lunes, 16 de septiembre de 2019

LIBRO RELATOS Y MICRORRELATOS AL COMPÁS DE LA VIDA








¡HOY ES UN DÍA MUY ESPECIAL PARA MI, PARA TODOS VOSOTROS Y EN ESPECIAL PARA LOS QUE ME HABÉIS ACOMPAÑADO!


Hoy es el gran día. Es 26 de septiembre y presento mi libro RELATOS Y MICRORRELATOS AL COMPÁS DE LA VIDA EN Librería CASA USHER de Barcelona , gracias a todos los que me han dejado pasear unos instantes por sus vidas.


¿Qué es y por qué hay que leerlo?


"El libro es una antología de relatos y microrrelatos que recogen sentimientos y actitudes en las que el lector se siente reflejado, recreándose en su deriva como expresión narrativa".

Lo podéis encontrar entre otras librerías en:


— Librería Casa USHER (Barcelona)








— fnac,


— amazon,















Los personajes de este libro pueden provocar una sonrisa, pero también algún momento de piedad, de admiración, de rechazo o de complicidad. Algunos están cerca de la abstracción; otros son carnales, próximos, y podemos reconocerlos porque hemos convivido con ellos y con sus dudas y decisiones. 













VIDEO  INTRODUCCIÓN 
A LA PRESENTACIÓN DEL LIBRO DE 

JAVIER ARAGÜÉS


RELATOS Y MICRORRELATOS AL COMPÁS DE LA VIDA





Además del trabajo de estilo, la narrativa breve –el cuento– requiere de una selección hábil de sus materiales internos. No vale cualquier anécdota, ni cualquier objeto vestido de símbolo. Y los cuentos de Javier Aragüés destacan en este aspecto. La elección de los materiales es particularmente precisa, y así debe serlo, pues a menudo recorren un arco temporal largo, de años, que no se sostendría si se perdiera en una sucesión indiscriminada de hechos. Pero además, esta selección busca siempre escenas que involucren al lector, que capten su empatía. El desamor, el deseo, el recuerdo, la pérdida, la infancia, la muerte o la pasión son temas universales que aparecen de modo recurrente en su libro y que dan medida del alcance que busca su escritura.

SUSANA CAMPS




Javier Aragúés Puebla (Madrid 1952) (foto en 2008)

EXTRACTO DEL PRÓLOGO DEL LIBRO
 RELATOS Y MICRORRELATOS AL COMPÁS DE LA VIDA

El desamor, el deseo, el recuerdo, la pérdida, la infancia o la muerte son temas universales que aparecen de modo recurrente en su libro y que dan medida del alcance que busca su escritura 



 Susana Camps










(Arcos Catenarios de Antonio Gaudí)

Imagen de la portada del libro
RELATOS Y MICRORRELATOS AL COMPÁS DE LA VIDA












Autor del libro 
RELATOS Y MICRORRELATOS AL COMPÁS DE LA VIDA






Javier Aragúés Puebla (Madrid 1952) (foto en 2008)


Autor del libro 
RELATOS Y MICRORRELATOS AL COMPÁS DE LA VIDA

sábado, 14 de septiembre de 2019

PONTO

Ponto estaba aprendiendo a enamorarse de la vida, de los silencios y de la quietud del mar. Pasaba las tardes acompañando con la mirada los flujos y reflujos de las masas de agua, que se sometían disciplinadas a un absoluto y estudiado desorden.  Solo se fijaba en las crestas blancas que  le recordaban los gestos ingenuos de ella, que incontrolada, regalaba sin escatimar ganas de vivir y que su rostro las transformaba en sonrisas. Pero ese día, Ponto se fijó en aquella ola, que por su belleza competía con la luz que reventaba al amanecer y con los rasgos blancos deshilachados de las nubes rezagadas por el viento. Solo pensar en ella le mantenía suspendido en su proyecto de amor esperanzado pero receloso. 




Las olas se vaciaban al remansar en la orilla y, al domesticarlas la arena, dibujaban la sonrisa de aquella mujer. Ponto la reconoció. La imaginaba a su lado, recorriendo con su amor los rincones de su cuerpo y dejándose seducir. Él dudaba si era el verdadero amor, o solo un sueño. 

