viernes, 16 de agosto de 2019

PLENILUNIO



Se encaramaba al final de uno de los cantones y dominaba la ciudad y aledaños. En sus orígenes, había sido catedral fortaleza. 

A su manera, y desde el siglo VIII d.c., lucía esbelta, plena y transformada. Era el orgullo de los alaveses y había servido de refugio y consuelo en los momentos difíciles de la villa, cuando asedios, incendios o epidemias la habían acorralado. Lo que más le distinguía era que se comportaba como una construcción viva. Siempre se había debatido por lucir como iglesia gótica, pero la fortuna de protectores y las desventuras de ignorantes la habían aproximado o distanciado de su verdadera vocación. Este devenir oscilante formaba parte de su historia y se  reflejaba en su fachada e interiores.








Sin menospreciar todos los elementos que la hacían singular como su crucero, los arcos diafragmas, el transepto y el triforio, destacaba el hecho de necesitar de la muralla medieval para reposar parte de su estructura, como lo evidenciaban los muros del lado norte de apariencia maciza, lo que resaltaba su figura exterior y disuadía a los enemigos de la religión.

Pero en su interior encerraba algo que los habitantes de la villa ignoraban y a mi me lo había contado un peregrino que hacía el camino de Santiago. 

Yo llevaba años, siglos para ser más preciso, custodiando esta historia pero creía que había  llegado el momento de disgregarla entre las gentes de bien. El mismo caminante me advirtió al relatarla que no tenía seguridad que fuera real o simplemente una leyenda, pero en cualquier caso y según su relato, aún hoy, él mismo dudaba si podría estar ocurriendo.

Es importante estar muy atento porque, así me lo hizo saber el peregrino, lo que me iba a contar  no podía olvidarlo, porque no tendría oportunidad de verlo, ni volver a escucharlo.

Lo cuento con las mismas palabras, tal y como salieron de la boca del peregrino.

"Nadie del pueblo podía asegurar de qué se trataba, pero estaba en boca de todos que durante las noches de plenilunio un hombre apuesto deambulaba por el triforio sin tocar el suelo y una mujer atractiva, exultante, salía a su encuentro. En esas noches, cada veintinueve días, todo el pueblo acudía a la iglesia y los feligreses, con las cabezas erguidas, no quitaban ojo a la engalanada galería. Permanecían así hasta que la luna empezaba a menguar y desencantados volvían a sus casas. 

Repetían la cita durante años, mejor dicho durante siglos, porque lo primero que hacían los padres, cuando sus hijos podían caminar sin ayuda, era transmitirles el relato y, que al ser tan pequeños, acudían acompañados de sus progenitores y aquellos niños, los hijos de sus hijos y los hijos de los hijos de sus hijos no dejaban de acudir los días señalados por la luna, aún así, tanto a ella como a él, pero nadie había conseguido verles; decían que su amor era tan intenso que, celosos el uno del otro, se ocultaban para que nada ni nadie se pudiera enamorar al descubrirlos y por eso solo se veían las noches de plenilunio. Ese era el momento en que solo ellos, frente a frente, se miraban sin descanso y veían sus rostros, que reflejaban amor; tranquilos y convencidos de su pasión, se retiraban deambulando por el triforio hasta que el planeta se situaba de nuevo entre el sol y la luna para volver a encontrarse."

El peregrino mientras me lo contaba hizo una pausa, antesala del llanto. Me miró señalando el triforio y repetía — ¿Por qué dudó? Yo no le entendía bien y pensaba que podía decir —¿Por qué dudé? Cuando terminó de hablar entendí lo que me decía. Él continuaba con su relato.

"Al verla, buscó su rostro como tantas noches y él no la reconoció porque ella no le miraba como acostumbraba y no se atrevió a decir nada. El motivo de no hacerlo es que esa noche estaba turbada por tanto amor y esperaba un beso. Él, confuso, porque no encontraba sus ojos, retrocedió, se asomó al crucero y, deambulando, se dejó caer mientras los fieles en la nave escucharon un gemido y el llanto amargo de ella. Aún hoy, se puede escuchar el sollozo en la catedral las noches de plenilunio."



Desde aquel dia no supe más del peregrino. La tradición dice que era el mismo amante y que el apóstol le perdonó la vida al caer del triforio, pero le condenó a vagar eternamente, como un peregrino más, por el camino de Santiago. 

