martes, 26 de marzo de 2019

"ERA UNA DE ESAS NOCHES SIN FINAL"










En la noche, ignorante de tu cuerpo, con las manos buscaba la piel de tus palabras. Mientras con tus ojos consentías, me encontraba en cada esquina con el cariño de tus besos. Con los primeros rayos te escabulliste. Seguí jugando con el amor hasta que la brisa me devolvió a la soledad. 



Inspirado en la canción "ÉRASE UNA NOCHE SIN FINAL". 
Cantante, Inma Cuesta, Autor, Javier Limón.





Javier Aragüés (abril de 2019)


martes, 19 de marzo de 2019

CON DISTINTA PERSPECTIVA

Los cuatro habían sido citados en el Museo del Prado por Mercedes Santa Olalla, la jefa del departamento de pintura flamenca. Eran un grupo convocado al azar entre los visitantes del museo que lo integrado por Salvador, Rebeca, Cosme y Elena. El museo los había seleccionado entre profanos en pintura, pero asiduos al museo. El objetivo era establecer una opinión —la suya— respecto al cuadro el Jardín de las Delicias del Bosco. El premio consistía en un viaje para visitar las pinacotecas más importantes de Europa.

Salvador era un reconocido historiador. Había pasado su juventud recluido en un convento de jesuitas como hermano lego, no era sacerdote y por supuesto, además de orar, había dedicado gran parte de ese tiempo a dar clases de historia. Se podía decir que no era muy piadoso, más bien era refractario a todo lo que tenía que ver con la iglesia. Las dudas que le habían perseguido durante su época monacal le habían conducido a abandonar la orden y también a perder la complexión redondeada de fraile del medievo. En la actualidad exhibía una extremada estrechez de carnes rematada por incipientes canas que le hacía interesante ante hombres y mujeres. Era el primero en opinar.




—Para mí la tabla solo tiene sentido si nos fijamos en el panel central. El pintor se recrea en la sensualidad. No oculta la lujuria y la exhibe sin pudor caricaturizando el pecado original, que lo muestra como algo natural en la relación entre un hombre y una mujer. Son numerosos los hombres y mujeres desnudos que "pecan" sin miedo a ser castigados. Me siento como uno de los hombres del cuadro, pero sin pareja. (Sonrió irónicamente).


Rebeca estaba nerviosa antes que Salvador  hubiera terminado. En la entrevista previa a la selección había mentido —siempre lo hacía— al contestar a su profesión había dicho que era directora de marketing en una multinacional. En realidad trabajaba en un club nocturno frecuentado por empresarios tomando copas hasta altas hora de la madrugada, que a veces se prolongaban hasta el día siguiente, siempre que el acompañante se mostrara "espléndido"; no pedía que fuera amable o cariñoso, hacía años que a eso había renunciado. Comenzó a hablar sin llamar la atención.





—Mis ojos se van a la parte derecha del cuadro. Allí se representa el final de nuestras vidas. Representa el infierno cruel y despiadado. Espera a los pecadores porque reciben su condena, y el resto, ante el temor de pecar, sueña con formas demoníacas que castigan a los mortales. Es una referencia continua al pecado de la lujuria; de nuevo lo señala al utilizar  los instrumentos musicales gigantes que en este caso simbolizan —para mí—  el amor y la obscenidad. Todo esto aparece como si el pintor al realizar la obra,  hubiera pensado dirigiéndose a mí. 

Le tocaba a Cosme, pero al terminar Rebeca se tensó el ambiente y se alargó el silencio. 








Cosme cuidaba a su madre. Era una mujer enferma desde hacía años postrada en una cama. La mujer no tenía movilidad y necesitaba a su hijo en todo momento. Solo tenía la ayuda de una prima que le sustituía dos horas cada día. Él soñaba con ese momento para así poder visitar la vida. Desde siempre buscaba la felicidad, sin encontrarla. Cosme y el mármol se confundían: las vetas con sus venas, la frialdad con su disposición ante la vida y la dureza con la insensibilidad. Cosme, sin decirlo, esperaba una oportunidad mientras supervivía en la más amarga condena. No se distinguía si su amaneramiento era fingido o era por la falta del amor de una mujer. Sin apenas observar al resto, comenzó a hablar mirando continuamente su reloj.

—Para mí el pintor resume la vida —las aspiraciones nobles del hombre—  en el tríptico de la izquierda, el resto del cuadro no me conmueve. Es impensable que no podamos gozar del paraíso tal y como fue concebido para cobijar a los primeros seres humanos. Representa a la fuente de la vida en el centro del jardín, que es el edén. La rodea de agua que simboliza la tentación y la falsedad y que incluso tienen cabida dentro del paraíso junto a la demostración de lo salvaje. Pero el hombre y la mujer se ven obligados a convivir con ello y en esa lucha se sitúan por encima del comportamiento animal, con el sacrificio intentan vencerlo. 