Se levantó un fuerte viento. Ponto luchaba por seguir en su regazo y ella mantenía la distancia de rescate, hasta que una rociada de agua salada hizo que ambos se abrazaran y, sin complejos, fundieran sus cuerpos hasta ser uno solo. La siguiente ola firme rompió y al verlos tan enamorados los envolvió para prevenirlos de las miradas los que decían quererlos. Convencidos de su amor pidieron a la ola que les arrastrara hasta la privacidad de las profundidades. El amor se dejó arrastrar y, solos los dos, sin testigos consumaron la pasión que ayer parecía imposible. 

Pasaron los años. La calma volvió a la orilla. Dos enamorados miraban el mar esperando una ola que los rescatara de la banalidad de las gentes y los días. Ella le besó y él sintió que era la señal para acompañarla.




Javier Aragüés (septiembre de 2019)


sábado, 7 de septiembre de 2019

SIN QUERER







Los momentos vividos perduraban horas. Nunca se había sentido invadido así por el amor y con tanta  complacencia.  No entendía como los instantes se prolongaban sin estar presente Diana. Para explicárselo de una manera culta e irracional recurría al frase de Wilde: "A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante".  

No le bastaba los momentos en los que ella estaba disponible y recurría a aquella mujer  siempre, más aún si los tiempos eran apretados; incluso le confortaba un gesto o una palabra; aunque Diana no estuviera ante él pero la imaginaba. El solo recuerdo provocaba que apareciera una sonrisa furtiva, incontrolada, que resumía las ganas de vivir que ella le trasladaba. Eso sí, le dedicaba toda su voluntad sin medir el tiempo. Le bastaba su imagen con el pelo ensortijado, sus labios receptivos y la mirada, esa que no le abandonaba  jamás, mientras él consentía. De hecho había aprendido a convivir en su trabajo sin abandonar la imagen de Diana, porque ella seguía allí y no le dejaba. Lo más embarazoso era cuando le hablaba. Temía que la oyeran, claro que eso nunca ocurría. Para él —no lo ocultaba— era un deseo egoísta, el que sentía, el mismo que provoca el amor cuando corroe y la vida está vacía y precisa de una adoración sin condiciones. 

En su cara se reflejaba la plenitud del rostro de Diana y eso le delataba. Ese sinvivir se prolongaba y los dos lo admitían. 

Después de un tiempo, inapreciable para ambos, apareció algún tibio desencuentro seguido de una apasionada reconciliación; ninguno de los dos se atrevía a despedirse porque estaban atenazados por el miedo a perder lo imaginado. Una tarde, en que el verano se perdía, los dos eligieron el silencio tras varias señales angustiosas que emitieron y se quedaron sin respuesta. 

En la playa un niño había escrito con letras grandes e ingenuas, esas que un pequeño impulso de una ola despistada borra sin intención. 

¡DIANA TE QUERRÉ SIEMPRE!




  "La medida del amor es amar sin medida. "  San Agustín


Javier Aragüés (septiembre de 2019)


domingo, 1 de septiembre de 2019

LA DELEGADA LÍNEA






Él, desde las primeras horas, buscaba la delgada línea en la lejanía por donde ella despareció en silencio. Cada mañana, insistente, ponía su vista en el confín de lo razonable; solo los reflejos de un sol enérgico le hacían desistir. 

No podía olvidarla, desde aquel el día que marchó, solo le acompañaba el silencio. La búsqueda infructuosa de aquella mujer le conducía hasta la desesperación; su mente, sin descanso, no paraba de imaginarla a su lado pero solo encontraba un hueco en donde el vacío y la soledad se ocupaban de recordarle la realidad.

Recordaba como era ella. Sus rizos dominados por el viento; sus manos delgadas, inquietas y ávidas para abrazarse a su espalda hasta que sus ojos, rendidos mientras recorría su torso, se iban cerrando y anunciaban la entrega sin resitencia.  Mientras él la miraba, los labios entreabiertos susurraban unas palabras de afecto en búsqueda del amor.

