido en el cuerpo de Ulíses que, apoderado por los acordes, se debatía para liberarse de las ataduras. Cuando lo consiguió era tarde y Parténope estaba condenada, se convirtió en un beso.


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Javier Aragüés (mayo de 2019).