Se hizo el silencio. Todos la miraron. Le tocaba el turno a Elena. 

Al presentarse dijo: "Me llamo Elena. Soy escritora". Lo dijo tan despacio que parecía que masticaba cada sílaba. Era muy duro apuntalar una vocación a caballo entre ser artista y colaboradora esporádica en un periódico. A la vez que se explicaba, en su interior hacía balance de lo que significaba vivir con incertidumbres, combatir la falta de inspiración, y lo peor, ser dueña de sus fracasos. Pero debía luchar sin desfallecer y transmitir el arte de expresarse. Estaba en una edad que los conocidos dudaban si llamarla de usted o tutearla. Había desistido de cuidarse y solo vivía por y para la literatura, pero esperaba poder decir “de”.





—No puedo imaginar el cuadro sin contemplarlo en su conjunto. ¿Por qué no hacerlo cerrado? Oculta lo que sugiere en su interior. Veo el proyecto del mundo. Todo está por hacer, incluso el hombre puede escoger ser libre, puede fabricar su destino. Vivir en paz en el paraíso, pecar y gozar de los placeres que él mismo elucubra, y si es así, vivir permanentemente en las tinieblas. Es como un libro que espera al escritor para tener vida propia. Sin duda, para mí el tríptico cerrado lo dice todo.

Santa Olalla, después de escucharlos, se retiró visiblemente emocionada y les pidió que esperaran hasta conocer la decisión; la última palabra estaba en manos del director del museo.


Javier Aragüés (abril de 2019)

miércoles, 13 de marzo de 2019

LA PARRA


Cruzaba la plaza de Escuderos y me dirigía a la casa de tía Fredes que era mi lugar preferido para jugar. Aunque todos la llamaban así, pero la verdad es que era la tía de mi amigo Estebitan, que como yo, tampoco era del pueblo, pero pasábamos allí todos los veranos; estábamos tan compenetrados que sin hablar nos entendíamos.

Como cada jueves, tía Fredes nos dejaba jugar en el patio descomunal que daba a la parte trasera de la mansión. De ella decían que era viuda y vivía sola; esos eran los motivos por los que estaba en boca de todos, pero jamás la había visto nadie, excepto Estebitan; aunque eso no era del todo cierto. Los jueves, yo la veía desde lejos cuando me avisaba mi amigo. De no ser así, se podía decir que la tía Fredes no habitaba en el viejo caserón. Yo sabía que aparecía cuando estábamos en el patio; era algo que temía y a la vez lo deseaba. Surgía de la nada cuando me advertía mi amigo. Ella era para mí  como un bulto oscuro que caminaba arrastrando los pies, de un extremo a otro del estrecho mirador que dominaba el patio; se detenía de forma inesperada y con sus binóculos parecía que nos miraba. Eso decía Estebitan. Digo esto, porque cuando ocurría yo bajaba la mirada y me lo imaginaba tal y como lo explicaba mi amigo. Aparentemente la mujer no se metía en nada, pero bastaba un comentario apagado de Estebitan: "¡Cuidado, que se asoma tía Fredes!", y en ese momento dejábamos todo y dirigíamos la vista al corredor. Yo hacía el gesto, porque no me atrevía a mirar. Estebitan decía: "Cuidado, ya está ahí tía Fredes, en vez de andar parece que repta", y corríamos a refugiarnos. Eran unos momentos intensos. Necesitábamos algunos minutos para dejar de jadear y calmarnos, solo lo estábamos cuando nos sentíamos a cubierto y eso que 
Estebitan era algo mayor que yo.

Siempre elegíamos el mismo escondite, bajo una gran parra en uno de los extremos del inmenso patio. Allí pasábamos horas hasta estar seguros que la tía Fredes no se acercaba; por otra parte, eso jamás había ocurrido.






La parra se veía como una mata frondosa, inofensiva, desde el camino que la unía con la gran mansión. Todo cambiaba al intentar adentrarse bajo las ramas que apenas se extendían porque se entrelazaban hasta hacerla impenetrable y difícilmente dejaban pasar la luz. Era una parra singular, nadie sabía porque había crecido allí, nadie la cuidaba, ni tenía los típicos travesaños que la forzaban para dar forma a una celosía; era una parra salvaje. 

 Estebitan tuvo la idea de hacernos paso entre sus ramas hasta llegar al robusto y retorcido tronco y allí cavar una zanja muy profunda a modo de trinchera para parapetarnos, por si tía Fredes decidía hacer una incursión. Tardó en convencerme. Yo estaba aterrorizado ante la reacción de su tía si nos descubría, pero al final cedí.