Sí, porque él, desde aquel momento que le había sugerido que todo era posible, ella, sin dudarlo lo siguió. Ninguno quería reconocer el contrapeso de sus vidas y a pesar de todo, continuaron caminando por el endeble hilo que les separaba de la realidad. Pero aquel día, maldito por conocido, ella se perdió en el horizonte y él la seguía buscando desde aquel momento.


Javier Aragüés (septiembre de 2019)

viernes, 16 de agosto de 2019

PLENILUNIO



Se encaramaba al final de uno de los cantones y dominaba la ciudad y aledaños. En sus orígenes, había sido catedral fortaleza. 

A su manera, y desde el siglo VIII d.c., lucía esbelta, plena y transformada. Era el orgullo de los alaveses y había servido de refugio y consuelo en los momentos difíciles de la villa, cuando asedios, incendios o epidemias la habían acorralado. Lo que más le distinguía era que se comportaba como una construcción viva. Siempre se había debatido por lucir como iglesia gótica, pero la fortuna de protectores y las desventuras de ignorantes la habían aproximado o distanciado de su verdadera vocación. Este devenir oscilante formaba parte de su historia y se  reflejaba en su fachada e interiores.








Sin menospreciar todos los elementos que la hacían singular como su crucero, los arcos diafragmas, el transepto y el triforio, destacaba el hecho de necesitar de la muralla medieval para reposar parte de su estructura, como lo evidenciaban los muros del lado norte de apariencia maciza, lo que resaltaba su figura exterior y disuadía a los enemigos de la religión.

Pero en su interior encerraba algo que los habitantes de la villa ignoraban y a mi me lo había contado un peregrino que hacía el camino de Santiago. 

Yo llevaba años, siglos para ser más preciso, custodiando esta historia pero creía que había  llegado el momento de disgregarla entre las gentes de bien. El mismo caminante me advirtió al relatarla que no tenía seguridad que fuera real o simplemente una leyenda, pero en cualquier caso y según su relato, aún hoy, él mismo dudaba si podría estar ocurriendo.

Es importante estar muy atento porque, así me lo hizo saber el peregrino, lo que me iba a contar  no podía olvidarlo, porque no tendría oportunidad de verlo, ni volver a escucharlo.

Lo cuento con las mismas palabras, tal y como salieron de la boca del peregrino.

"Nadie del pueblo podía asegurar de qué se trataba, pero estaba en boca de todos que durante las noches de plenilunio un hombre apuesto deambulaba por el triforio sin tocar el suelo y una mujer atractiva, exultante, salía a su encuentro. En esas noches, cada veintinueve días, todo el pueblo acudía a la iglesia y los feligreses, con las cabezas erguidas, no quitaban ojo a la engalanada galería. Permanecían así hasta que la luna empezaba a menguar y desencantados volvían a sus casas. 

Repetían la cita durante años, mejor dicho durante siglos, porque lo primero que hacían los padres, cuando sus hijos podían caminar sin ayuda, era transmitirles el relato y, que al ser tan pequeños, acudían acompañados de sus progenitores y aquellos niños, los hijos de sus hijos y los hijos de los hijos de sus hijos no dejaban de acudir los días señalados por la luna, aún así, tanto a ella como a él, pero nadie había conseguido verles; decían que su amor era tan intenso que, celosos el uno del otro, se ocultaban para que nada ni nadie se pudiera enamorar al descubrirlos y por eso solo se veían las noches de plenilunio. Ese era el momento en que solo ellos, frente a frente, se miraban sin descanso y veían sus rostros, que reflejaban amor; tranquilos y convencidos de su pasión, se retiraban deambulando por el triforio hasta que el planeta se situaba de nuevo entre el sol y la luna para volver a encontrarse."

El peregrino mientras me lo contaba hizo una pausa, antesala del llanto. Me miró señalando el triforio y repetía — ¿Por qué dudó? Yo no le entendía bien y pensaba que podía decir —¿Por qué dudé? Cuando terminó de hablar entendí lo que me decía. Él continuaba con su relato.