En las noches de plenilunio, camuflado entre los fieles, acude a la iglesia para escuchar el gemido eterno de ella, su verdadero amor.



Javier Aragüés (agosto de 2019)




jueves, 8 de agosto de 2019

EL VERDADERO SUEÑO DE UN LARGO VIAJE


Aspasia y Pericles eran amantes en secreto. Ella era la compañera de Fidias, escultor, gran amigo y
protegido del ilustre político ateniense. La mujer tenía  muchos detractores que la acusaban de hetaira, así era como denominaban a las cortesanas en la antigua Grecia. Lo que de verdad les molestaba a los enemigos de Aspasia era que fuera conocida por su depurada cultura,  su gran capacidad como conversadora y por ser una brillante consejera. Sin duda este era el motivo principal que le acercaba, aún más, al reconocido ateniense (abogado, general, magistrado, político y orador) y el que provocó que fuera acusada de corromper a las mujeres de Atenas, con el fin de satisfacer las perversiones de Pericles. Además afirmaban que, probablemente, ​Aspasia era una hetaira y que regentaba un burdel. Por todo ello fue demandada sin fundamento y absuelta gracias a la defensa apasionada de su amante.

Aspasia era una mujer que no era difícil desear; era independiente, con gran reconocimiento social por su preparación para la danza y la música, y con indiscutible atractivo. 

Los dos amantes se conocieron en un encuentro fortuito, cuando Pericles acompañaba a Fidias a visitar Éfeso. Aspasia viajaba con el escultor. Los días de viaje en la travesía bastaron para reconocer su amor y que nada ni nadie los volviera a separar.
Los primeros meses fueron de encuentros furtivos mientras su amor crecía. No soportaban estar separados. Pericles, protector de Fidias como artista, no cesaba en encargarle trabajos, cada vez más laboriosos y de mayor duración con los que buscaban mayor tiempo para estar a solas con su amante, y lo conseguía.

El amor entre Aspasia y Pericles era apasionado. Pasaban días haciendo el amor sin ocultar el desconcierto de los esclavos, que en más de un ocasión permanecían expectantes ante el inusual comportamiento. Cuando los dos aparecían risueños y exultantes disipaban la incerteza y les devolvía a la tranquilidad.









Pero un día, Fidias estaba ocupado en la estatua de la diosa Atenea en el Partenón, se sintió indispuesto debido al fuerte calor y tuvo que volver a su casa. En la estancia principal los cuerpos excitados de Aspasia y Pericles se revolvían sin descanso y los gemidos de placer se escapaban de la habitación. Fidias oyó con nitidez los signos de placer y amor y reconoció de quién eran. Ante el gesto de un criado de penetrar en la estancia, Fidias gritó: “Alto, no la perturbéis. Dejadla dormir ¿No escucháis? Aspasia, mi mujer, está delirando. Necesita privacidad”.


A las pocas semanas el escultor fue acusado por enemigos de su protector Pericles de quedarse con parte del oro destinado a la estatua de Atenea. Fue juzgado y condenado. Murió en la cárcel.

Aspasia y Pericles cada año navegaban a Éfeso.



Javier Aragüés (agosto de 2019)


domingo, 4 de agosto de 2019

1969





En esos años eran ostensibles las penurias en muchas casas y la falta de recursos, mientras que  la tristeza y el color gris circulaban con naturalidad. 

Hoy, hace cincuenta años que paseaba mis diecisiete por la escalinata de la indeleble escuela de ingenieros. Me sentía un privilegiado al ascender por los peldaños que marcaban la diferencia entre ser un individuo común y un elegido, remarcado por el hecho de mi juventud. 

Hasta hacía pocos años la universidad estaba abierta exclusivamente a los hijos de la burguesía. El desarrollo industrial permitía que otros estamentos sociales como el de los hijos de comerciantes o funcionarios, como era mi caso, tuvieran un oportunidad. 

Aún reconociendo cierta preparación académica, a los pocos meses de estancia en la escuela, descubrí que la diferencia estaba disfrazada aunque existía. Eras un privilegiado o no. La disimilitud de las clases sociales, que en aquellos años era patente, hacía de filtro invisible que seleccionaba a los que pretendían acceder a ese estatus. Entre los elegidos para poder pertenecer a una clase social privilegiada, aunque todo éramos compañeros, se evidenciaban diferencias manifiestas.