Empezamos a cavar a principio de un verano. Estebitan consiguió un pico y una pala abandonados en un cobertizo. Cavábamos

durante el día, y por las tardes, cuando ella dormía la siesta, retirábamos la tierra. El verano terminaba y Estebitan insistía en que el hoyo aún no era lo suficiente profundo. Decidimos no proseguir y continuar el verano siguiente.


Aquel verano, todo cambió. nunca lo podré olvidar, Estebitan ya no llevaba pantalones cortos, sobre sus labios aparecía una difuminada pelusilla negra y tenía la cara salpicada de pequeños granos, algunos con puntas blancas. Lo que más me impresionaba era como había cambiado su voz. Siempre me había dejado influenciar por él, porque en ningún momento ocultaba que estaba en su casa, bueno en la de su tía, que a todos los efectos era lo mismo. 

Continuábamos avanzando con nuestro escondite haciendo el menor ruido posible. Una tarde habíamos acumulado gran cantidad de tierra bajo la parra, Estebitan con un gesto me pidió silencio, me indico que continuara cavando mientras él la retiraba. Me quedé solo bajo la parra rodeado de un ambiente mudo y hostil que no dejaba pasar la luz y me senté a descansar en el fondo del boquete que habíamos cavado. A mi alrededor, las paredes de tierra callada por las que se dejaban ver algunas porciones de raíz de la parra como alambres retorcidos. El escondite tenía ya la profundidad de uno de nosotros. Pasaron unos minutos eternos, me extrañó que no volviera mi amigo. En medio de la quietud, oí como si alguien se arrastrara. Levanté los ojos y el terror me paralizó. En la boca del agujero, Estebitan agarraba una silueta negra y me observaba.

No volvimos a jugar.          

                                      
Javier Aragüés (marzo de 2019)

miércoles, 6 de marzo de 2019

EL ESPERANZA

Llevaban años mirando al mar, se podía decir que siglos. Los habitantes de aquel pueblecito de la costa estaban orgullosos del lugar, porque el mar había sido fuente de vida para sus antepasados y también para ellos. Pero ¿y para sus hijos?

Era un pueblo de casas diminutas y muy blancas, parecían nevadas, y se confundían con las gaviotas; tan grande era el parecido, que los días luminosos con sol radiante, los habitantes movían los brazos de arriba abajo, para lograr que las casas despegaran del suelo. Cuando llegaba la noche, al ver que no lo conseguían, caían extenuados y las casas se teñían de un gris decrépito. Creían que había una maldición. Los lugareños eran de alguna manera los responsables, tenían al menos dos defectos: cada día, querían pintar las casas de blanco, y no sabían conservar lo que les había concedido la naturaleza.
*


Era el único niño en el pueblo, me llamaba Gobio. Todos los niños también tenían nombres de peces, en recuerdo de las desbordantes capturas de otros tiempos, pero sus padres los habían enviado a la ciudad. No había pesca y carecían de medios para atenderlos. Yo no tenía familia, se ocupaba de mí un hombre que todos conocían. Después os hablaré de él.


Me despertaba muy temprano, cuando todavía era de noche; veía amanecer y a los hombres preparar las brochas para pintar sus casas y conseguir que el gris afligido del día anterior se convirtiera en blanco fulgurante. Tenían que estar bien pintadas en el momento de agitar los brazos. Cada día lo conseguían, pero el resultado final era el que os he contado. Yo no entendía por qué repetían cada día una tarea tan absurda.

Había un pescador en el pueblo que salía a mar todos los días, y pescaba mientras que el resto de los habitantes se dedicaban a pintar. Al caer el sol, todo el pueblo le recibía en el puerto, con admiración y envidia. Las gaviotas revoloteaban sobre la cubierta de su pequeño barco de pesca de color verde azulado, que se confundía con el mar. EL ESPERANZA, así se llamaba su barco, entraba por la bocana muy lentamente y saludaba a todos haciendo sonar la bocina. El ¡Tuuu, tuuu! retumbaba en todas las casas y era el resumen de la vitalidad y el sentir de aquel pescador. 

Sí, porque aquel pescador era Tío Paco, así le llamaba todo el pueblo. Era el único que salía a pescar, y pescaba. Él y la bocina de su barco tenían tanta fuerza que parecían mover las casas; él solo conseguía lo que no lograban los esfuerzos de todo el pueblo. 








Cada tarde, al llegar a puerto, abarloaba EL ESPERANZA junto al muelle principal. Allí vivía, en una sencilla casa de pescadores con la puerta siempre abierta, sin cerradura, porque decía que lo único que poseía era tan importante que siempre lo llevaba con él. Todos sus gestos eran meticulosos y sencillos, se deleitaba en cada acción. Al mostrar la pesca en la cubierta del barco parecía que su presencia animara a los peces a saltar en un movimiento 
continuo de lentejuelas plateadas sobre simples cajas de madera. 