"Al verla, buscó su rostro como tantas noches y él no la reconoció porque ella no le miraba como acostumbraba y no se atrevió a decir nada. El motivo de no hacerlo es que esa noche estaba turbada por tanto amor y esperaba un beso. Él, confuso, porque no encontraba sus ojos, retrocedió, se asomó al crucero y, deambulando, se dejó caer mientras los fieles en la nave escucharon un gemido y el llanto amargo de ella. Aún hoy, se puede escuchar el sollozo en la catedral las noches de plenilunio."



Desde aquel dia no supe más del peregrino. La tradición dice que era el mismo amante y que el apóstol le perdonó la vida al caer del triforio, pero le condenó a vagar eternamente, como un peregrino más, por el camino de Santiago. 

En las noches de plenilunio, camuflado entre los fieles, acude a la iglesia para escuchar el gemido eterno de ella, su verdadero amor.



Javier Aragüés (agosto de 2019)




jueves, 8 de agosto de 2019

EL VERDADERO SUEÑO DE UN LARGO VIAJE


Aspasia y Pericles eran amantes en secreto. Ella era la compañera de Fidias, escultor, gran amigo y
protegido del ilustre político ateniense. La mujer tenía  muchos detractores que la acusaban de hetaira, así era como denominaban a las cortesanas en la antigua Grecia. Lo que de verdad les molestaba a los enemigos de Aspasia era que fuera conocida por su depurada cultura,  su gran capacidad como conversadora y por ser una brillante consejera. Sin duda este era el motivo principal que le acercaba, aún más, al reconocido ateniense (abogado, general, magistrado, político y orador) y el que provocó que fuera acusada de corromper a las mujeres de Atenas, con el fin de satisfacer las perversiones de Pericles. Además afirmaban que, probablemente, ​Aspasia era una hetaira y que regentaba un burdel. Por todo ello fue demandada sin fundamento y absuelta gracias a la defensa apasionada de su amante.

Aspasia era una mujer que no era difícil desear; era independiente, con gran reconocimiento social por su preparación para la danza y la música, y con indiscutible atractivo. 

Los dos amantes se conocieron en un encuentro fortuito, cuando Pericles acompañaba a Fidias a visitar Éfeso. Aspasia viajaba con el escultor. Los días de viaje en la travesía bastaron para reconocer su amor y que nada ni nadie los volviera a separar.
Los primeros meses fueron de encuentros furtivos mientras su amor crecía. No soportaban estar separados. Pericles, protector de Fidias como artista, no cesaba en encargarle trabajos, cada vez más laboriosos y de mayor duración con los que buscaban mayor tiempo para estar a solas con su amante, y lo conseguía.

El amor entre Aspasia y Pericles era apasionado. Pasaban días haciendo el amor sin ocultar el desconcierto de los esclavos, que en más de un ocasión permanecían expectantes ante el inusual comportamiento. Cuando los dos aparecían risueños y exultantes disipaban la incerteza y les devolvía a la tranquilidad.









Pero un día, Fidias estaba ocupado en la estatua de la diosa Atenea en el Partenón, se sintió indispuesto debido al fuerte calor y tuvo que volver a su casa. En la estancia principal los cuerpos excitados de Aspasia y Pericles se revolvían sin descanso y los gemidos de placer se escapaban de la habitación. Fidias oyó con nitidez los signos de placer y amor y reconoció de quién eran. Ante el gesto de un criado de penetrar en la estancia, Fidias gritó: “Alto, no la perturbéis. Dejadla dormir ¿No escucháis? Aspasia, mi mujer, está delirando. Necesita privacidad”.


A las pocas semanas el escultor fue acusado por enemigos de su protector Pericles de quedarse con parte del oro destinado a la estatua de Atenea. Fue juzgado y condenado. Murió en la cárcel.

Aspasia y Pericles cada año navegaban a Éfeso.



Javier Aragüés (agosto de 2019)


domingo, 4 de agosto de 2019

1969





En esos años eran ostensibles las penurias en muchas casas y la falta de recursos, mientras que  la tristeza y el color gris circulaban con naturalidad. 

Hoy, hace cincuenta años que paseaba mis diecisiete por la escalinata de la indeleble escuela de ingenieros. Me sentía un privilegiado al ascender por los peldaños que marcaban la diferencia entre ser un individuo común y un elegido, remarcado por el hecho de mi juventud. 