Ante el profesorado y ante la sociedad se quería hacer aflorar un corporativismo inexistente, enmascarando las notables desigualdades. Era evidente que los que acudían en coche a las clases no coincidían con los que llegábamos hasta el pie de las escaleras de la escuela caminando o en autobús. Además, siempre había algún profesor que rebuscaba en el listado de alumnos hasta encontrar el apellido de un compañero de promoción o el de un colega del trabajo. No había tantos pero si se identificaba al agraciado, el silencio y el intercambio de miradas de los que no teníamos coche cruzaban el ambiente del aula. Hasta que el prolongado silencio lo interrumpía el apellido del alumno y la sonrisa cómplice del profesor.

Esto que parecía no tener importancia, era el punto de ignición para que entre clase y clase se formasen grupos y fuera un tema de chascarrillo. El grupo de los que tenían coche y parecían distinguidos, no era numeroso. Todos repeinados, oliendo a colonia cara y con la misma fragancia. Los otros grupos, tres o cuatro, eran bastante heterogéneos. Chicos con vaqueros descuidados, camisas de algodón por encima del pantalón. Las barbas incipientes y dejadas asomaban en sus rostros consumidos y muchos de ellos apuraban un cigarrillo, que hacía poco que cogían con seguridad. Los desarrapados hablaban y los niños ricos empleaban tonos de voz graves para debatir  entre ellos. Nunca descubrí si las voces eran naturales o impostadas. Era una forma más de querer diferenciarse y exhibir una voz artificial de machos educados para someter a todo lo que era débil.    

De las chicas poco se podía decir. En aquella época estaban desaparecidas y las que había, apenas se mostraban. Bastante tenían con evidenciar lo mas trivial. Los aseos no reconocían su morfología y tenían que compartirlos con los del resto de los alumnos varones, ignorando la privacidad. 





Con este panorama iniciaba la universidad. Algo ocurrió ese primer año que iba a cambiar mi vida.
Las protestas universitarias se repetían y alcanzaban a facultades y escuelas técnicas. Unos cuantos estudiantes se significaban organizando asambleas y convocando manifestaciones. Entonces, a pesar de la represión política, era más fácil alinearse en el lado acertado, aunque el miedo lo impidiese y en muchos casos la cárcel cambiara la vida de aquellos compañeros.


Yo admiraba a aquellos estudiantes que eran capaces de situarse al frente de la reivindicaciones y estaban dispuestos, aun a riesgo de ser encarcelados, a encabezar el movimiento estudiantil. Me sentía identificado con esa lucha contra la dictadura pero no me veía capaz de ser uno de ellos. Era consciente del miedo que la situación política me producía y procuraba aproximarme a los estudiantes más significados para tantear su reconocimiento y  pasar a ser uno más de la vanguardia estudiantil.     

Tuvieron que transcurrir unos meses hasta que un tarde, después de una asamblea, uno de los estudiantes más admirado del movimiento estudiantil, se llamaba Arturo Mora, se quedó rezagado intencionadamente y se puso a caminar a mi altura mientras salíamos de la escuela.     

Arturo no se parecía a ninguno, ni quería. Sus convicciones sobre la lucha por las libertades  
sobrepasaban su propia ideología. Era hijo de una mujer de la barriada madrileña de Vallecas que no tenía otra formación que la que le permitía limpiar casas. Era madre de dos hijos, el mayor Arturo y el otro más pequeño para el que Arturo era un verdadero padre. Además de ser un hijo ejemplar y un brillante estudiante, Arturo era un líder nato, muy apreciado en el barrio y por su familia.

Esa tarde y los días posteriores iban a condicionar mi vida. Arturo me habló abiertamente del partido comunista. Me conmocionó en dos sentidos. Arturo me hacía una confesión que no estaba al alcance de otros estudiantes. Nadie sabia la pertenencia o no a un partido y menos al comunista. En esos momentos ser acusado de organización ilegal y en concreto al partido podría suponer un expediente universitario, ser expulsado de la universidad y una condena de hasta treinta años de cárcel. Desde luego valoraba su  confesión y más aun el compromiso que me trasladaba; a partir de ese momento yo era conocedor y por tanto, cómplice de ese hecho. 