Al amanecer, Tío Paco se preparaba para hacerse a la mar. Ordenaba los aparejos en cubierta, estibaba los pertrechos y zarpaba; lo hacía muy despacio hasta llegar a la bocana, al traspasarla, ponía proa a la lejanía. El azul verdoso del barco se confundía con el del tono más intenso del mar. Yo, al verle, en silencio, expresaba con una sonrisa emocionada: “A bordo del ESPERANZA un hombre boga hacia el horizonte".

En el pueblo, los vecinos saltaban como todos los días sin conseguir su objetivo. Yo me iba haciendo mayor, y una tarde, después de entrar en el puerto, Tío Paco me llevó a su casa y me prometió que a la mañana siguiente me llevaría a pescar. No pude dormir en toda la noche. Me dijo: "Te llevaré más allá del horizonte". 

Navegamos hasta el confín del mar y lo superamos. El sol tocaba el casco del ESPERANZA con tal esmero, que era como si acariciase la vida. Todas las especies marinas bullían alrededor del barco. Delfines, atunes, doradas y sargos saltaban; peces de todos los colores y tamaños nos rodeaban. Tío Paco detuvo el motor y echó las redes, se hizo el silencio. Solo se oía el murmullo de los ligeros golpes de mar contra los costados del barco. Al cabo de un tiempo, izó los aparejos. Las redes reventaban. El centelleo de la captura deslumbraba y Tío Paco sonriente repetía: "Lo ves Gobio, sí hay pesca". Yo le animaba, "¡Tío Paco echa las redes otra vez!". Me miró algo molesto. No solo no lo hizo, sino que devolvió a la mar gran parte de la captura. "No nos hace falta, hemos pescado suficiente, así siempre podremos volver". En las aguas cercanas al pueblo ni un movimiento, ni un colorido, solo el azul profundo de un mar solitario y sombrío. 
Ese día entendí lo que significaba “Más allá del horizonte”.

De regreso a puerto, Tío Paco me explicó por qué los hombres del pueblo saltaban. “En cada salto quieren ver más allá del horizonte y caen extenuados, porque para ellos, el horizonte es inalcanzable”. 

Así era Tío Paco. Al verle, se me escapaba “¡Ahí va mi tío Paco!”.  Me había enseñado cómo pescar y a ver más allá del horizonte.                    

           
    Javier Aragüés (marzo de 2019)

miércoles, 27 de febrero de 2019

LA VECINA DE LA OTRA ESCALERA

"Me da igual que no me haga caso. A mí me gusta Maricarmen", le repetía a Toñín, cada vez que pronunciaba el nombre de aquella vecina dela otra escalera. 
Toñin era un vecino, pero de mi escalera. No teníamos secretos, más allá de aquello que yo le había jurado que jamás le contaría a nadie y que él repetía, siempre que quería hacerse el interesante, para quedar por encima.
Recuerdo cuando un día en su casa, que se le calló un frutero de cristal. Bastaba mirar aquello para asegurar que se haría añicos antes de llegar al suelo. Pues me hacía jurar que jamás le diría su madre que sabíamos de qué frutero hablaba y es más, que yo nunca había visto el dichoso frutero. Y así una tras otra. Pero un día me dijo muy serio.

—Yo he hecho una cosa que no te la puedo contar; bueno te la cuento si me juras que no se la dirás a nadie, aunque te maten. No es una tontería. Me lo tienes que jurar por...  —decía Toñín en voz tan baja, que yo apenas le entendía.

A continuación se callaba, se ponía rojo, muy rojo y nunca decía por quién tenía que jurar.

 — ¿Por quién? —le preguntaba, una y otra vez, para enterarme de aquella “cosa”, cómo la llamaba él.

Hasta que Toñín parecía que se daba por vencido.

—Por ese, ya sabes, no lo digo porque es pecado. Bueno. ¿Me lo juras, sí o no? 

— ¡Te lo juuuro! —contestaba alargando la "u" todo lo que podía, para que pareciera que juraba de verdad.

Pero me lo pensaba antes de contestarle, por si era pecado jurar por aquello. Al final terminaba diciendo: "Sí, te lo juro". Eso sí, con más ganas la primera vez, porque no sabía lo que me ocultaba, pero Toñín continuaba sin decírmelo.

Un día Toñín me espetó. “Me lo juras por Dios o no te lo digo”. Ni le contesté.
Desde entonces no me lo pidió más.

Pasaron bastantes días, hasta que se decidió; después de haberme tenido en vilo tanto tiempo, me dijo lo que era la cosa tan importante. 