Hasta hacía pocos años la universidad estaba abierta exclusivamente a los hijos de la burguesía. El desarrollo industrial permitía que otros estamentos sociales como el de los hijos de comerciantes o funcionarios, como era mi caso, tuvieran un oportunidad. 

Aún reconociendo cierta preparación académica, a los pocos meses de estancia en la escuela, descubrí que la diferencia estaba disfrazada aunque existía. Eras un privilegiado o no. La disimilitud de las clases sociales, que en aquellos años era patente, hacía de filtro invisible que seleccionaba a los que pretendían acceder a ese estatus. Entre los elegidos para poder pertenecer a una clase social privilegiada, aunque todo éramos compañeros, se evidenciaban diferencias manifiestas.

Ante el profesorado y ante la sociedad se quería hacer aflorar un corporativismo inexistente, enmascarando las notables desigualdades. Era evidente que los que acudían en coche a las clases no coincidían con los que llegábamos hasta el pie de las escaleras de la escuela caminando o en autobús. Además, siempre había algún profesor que rebuscaba en el listado de alumnos hasta encontrar el apellido de un compañero de promoción o el de un colega del trabajo. No había tantos pero si se identificaba al agraciado, el silencio y el intercambio de miradas de los que no teníamos coche cruzaban el ambiente del aula. Hasta que el prolongado silencio lo interrumpía el apellido del alumno y la sonrisa cómplice del profesor.

Esto que parecía no tener importancia, era el punto de ignición para que entre clase y clase se formasen grupos y fuera un tema de chascarrillo. El grupo de los que tenían coche y parecían distinguidos, no era numeroso. Todos repeinados, oliendo a colonia cara y con la misma fragancia. Los otros grupos, tres o cuatro, eran bastante heterogéneos. Chicos con vaqueros descuidados, camisas de algodón por encima del pantalón. Las barbas incipientes y dejadas asomaban en sus rostros consumidos y muchos de ellos apuraban un cigarrillo, que hacía poco que cogían con seguridad. Los desarrapados hablaban y los niños ricos empleaban tonos de voz graves para debatir  entre ellos. Nunca descubrí si las voces eran naturales o impostadas. Era una forma más de querer diferenciarse y exhibir una voz artificial de machos educados para someter a todo lo que era débil.    

De las chicas poco se podía decir. En aquella época estaban desaparecidas y las que había, apenas se mostraban. Bastante tenían con evidenciar lo mas trivial. Los aseos no reconocían su morfología y tenían que compartirlos con los del resto de los alumnos varones, ignorando la privacidad. 





Con este panorama iniciaba la universidad. Algo ocurrió ese primer año que iba a cambiar mi vida.
Las protestas universitarias se repetían y alcanzaban a facultades y escuelas técnicas. Unos cuantos estudiantes se significaban organizando asambleas y convocando manifestaciones. Entonces, a pesar de la represión política, era más fácil alinearse en el lado acertado, aunque el miedo lo impidiese y en muchos casos la cárcel cambiara la vida de aquellos compañeros.


Yo admiraba a aquellos estudiantes que eran capaces de situarse al frente de la reivindicaciones y estaban dispuestos, aun a riesgo de ser encarcelados, a encabezar el movimiento estudiantil. Me sentía identificado con esa lucha contra la dictadura pero no me veía capaz de ser uno de ellos. Era consciente del miedo que la situación política me producía y procuraba aproximarme a los estudiantes más significados para tantear su reconocimiento y  pasar a ser uno más de la vanguardia estudiantil.     

Tuvieron que transcurrir unos meses hasta que un tarde, después de una asamblea, uno de los estudiantes más admirado del movimiento estudiantil, se llamaba Arturo Mora, se quedó rezagado intencionadamente y se puso a caminar a mi altura mientras salíamos de la escuela.     

Arturo no se parecía a ninguno, ni quería. Sus convicciones sobre la lucha por las libertades  
sobrepasaban su propia ideología. Era hijo de una mujer de la barriada madrileña de Vallecas que no tenía otra formación que la que le permitía limpiar casas. Era madre de dos hijos, el mayor Arturo y el otro más pequeño para el que Arturo era un verdadero padre. Además de ser un hijo ejemplar y un brillante estudiante, Arturo era un líder nato, muy apreciado en el barrio y por su familia.