No fue casual que Arturo me buscara, porque después de una hora hablando y argumentando a favor de la necesidad de la conquista de las libertades en nuestro país, continuó con la responsabilidad social y política de nuestra generación para transformar las cosas, mejor dicho" de la realidad", utilizando el lenguaje marxista que le caracterizaba.  

Esa noche y las siguientes estuve tan alterado que no conseguía dormir. Durante el día, el miedo y la prevención se apoderaban de mi. Mi vida dejó de ser normal. Después de un mes de la conversación con Arturo Mora, ingresé en el partido comunista. La militancia se desarrollaba en la más absoluta clandestinidad y hacía que la organización adquiriera rasgos casi místicos. Se organizaba en células, constituidas por cinco o seis militantes que utilizaban nombres supuestos. El mío era Oscar. Había un responsable al frente de cada célula de tal manera que los componentes de una célula no conocían a otros miembros de la organización. Solo el responsable se integraba en un órgano superior, con otros responsables. Y así de forma reticular se construía la estructura. El órgano máximo en la universidad era el Comité Universitario.

Después de siete años de militancia tuve el privilegio de ver como se derrocaba a la dictadura de una manera dulce, pero insatisfactoria para muchos antifranquistas, que veían como el dictador moría en la cama y social y políticamente se tuvieron que hacer muchas concesiones debido a como se produjo la transición.



Mi vida después de la muerte de Franco sufrió un desajuste como la de muchos de los que habían hecho un paréntesis histórico. Era difícil rehacer la vida con normalidad. Después de aquellos años solo  quedaban los recuerdos románticos de una etapa que quería haber sido revolucionaria y había quedado  lejos de los ideales de juventud. 

Nuestra pertenencia a Europa —la de nuestro país—y los intereses económicos del mundo occidental condicionaron el cambio que no pudo ser otro que ese tránsito ejemplar y ordenado.

Tuve que acostumbrarme a recrear y construir una vida, ordenando los menguados ideales, conservando los principios éticos y morales básicos y buscando una compañera para esta vida, la real.




Javier Aragüés (agosto 2019)


                                                                                                                                                                                                                                                                                            

viernes, 2 de agosto de 2019

EL TRASTERO









No podré olvidar los días en el trastero abuhardillado de mi casa al que se accedía por una estrecha puerta que pasaba inadvertida en el largo pasillo. Era el cuarto de la imaginación, de las ilusiones, de los sueños y también, el de las lágrimas. Quizás si hubiera tenido hermanos hubiésemos jugado en el pasillo, pero yo era hijo único, con una madre que también hacía de padre y no le costaba interpretar ese papel. Con nosotros vivía mi tía, una hermana de mi abuela. Era una mujer mayor, que en aquellos años se consideraba —por su edad— que había agotado sus vivencias, a veces pensaba más en lo que había sido su anodina existencia que en lo que le quedaba de vida. Yo pasaba los días con ella, incluso los domingos me acompañaba. Su presencia no molestaba, sabía que estaba allí, sin hacer ruido; eso sí, se pasaba el día cantando coplas y pasodobles que sonaban repetitivos en la radio de los años cincuenta, pero solo se sabía los primeros versos. Si dejaba de cantar, en su silencio, yo notaba mi soledad. Cuando aparecía yo me inventaba juegos y personajes. Recuerdo mi primer juguete, del que estaba muy satisfecho; era muy simple. Era mi camión. Una simple caja de zapatos y un cordel. Tiraba de la cuerda, con mi manita le hacía girar en curvas imaginarias y lo que le daba verosimilitud era el ruido del motor. ¡Brom! ¡Brom!. Si me excedía, mi tía con voz dulce me corregía. —Niño, por favor, no hagas tanto ruido. Yo no dudaba un momento y solucionaba el conflicto con un —ya hemos llegado. Voy a aparcar.











Entonces cambiaba de juego. Le pedía un papel y con lápices de colores pintaba tres monigotes. Dos monigotes querían parecerse a una pareja  que agarraban con fuerza la mano de un niño. Cuando venía mi madre, mi tía se lo enseñaba y la contestación refleja era  —Tía Cristina, pon la mesa. Yo ahora no estoy para tonterías. 