—Solo lo sabrás tú. Fue aquella vez, cuándo mis padres y los de Rosita, —era la hija de la portera—pasaron un día en el campo y...  

Se oyó la puerta. La madre de Toñin había vuelto de hacer un recado. "¡Niños, a merendar!", gritó la madre desde la cocina. 
Después del colegio no subía a mi casa, me quedaba con Toñin hasta la hora de cenar y venía mi madre a recogerme —por cierto bastante tarde. Algún día, si mi madre no venía a buscarme, me quedaba a dormir con él. Todo me parecía bien, pero no entendía por qué tardaba tanto mi madre.

Las tardes de juegos en casa de Toñin se repitieron hasta que cumplí nueve años, los dos teníamos la misma edad. En ese mismo año, una tarde que estábamos en su casa y su madre había salido a comprar, Toñín me cogió de la mano con mucha intriga y me llevó a su habitación, bueno, al único dormitorio de la casa, porque como en la mayoría de las casas de mi escalera eran pequeñas, solo tenían la cocina, un lavabo y un dormitorio por lo que  Toñín tenía que dormir con sus padres; cerró la puerta y me dijo.






—Te voy a contar lo que hicimos Rosita y yo aquel día. Nos escondimos detrás de un árbol, nos tumbamos y ella me agarró de aquí.

Me apretó fuerte el pene. Yo me asusté. Le quité la mano y corrí hasta la cocina. Sonó la puerta, era la madre de Toñin.


Desde aquel día, no quise volver a su casa. Por las tardes me quedaba haciendo los deberes y pensando en Maricarmen. Aunque apenas conocía a la vecina de la otra escalera, estaba seguro que no era como Rosita y que mí nunca me pasaría lo que le que le hizo a Toñín. Mis pensamientos y mi imaginación estaban dedicados a ella, a “mi novia”. Así llamaba a Maricarmen, cuando nadie me oía o estaba solo; las dos cosas sucedían siempre.

Yo era vecino de Maricarmen, pero de diferente escalera. En el edificio había dos: una para los pisos exteriores que daban la calle, arrancaba desde el portal y apenas se utilizaba porque había ascensor; y la interior, sin ascensor, que subía desde un patio de luces y en el quinto piso vivíamos mi madre y yo.

Veía a Maricarmen todas las mañanas en el portal, cundo esperaba el autobús del colegio que la venía a recoger. Me levantaba temprano para estar allí. Si se ponía a mi lado —raras veces lo hacía— me preguntaba y yo contestaba sin escucharla: "Estoy esperando a un compañero de mi clase". Esperábamos a que Maricarmen subiera al autobús y entonces nos íbamos caminando. Tenía suficiente con ese momento para soñar con ella e imaginar cómo estaríamos los dos cuando pasara el tiempo.

Pasaron los años, Maricarmen se casó con un médico. Me la encontré por casualidad, al lado de mi casa; al verme, creo recordar que su cara se iluminó. Cruzamos frases intrascendentes, me dio un par de besos y se marchó. 

La seguía viendo como la vecina de la otra escalera, la que esperaba el autobús de su colegio en el portal. Yo, ya no esperaba a nadie.    


Javier Aragüés (marzo de 2019)

martes, 19 de febrero de 2019

LA DUDA





  

En la ría de Pontevedra hay un viejo caserón de piedra junto a un hórreo y a un pequeño prado; está aislado y a unos kilómetros del Grove. Es un antiguo secadero de bacalao habilitado como residencia; se ven restos de palos y planchas para orear el pescado. Dos amigas charlan en su interior junto al fuego de una chimenea.

—Noelia, tú porque estás acostumbrada. Yo no podría estar aquí sola.

—¿Por qué? No lo entiendo. Es un lugar tranquilo. Yo vengo a menudo. Me relaja, puedo pensar y descanso.  

— ¡Después de lo que pasaste con Estevo! —suspiró la amiga.

—Reconozco que esta casa es mi refugio. Cuando sucedió aquello, no quería ver a nadie, solo estar sola mientras intentaba rehacerme. Si te pasara algo así, tú también lo harías.

—Quizás, porque no somos tan diferentes; ante  situaciones límites nuestras reacciones son parecidas.

—Para mí fue un golpe, un desenlace tan inesperado, difícil de asimilar. Muchas noches pensaba en Estevo y sigo pensando si se suicidó o fue un accidente. 

—Noelia, debes olvidar todo eso.

—Tengo su imagen en la mente. Después de que el mar lo devolviera a la playa con el cuerpo  destrozado y aquel rostro irreconocible. Lo que pasó, nunca quedó claro. 