Esa tarde y los días posteriores iban a condicionar mi vida. Arturo me habló abiertamente del partido comunista. Me conmocionó en dos sentidos. Arturo me hacía una confesión que no estaba al alcance de otros estudiantes. Nadie sabia la pertenencia o no a un partido y menos al comunista. En esos momentos ser acusado de organización ilegal y en concreto al partido podría suponer un expediente universitario, ser expulsado de la universidad y una condena de hasta treinta años de cárcel. Desde luego valoraba su  confesión y más aun el compromiso que me trasladaba; a partir de ese momento yo era conocedor y por tanto, cómplice de ese hecho. 

No fue casual que Arturo me buscara, porque después de una hora hablando y argumentando a favor de la necesidad de la conquista de las libertades en nuestro país, continuó con la responsabilidad social y política de nuestra generación para transformar las cosas, mejor dicho" de la realidad", utilizando el lenguaje marxista que le caracterizaba.  

Esa noche y las siguientes estuve tan alterado que no conseguía dormir. Durante el día, el miedo y la prevención se apoderaban de mi. Mi vida dejó de ser normal. Después de un mes de la conversación con Arturo Mora, ingresé en el partido comunista. La militancia se desarrollaba en la más absoluta clandestinidad y hacía que la organización adquiriera rasgos casi místicos. Se organizaba en células, constituidas por cinco o seis militantes que utilizaban nombres supuestos. El mío era Oscar. Había un responsable al frente de cada célula de tal manera que los componentes de una célula no conocían a otros miembros de la organización. Solo el responsable se integraba en un órgano superior, con otros responsables. Y así de forma reticular se construía la estructura. El órgano máximo en la universidad era el Comité Universitario.

Después de siete años de militancia tuve el privilegio de ver como se derrocaba a la dictadura de una manera dulce, pero insatisfactoria para muchos antifranquistas, que veían como el dictador moría en la cama y social y políticamente se tuvieron que hacer muchas concesiones debido a como se produjo la transición.



Mi vida después de la muerte de Franco sufrió un desajuste como la de muchos de los que habían hecho un paréntesis histórico. Era difícil rehacer la vida con normalidad. Después de aquellos años solo  quedaban los recuerdos románticos de una etapa que quería haber sido revolucionaria y había quedado  lejos de los ideales de juventud. 

Nuestra pertenencia a Europa —la de nuestro país—y los intereses económicos del mundo occidental condicionaron el cambio que no pudo ser otro que ese tránsito ejemplar y ordenado.

Tuve que acostumbrarme a recrear y construir una vida, ordenando los menguados ideales, conservando los principios éticos y morales básicos y buscando una compañera para esta vida, la real.




Javier Aragüés (agosto 2019)


                                                                                                                                                                                                                                                                                            

viernes, 2 de agosto de 2019

EL TRASTERO









No podré olvidar los días en el trastero abuhardillado de mi casa al que se accedía por una estrecha puerta que pasaba inadvertida en el largo pasillo. Era el cuarto de la imaginación, de las ilusiones, de los sueños y también, el de las lágrimas. Quizás si hubiera tenido hermanos hubiésemos jugado en el pasillo, pero yo era hijo único, con una madre que también hacía de padre y no le costaba interpretar ese papel. Con nosotros vivía mi tía, una hermana de mi abuela. Era una mujer mayor, que en aquellos años se consideraba —por su edad— que había agotado sus vivencias, a veces pensaba más en lo que había sido su anodina existencia que en lo que le quedaba de vida. Yo pasaba los días con ella, incluso los domingos me acompañaba. Su presencia no molestaba, sabía que estaba allí, sin hacer ruido; eso sí, se pasaba el día cantando coplas y pasodobles que sonaban repetitivos en la radio de los años cincuenta, pero solo se sabía los primeros versos. Si dejaba de cantar, en su silencio, yo notaba mi soledad. Cuando aparecía yo me inventaba juegos y personajes. Recuerdo mi primer juguete, del que estaba muy satisfecho; era muy simple. Era mi camión. Una simple caja de zapatos y un cordel. Tiraba de la cuerda, con mi manita le hacía girar en curvas imaginarias y lo que le daba verosimilitud era el ruido del motor. ¡Brom! ¡Brom!. Si me excedía, mi tía con voz dulce me corregía. —Niño, por favor, no hagas tanto ruido. Yo no dudaba un momento y solucionaba el conflicto con un —ya hemos llegado. Voy a aparcar.