Bueno con el camión jugué un par de años. Es difícil imaginar lo  que sentí cuando en aquellos reyes me trajeron un tren. La verdad es que no era eléctrico —como les había pedido— era de hojalata, pero al fin y al cabo era una tren. Toda mi ilusión se concentraba en aquella locomotora y el vagón que le arrastraba. ¡Se movía! Bastaba darle cuerda, loa poyaba en el suelo y la locomotora se movía sin parar hasta que chocaba con una de las zapatillas de mi madre. Yo no desesperaba, cogía la máquina y de nuevo le daba cuerda,son sumo cuidado hasta llegar al tope y evitar que"la cuerda saltara". Así pasé un par de años jugando con el tren. Era mi juguete favorito.




Al año siguiente los reyes —yo ya sabía que no existían— me dejaron un balón de fútbol, de los de "reglamento". Era de cuero. Con el balón en mis manos pensaba que era difícil jugar solo. Mi madre no me dejaba ir a la calle solo. Los día en el trastero se me hacían largos y aburridos. Mi tía no dejaba de observarme. Hasta que un día me llamó para decirme —niño hoy vamos a los jardines que hay cerca de casa. Llévate la pelota y podrás jugar con otros niños. Así, mi tía me sacó de la soledad.

Aunque aparecieron otros inconvenientes. Yo estaba acostumbrado a jugar solo y no me gustaba dejar mis juguetes. Esto fue cambiando hasta ponerme los primeros pantalones largos.



A la salida del colegio nos esperaban algunas chicas. A mí me gustaba una en especial. Para mi era la más guapa. No me atrevía a acercarme a ella. Un día se acerco a mí con la excusa de si tenía un boli. Me pilló tan de sorpresa que le dije que no. Ella se giró. Jamás me volvió a hablar. 




Yo ya era mayor para eso. Pero me refugiaba en el trastero para que nadie me viera. Nadie era mi tía. Así estuve casi tres semanas, cuando creía que no se me oía, rompía llorar. Los sollozos eran considerables y las lágrimas también. 




Desde luego en el primer guateque estaba curado, Ahora el juego consistía en quién de la pandilla se acercaba más a la chica cuando estábamos bailando y luego contar lo que habíamos sentido.




Era evidente que ya no pensaba en el trastero pero en casa algunos días, al pasar junto a la puerta, me detenía y no podía evitar que resbalara una pequeña lagrima.








Javier Aragüés (agosto de 2019)

martes, 30 de julio de 2019

PODÍA HABER SIDO





En el pequeño pueblo pesquero en la costa mediterránea no ocurrían acontecimientos remarcables excepto durante los meses de buen tiempo; entonces, los visitantes temporeros acudían a disfrutar de los encantos de aquel pueblecito y a incomodar a los vecinos que se veían obligados a soportar aquella epidemia transitoria a cambio de los dineros extras que se dejaban como peaje. Se podía decir que durante todo el año malvivían de la pesca para hacer unos pequeños ahorros con la temporada estival.


Héctor era uno de los asiduos cuando el sol alargaba su estancia sobre la recogida  ensenada, que era puerto natural de los pequeños barcos de pesca. Desde muy joven, Héctor lo visitaba porque estaba enamorado de él.  En aquellos años le acompañaba su mujer pero hacía unos cuantos que acudía solo. Era un hombre atractivo y para más de una chica soltera del pueblo, era un visitante al que esperaban cada año. Los del pueblo decían que ahora venía solo porque la mujer le había abandonado, pero eran rumores y de verdad nadie sabía el motivo. Era cierto que él tenía un carácter difícil que le había llevado a esas alturas de la vida a estar solo, y ahora más, porque simplemente era un maestro jubilado; había estado enamorado de su profesión pero ahora se encontraba cansado física y profesionalmente para afrontar esa nueva etapa de su vida. 