— ¿Por qué dudas? Confirmaron que estaba en el mirador del acantilado; iba hasta allí casi todas las tardes. Perdió el conocimiento, cayó al vacío y su cuerpo se destrozó contra las rompientes. 

— Eso fue lo que dijeron. Yo nunca lo acepté. No me he acostumbrado a estar sin él. Tú le conocías muy bien. Pasabais mucho tiempo juntos; a mi molestaba que tuviera tanto interés por ti, hasta llegué a pensar que... 

La amiga no la deja continuar; empieza a hablar.

—Desde luego Noelia. Para mí era algo más que un gran amigo. Lo sentí como si fuera un hermano. No sigas pensando eso. Te estás 
destrozando.

— Cuando quieras a alguien como yo quería a Estevo, lo podrás entender.


Las dos salen de la casa; Noelia mira a la ría, suspira y dan un paseo por la orilla hasta el camino del acantilado. Inician la subida. 
El mar está bravo. 


—Pensar que cuando llegó aquí todavía estaba con vida.

—Noelia, te atormentas sin necesidad, ya pasó todo. 

Largo silencio, roto por los embates de las olas. 
Caminan hasta el mirador, Noelia siempre por delante de su amiga hasta que llegan a la balaustrada; las dos se aproximan para ver el mar. La joven se queda rígida y Noelia la ayuda a acercarse, ella no se opone; la coge de las manos, la abraza y la mira; Noelia sonríe y de un fuerte tirón la lanza al vacío. 

Noelia vuelve sola al caserón.








Amanece un nuevo día. A las once dela mañana llaman a la puerta. Noelia abre.

— Hugo ¡Qué alegría! —se dan un beso—.
Aunque disfruto de la tranquilidad y de la ría, te esperaba; a veces me siento demasiado sola.

—Sabes que siempre puedes contar conmigo. Si quisieras, podríamos vivir juntos.

Noelia no contesta, se gira y entra en la casa,  Hugo, indeciso, la sigue, le invita a sentarse en un sillón próximo al fuego, mientras ella prepara algo en la cocina.

Pasan las horas y siguen hablando hasta que comienza a anochecer. 

—¿Damos un paseo por la ría para despejarnos?


—Como quieras. Estoy aquí para complacerte. 

—Lo sé. Por eso te he llamado.

Es una noche cerrada. Llevan más de una hora caminando hasta que Noelia se detiene, y sujeta por el brazo a Hugo.


— ¿Ves aquella sombra? —la joven señala un bulto indefinido— ¿Qué podrá ser?

—No veo bien. Desde aquí, no sé qué decirte.

—Acércate —ella se adelanta.

Se descalzan y caminan con dificultad hacia el agua. La ropa se impregna de humedad y salitre, los pies se hunden en la arena. Siguen avanzando. Ven el perfil de una silueta. 

— Mira Hugo, parece el cuerpo de una persona —asegura con rotundidad.

—¿Cómo lo sabes?

Unos dedos asoman entre la arena. La chica da un paso adelante, se agacha desentierra la mano; la sujeta por la muñeca y comprueba que está inerte. Le toma el pulso mirando al joven.

— ¿Es una mujer?

—La mano es de mujer. Hugo no des ni un paso. Está muerta. 

Ella saca el móvil del bolsillo trasero de su vaquero. 

— ¿Policía? ¿Policía? Hemos encontrado el cuerpo de una mujer sin vida. Estamos en la playa en la ría, junto a la orilla.

Se oye el batir del mar

—Noelia, se me está haciendo eterno. ¿Cómo pueden tardar tanto?

—No pasa el tiempo porque estás asustado.

—¿Y tú no? 


Hugo mira el reloj con insistencia. Pasan más de veinte minutos desde la llamada de Noelia. 

Por uno de las orillas de la ría resuenan las sirenas. Asoman una ambulancia y dos todoterrenos que se acercan a gran velocidad. 
Luces intermitentes azules y amarillas se reflejan en el agua. Los vehículos se detienen junto al cuerpo. Descienden los ocupantes y se forman dos grupos: uno en torno al cadáver, y el otro más reducido, en el que están la pareja de jóvenes junto a dos policías de paisano y un médico. Al amanecer no hay rastro del incidente.

Los periódicos y los programas informativos difunden la noticia.


“APARECE EL CUERPO DE UNA MUJER A ORILLAS DE LA RÍA”


El cuerpo de la mujer está destrozado y el rostro irreconocible. Se desconocen la identidad de la mujer y las causas de la muerte aunque se barajan distintas hipótesis, entre ellas el suicidio. El juez de instrucción ha decretado el secreto del sumario.



Javier Aragüés Puebla (febrero de 2019)

miércoles, 13 de febrero de 2019

DAVID DREAMER


Todos los miércoles, a media tarde, David Dreamer acostumbraba a salir de casa; después de unos minutos caminando, se sentaba a soñar. Tenía el privilegio de poder elegir los sueños, y con la pérdida del sentido de la realidad sufría una especie de licantropía.