Entonces cambiaba de juego. Le pedía un papel y con lápices de colores pintaba tres monigotes. Dos monigotes querían parecerse a una pareja  que agarraban con fuerza la mano de un niño. Cuando venía mi madre, mi tía se lo enseñaba y la contestación refleja era  —Tía Cristina, pon la mesa. Yo ahora no estoy para tonterías. 




Bueno con el camión jugué un par de años. Es difícil imaginar lo  que sentí cuando en aquellos reyes me trajeron un tren. La verdad es que no era eléctrico —como les había pedido— era de hojalata, pero al fin y al cabo era una tren. Toda mi ilusión se concentraba en aquella locomotora y el vagón que le arrastraba. ¡Se movía! Bastaba darle cuerda, loa poyaba en el suelo y la locomotora se movía sin parar hasta que chocaba con una de las zapatillas de mi madre. Yo no desesperaba, cogía la máquina y de nuevo le daba cuerda,son sumo cuidado hasta llegar al tope y evitar que"la cuerda saltara". Así pasé un par de años jugando con el tren. Era mi juguete favorito.




Al año siguiente los reyes —yo ya sabía que no existían— me dejaron un balón de fútbol, de los de "reglamento". Era de cuero. Con el balón en mis manos pensaba que era difícil jugar solo. Mi madre no me dejaba ir a la calle solo. Los día en el trastero se me hacían largos y aburridos. Mi tía no dejaba de observarme. Hasta que un día me llamó para decirme —niño hoy vamos a los jardines que hay cerca de casa. Llévate la pelota y podrás jugar con otros niños. Así, mi tía me sacó de la soledad.

Aunque aparecieron otros inconvenientes. Yo estaba acostumbrado a jugar solo y no me gustaba dejar mis juguetes. Esto fue cambiando hasta ponerme los primeros pantalones largos.



A la salida del colegio nos esperaban algunas chicas. A mí me gustaba una en especial. Para mi era la más guapa. No me atrevía a acercarme a ella. Un día se acerco a mí con la excusa de si tenía un boli. Me pilló tan de sorpresa que le dije que no. Ella se giró. Jamás me volvió a hablar. 




Yo ya era mayor para eso. Pero me refugiaba en el trastero para que nadie me viera. Nadie era mi tía. Así estuve casi tres semanas, cuando creía que no se me oía, rompía llorar. Los sollozos eran considerables y las lágrimas también. 




Desde luego en el primer guateque estaba curado, Ahora el juego consistía en quién de la pandilla se acercaba más a la chica cuando estábamos bailando y luego contar lo que habíamos sentido.




Era evidente que ya no pensaba en el trastero pero en casa algunos días, al pasar junto a la puerta, me detenía y no podía evitar que resbalara una pequeña lagrima.








Javier Aragüés (agosto de 2019)

martes, 30 de julio de 2019

PODÍA HABER SIDO





En el pequeño pueblo pesquero en la costa mediterránea no ocurrían acontecimientos remarcables excepto durante los meses de buen tiempo; entonces, los visitantes temporeros acudían a disfrutar de los encantos de aquel pueblecito y a incomodar a los vecinos que se veían obligados a soportar aquella epidemia transitoria a cambio de los dineros extras que se dejaban como peaje. Se podía decir que durante todo el año malvivían de la pesca para hacer unos pequeños ahorros con la temporada estival.