Hacía ya tanto tiempo que solo pasaba periodos de unos meses pero los del pueblo lo consideraban uno más.  Su única actividad aparente era pasear por el acantilado que se descolgaba muy cerca del pueblecito. Todos le respetaban pero se preguntaban por la vida tan extraña que hacía aquel hombre. Pensaban en que pasaba las horas cuando desaparecía.  Debido a la situación de la población, en sus habituales paseos, a Héctor se le perdía de vista al cabo de unos minutos de salir del pueblo; sospechaban cualquier cosa, pero no se atrevían a seguirle. Los más atrevidos lanzaron el rumor de que se dedicaba al contrabando. 

Pero aquel verano era especial. Héctor era incapaz de interpretar  lo que le ocurría. Si un conocido le saludaba y el lugareño hacía un gesto para detenerse, él rehuía el encuentro. Era extraño en él pues siempre se detenía a conversar aunque las conversacione fueran intrascendentes; disfrutaba porque que le hacían sentirse querido por la gente de aquel pueblecito. 

Ese verano no era así. Al ver a una vecino intentaba esquivarle y si no podía, sin perder el paso, se dirigía con urgencia al acantilado. Los comentarios se extendían porque Héctor era una era una persona apreciada por todos. 

Habitualmente cada día paseaba y se dirigía hasta un saliente del acantilado que le atraía de una manera especial. Desde allí se sentaba y pasaba las horas contemplando el mar que le invitaba a recordar. En cada vaivén, si las aguas estaban sumisas, pensaba  que hubiera sentido ella al bailar un vals. Ella era Claudia, la mujer que conoció cuando había perdido el amor de su pareja y la encontró un verano cuando estaba en el borde del acantilado. Una voz dulce e imperativa, le gritó —no por favor, no lo hagas. Mírame. 
Desde aquel día, sin apenas hablar, él y Claudia, se encontraban a la misma hora en aquel lugar tan singular. La expresión le cambiaba cuando aparecía. Claudia parecía levitar cuando se asomaba al pequeño repecho antes de abordar el camino hasta el saliente. Quizás sus cabellos algo rizados y la forma inquieta al caminar lo favorecían.  Héctor, al verla, se incorporaba, la invitaba a sentarse a su lado y ella accedía. Él esperaba inquieto cada amanecer para acudir  al encuentro. Deseaba que todo se detuviera para acercarse y con una triste excusa, sentirla a su lado. Hasta ese día, Héctor solo había conseguido poder aproximarse a la distancia a la que el olor de su cuerpo rezumaba un aroma que se introducía por la piel y le provocaba un apasionado deseo. 

Se repetían los días y para Héctor esa forma de encontrarse con Claudia le bastaba. 

Aquella mañana ocurrió algo inexplicable que había roto su habitual calma. Claudia se le acerco más que otros días, él sentía su olor, pero  ese aroma era especial; ese día rezumaba una mezcla de deseo y amor. Al llegar frente a él, ahuecó las hombreras y comenzó a deslizar su vestido blanco que cubría su remarcado cuerpo de mujer. El mar se embravecía y la espuma y las gotas de mar alcanzaban su piel. Claudia empapada se agachó y Héctor se atrevió a mirarla. Estaba punto de tocarla, pero una ola diferente alcanzó el saliente y le sobrepasó. Fue tal la sacudida que al retirarse el agua y abrir los ojos Claudia había desparecido. Héctor lloró amargamente y confiaba que Claudia le esperase en el fondo del mar.



Javier Aragüés (31 de julio de 2019)

domingo, 28 de julio de 2019

VASIJA DE CRISTAL







Muchas tardes apoyo la vista sobre las paredes de un descarado cristal prismático que me reconoce. Sin inmutarse, me deja traspasarlo. Descubro algunas hojas desprendidas que  se mecen en el agua al fondo de la vasija. En el interior abundan los tallos amputados y firmes, ajenos a mi inquietud; por sus venas aún corre el líquido que da vida y color a pétalos y flores, y las mantiene tersas. Quiero conservar  en mi retina tanta belleza, consciente de que la vida es la única dueña y ordenará que se marchite cuando se agote  o desaparezca el amor. 

Esa tarde especial la espero ensimismado. Se abre la puerta. Es ella. Con una sonrisa de enamorada me advierte que está viva y puede verme. Débil y  titubeante me busca hasta apoyar sus labios en los míos. Cierro los ojos. La imagino, la deseo y la beso. Mientras, un leve vuelo anuncia que un pétalo se desprende. Es el final  —no el de nuestro amor— porque ella se va. 