Cada miércoles se aseguraba de sus privilegios; comprobaba si poseía esas facultades y se planteaba retos. ¿Sería capaz, si los días eran grises y fríos, de imaginar una vieja mansión, y entorno a una gran chimenea, disfrutar de una conversación tranquila con un grupo de amigos? o ¿Preferiría controlar los vientos huracanados y arrasarla calma? Hasta el momento se sentía capaz de todo. Ante cualquier situación que imaginaba, se complacía, porque lo vivía como un sueño y podía diseñarlo; en su mente repetía. "Si el sueño no me gusta, me levanto, dejo de soñar y cambio de alucinación".

Así cada miércoles. Tenía sueños tristes, alegres, en tonos blancos y negros, incluso grises, como la vida misma. Podía elegir los sueños vivos, con colorido; aunque de vez en cuando no le desagradaría soñar en blanco y negro, porque si las pesadillas eran angustiosas, eran más realistas". 

Vivía en una casi permanente alteración de la consciencia, dominado por el onirismo y las fantasías, como alucinaciones intensas. Se provocaba el cansancio, hasta caer extenuado y así escapaba de lo incuestionable.







Ese miércoles, cuando paseaba por un parque, vio a una pareja junto a un viejo roble se besaba con delirio; se acercó con discreción. No podía controlar un gesto de asombro acompañado de dudas. ¿Vivía la realidad o era otra de sus fantasías? Pensó en el beso: “los labios no se despegaban, era una aproximación prolongada y cuando los enamorados parecían despedirse, sellaban sus ribetes de amor y empezaban de nuevo”. Para David ese beso no era comparable al de sus sueños. Le parecía que perdía sus poderes, o al menos en parte. Podía controlar los contornos y las formas de las imágenes, pero se disipaban los sentimientos. 

David, abatido por la pérdida de percepción, se consolaba mirando las flores de un jardín exuberante; pero una sonrisa se dibujó en su frente, era una señal de lucidez. Un nuevo olor se apoderó de él. Lo reconoció. Era intenso y excitante. Levitaba en el cuello de la mujer que había besado por primera vez. Se giró y Arlie estaba junto a él. Sintió como si en su cuerpo emergiera un aluvión incontrolado de ternura que envolvía a la mujer. Arlie Desired había sido su único amor y no se veían desde su primer beso; aunque él, sin permiso, la había puesto más de una vez en sus sueños, que terminaban con Arlie difuminada entre sus brazos.

David debía de a estar soñando; no iba a despertarse o malograría despertarse e despertarse o malograría. Prefirió acercarse con sumo cuidado para no perderla. Él extendió su brazo hasta alcanzar el de Arlie. Juntaron sus manos, después los labios y se fundieron en un deseo.

David no estaba soñando, había perdido todos sus privilegios.
                                                                                       


Javier Aragüés Puebla (febrero 2019)


miércoles, 6 de febrero de 2019

LA CONDESA - DUQUESA

Desde el 10 de enero de 1810, todos los días se veía en los jardines de una mansión señorial de Madrid a Elvira, con su delantal y una disimulada cofia. El palacete estaba situado en la Cuesta de la Vega, junto al Palacio Real. Ella encendía todas las velas de los pomposos candelabros que esparcían sus destellos por los salones y recovecos de la casa, casi siempre ocupada por invitados. 

En el palacete destacaban los grandes ventanales envueltos por cortinones burdeos, abrochados con cordones trenzados que remataban en borlas de filigranas doradas. Los lienzos arropaban los majestuosos salones barrocos donde cada tarde debatían los convidados. 

Había una placa de mármol en el vestíbulo. 





PALACETE CONSTRUIDO EN 1784 por

Doña María Josefa de la Soledad Alonso Pimentel 


Condesa-Duquesa de Benavente


Elvira era la única persona de la servidumbre que aunque mal, podía leer. Al dirigirse a la señora, intentaba pronunciar el nombre completo, lo que le resultaba imposible e irritaba a la condesa; cuando estaba a solas con Elvira la reprendía.


—¡Elvira, basta ya! Debe dirigirse a mí como señora condesa, con eso es suficiente,

—Como diga la señora condesa — asentía Elvira asustada.



María Josefa de la Soledad Alonso Pimentel,
condesa-duquesa de Benavente, duquesa de Osuna.

Pintor Francisco de Goya
 


La c
ondesa era viuda de don Pedro de Alcántara Téllez - Girón y Pacheco, IX Duque de Osuna. Había heredado una fortuna considerable e  innumerables títulos nobiliarios, pero no había conseguido desprenderse del desprecio a los que consideraba sus lacayos. A pesar de todo, Elvira se había convertido en la doncella de confianza de la señora condesa.