Héctor era uno de los asiduos cuando el sol alargaba su estancia sobre la recogida  ensenada, que era puerto natural de los pequeños barcos de pesca. Desde muy joven, Héctor lo visitaba porque estaba enamorado de él.  En aquellos años le acompañaba su mujer pero hacía unos cuantos que acudía solo. Era un hombre atractivo y para más de una chica soltera del pueblo, era un visitante al que esperaban cada año. Los del pueblo decían que ahora venía solo porque la mujer le había abandonado, pero eran rumores y de verdad nadie sabía el motivo. Era cierto que él tenía un carácter difícil que le había llevado a esas alturas de la vida a estar solo, y ahora más, porque simplemente era un maestro jubilado; había estado enamorado de su profesión pero ahora se encontraba cansado física y profesionalmente para afrontar esa nueva etapa de su vida. 

Hacía ya tanto tiempo que solo pasaba periodos de unos meses pero los del pueblo lo consideraban uno más.  Su única actividad aparente era pasear por el acantilado que se descolgaba muy cerca del pueblecito. Todos le respetaban pero se preguntaban por la vida tan extraña que hacía aquel hombre. Pensaban en que pasaba las horas cuando desaparecía.  Debido a la situación de la población, en sus habituales paseos, a Héctor se le perdía de vista al cabo de unos minutos de salir del pueblo; sospechaban cualquier cosa, pero no se atrevían a seguirle. Los más atrevidos lanzaron el rumor de que se dedicaba al contrabando. 

Pero aquel verano era especial. Héctor era incapaz de interpretar  lo que le ocurría. Si un conocido le saludaba y el lugareño hacía un gesto para detenerse, él rehuía el encuentro. Era extraño en él pues siempre se detenía a conversar aunque las conversacione fueran intrascendentes; disfrutaba porque que le hacían sentirse querido por la gente de aquel pueblecito. 

Ese verano no era así. Al ver a una vecino intentaba esquivarle y si no podía, sin perder el paso, se dirigía con urgencia al acantilado. Los comentarios se extendían porque Héctor era una era una persona apreciada por todos. 

Habitualmente cada día paseaba y se dirigía hasta un saliente del acantilado que le atraía de una manera especial. Desde allí se sentaba y pasaba las horas contemplando el mar que le invitaba a recordar. En cada vaivén, si las aguas estaban sumisas, pensaba  que hubiera sentido ella al bailar un vals. Ella era Claudia, la mujer que conoció cuando había perdido el amor de su pareja y la encontró un verano cuando estaba en el borde del acantilado. Una voz dulce e imperativa, le gritó —no por favor, no lo hagas. Mírame. 
Desde aquel día, sin apenas hablar, él y Claudia, se encontraban a la misma hora en aquel lugar tan singular. La expresión le cambiaba cuando aparecía. Claudia parecía levitar cuando se asomaba al pequeño repecho antes de abordar el camino hasta el saliente. Quizás sus cabellos algo rizados y la forma inquieta al caminar lo favorecían.  Héctor, al verla, se incorporaba, la invitaba a sentarse a su lado y ella accedía. Él esperaba inquieto cada amanecer para acudir  al encuentro. Deseaba que todo se detuviera para acercarse y con una triste excusa, sentirla a su lado. Hasta ese día, Héctor solo había conseguido poder aproximarse a la distancia a la que el olor de su cuerpo rezumaba un aroma que se introducía por la piel y le provocaba un apasionado deseo. 

Se repetían los días y para Héctor esa forma de encontrarse con Claudia le bastaba. 

Aquella mañana ocurrió algo inexplicable que había roto su habitual calma. Claudia se le acerco más que otros días, él sentía su olor, pero  ese aroma era especial; ese día rezumaba una mezcla de deseo y amor. Al llegar frente a él, ahuecó las hombreras y comenzó a deslizar su vestido blanco que cubría su remarcado cuerpo de mujer. El mar se embravecía y la espuma y las gotas de mar alcanzaban su piel. Claudia empapada se agachó y Héctor se atrevió a mirarla. Estaba punto de tocarla, pero una ola diferente alcanzó el saliente y le sobrepasó. Fue tal la sacudida que al retirarse el agua y abrir los ojos Claudia había desparecido. Héctor lloró amargamente y confiaba que Claudia le esperase en el fondo del mar.



Javier Aragüés (31 de julio de 2019)