En los mentideros de la corte de Carlos IV, "la condesa"  —como se la llamaba con cariño — era conocida por la atención y por la perceptibilidad 
que expresaba con sus convidados. También decían que estaba considerada como una de las damas más conspicuas de la nobleza española por dedicar toda su vida a la protección de las artes y en particular, de la pintura y del pintor Francisco de Goya. Todos estos rumores, opiniones y chismorreos iban acompañados de una voz unánime: "¡Qué poco agraciada es la señora condesa!", que sin duda había llegado a sus oídos.

Todas las tardes acudían a la mansión muchas personas destacadas de la corte: aristócratas   políticos, intelectuales e incluso toreros. Por supuesto no podía faltar don Francisco de Goya, pintor del rey. Las tertulias se prolongaban hasta la madrugada.

Con motivo de un encargo al pintor, la condesa daba instrucciones a Elvira de cómo debía comportarse.

—Elvira, don Francisco por lo que vendrá a menudo; le he encargado una pintura que represente a toda la familia.  Para que pueda pintar a mi marido utilizará como modelo un retrato del Duque de Osuna, el cuadro que está en el salón de caza. Quiero que le atienda usted en persona. Cuando se vaya, me avisa.

—Como diga la señora condesa — asentía inclinando varias veces la cabeza.


El día que acabó el cuadro, don Francisco le explicaba a la aristócrata.



Familia del Duque de Osuna. Pintor Francisco de Goya


—Observad, señora condesa. Aquí está. En este lienzo podéis contemplar cómo sois, cómo es vuestra familia.

—Estoy muy impresionada,  don Francisco, sois capaz de representar el alma de los modelos.

  —No es mérito mío. Vuestros rasgos son especiales. Reflejan vuestra inquietud permanente por el arte y la cultura, vuestro refinamiento y cómo sabéis rodearos de destacados artistas e intelectuales —contestaba don Francisco sin dejar de adular a la condesa, evitando mencionar la palabra belleza.

— Habéis captado la bondad del difunto duque y la inocencia de mis hijos. Todos respiramos serenidad.

La condesa mientras miraba el cuadro se dirigió al pintor.

—Don Francisco; me gustaría contemplar cómo captaríais mi cuerpo. ¿Me pintaríais desnuda?

—Si así lo queréis, lo haré; solo con la condición  

de que nadie podrá ver el cuadro hasta que yo os lo enseñe.

—Por supuesto, don Francisco.

El pintor trasladó todo los útiles de pintura al dormitorio de la condesa. Ella le esperaba cada mañana cubierta con una bata semitransparente de gasa de seda. Cada sesión se prolongaba hasta la hora de comer. La señora condesa se vestía y junto con Elvira despedían a don Francisco.


El día en que comenzó a pintar las las partes más íntimas del cuerpo de la condesa, pasaba una y otra vez el pincel por los senos, corregía el color, miraba, medía y se aproximaba una y otra vez sin rozarla. Gran parte del tiempo dejaba de pintar y solo la observaba. 





La pintura avanzaba y correspondía perfilar el vientre. Esa mañana, don Francisco entró en el dormitorio. La condesa le esperaba desnuda, 
tumbada en la cama; él se acercó, la señora notó cierto rubor en la cara y cómo un calor se extendía por todo su cuerpo. Don Francisco tomó sus manos e incorporándola, la ciñó por la cintura y la besó con vehemencia; sus manos jugueteaban con la partes del cuerpo que acababa de pintar. La lengua se deslizaba por la piel de la dama sin descanso. La cogió en sus brazos, la mano izquierda de ella se posó en su cuello y la otra pasó por las corvas de las piernas que pendían como plumas. Con delicadeza, la colocó sobre el lecho. 

Ella había dejado de ser la condesa desde el primer momento de pasión para ser María Josefa o mejor Mari Pepa, como llamaban a las majas. Los brazos relajados y a lo largo del cuerpo esperaban a Francisco. Entre sofocos, hicieron el amor en varias ocasiones hasta caer extenuados, entonces llegó el silencio. 

Duró unos instantes, porque se rompió por los gemidos de la condesa junto a un grito de desencanto mientras seguía sollozando. 

Elvira oyó a la señora y exclamó, temerosa:

—¿Me necesitáis?

—No Elvira, no—respondió azarada la condesa.

En el dormitorio la tela blanca que cubría el lienzo estaba en el suelo y el cuadro acabado al descubierto. Una mujer tumbada, desnuda,  ocupaba la tela, pero no era la Condesa-Duquesa de Benavente.



Javier Aragüés (febrero de 2019)