Javier Aragüés (Julio de 2019)

sábado, 27 de julio de 2019

EN LA VIDA






Las personas que ves a diario, con las que te cruzas, caminan muy cerca de ti y no te hablan; casi nunca lo hacen. Tú, las reconoces. Ellas pasean sin perturbarse, ajenas a tu vida, pero están presentes en tus rutinas. Alguna te mira. Sin alterar el paso, la mayoría se pierden en el bosque por los caminos de los amores solitarios, huyendo de los corazones traicionados. Pero todas tienen algo en común. Un desgarro irreparable que les impide transitar por los caminos sin adjetivos. El miedo te invade. Cualquier día, temes que una de esas personas puede ser tú. 


Despiertas de un sueño que toma forma al pensar en ella. La sientes distante. Noches deseándola, hasta que su mano coge la tuya y la oprime contra tus anhelos. 

Durante tiempo, casi una vida, la has buscado entre muchas, ahora la distingues y no dudas. Es
ella. Está frente a ti. La sientes. Puedes tocarla.  Decidido, la coges de la mano y sin miedos os adentráis en la vida.



Javier Aragüés (Julio de 2019)


viernes, 26 de julio de 2019

UN PASEO





Ander jugaba con el tiempo hasta que la conoció. Se llamaba Sara. El azar fue permisivo. Desde ese día todo se detuvo. Él no dejaba de soñarla y se paseaba por su piel hasta alcanzar la orilla del lago de los sueños. Ella, delirante, lo aceptaba. Ander insistía una vez y otra; deambulaba sin permiso por su cuerpo y la besaba sin descanso. 

Mientras los besos recorrían su espalda, Sara enmudecía. En el cuello, Ander tomaba aliento para descansar sus labios. Repuesto, avanzaba por el dorso hasta llegar al final. Sara le estaba esperando. Giró armoniosamente su cuerpo para lucir sin complejos su melena clara y ensortijada que levitaba sobre sus hombros y no impedía manifestar la feminidad de su pecho. Ander, desbordado, deslizó sus dedos hasta las puertas del amor. Sara despertó.  




Javier Aragüés(julio de 2019)

miércoles, 24 de julio de 2019

EL SECRETO







Magda era una chica provinciana que había sobrepasado los cuarenta, con una sensibilidad muy acusada hacia lo delicado y  estéticamente bello. En su cuarto, llamaba la atención una estantería sobre la que se agolpaban en hilera ordenada, cuatro cajas de hojalata todas iguales con vestigios de cierta herrumbre en las cantoneras por el uso. Magda no desvelaba su contenido y para ella, cada una, era un verdadero tesoro.

Amelia era su mejor amiga, si la invitaba a pasar a su cuarto, la joven miraba las cajas esperando una confesión. Magda para atemperar el momento, se limitaba a contarle una  historia pausadamente y con tanto detalle que la joven, sin pestañear, la escuchaba como si fuera la primera vez; esperaba que Magda se sincerase, pero ese gesto nunca llegaba; se limitaba a explicar el origen de las cajas obviando su contenido. 
Desde que se conocían, esa escena se repetía con frecuencia; cuando Amelia miraba las cajas, era la señal para que Magda le invitara a sentarse en el borde de la cama y, a media voz, comenzara el relato. Amelia, muy atenta, consentía. 

—Amelia para mí estas cajas son algo más. A mi madre y sus amigas les traen recuerdos. Se reunían todas las tardes alrededor de una mesa camilla cubierta por un faldón protegido por un hule amarillento, descolorido y cuarteado por el desgaste del tiempo. Lo más importante para el grupo era lo que la mesa ocultaba en su interior. Justo debajo y en el centro, se refugiaba un entrañable y abollado brasero. Se aproximaban al borde de la mesa con las piernas muy juntas en señal de atención y para combatir el frío. El tema predilecto era criticar a alguna vecina que no estaba presente. 

—¿Y entonces?

— A media tarde, mi madre se levantaba y se dirigía a la cocina para preparar la merienda. Servía un chocolate muy caliente en tazones semiesféricos de loza blanca a los que todas las mujeres se agarraban para notar el calor. Pero eso no era suficiente. Mi madre volvía a la cocina, se escuchaba un sonido y aparecía en el comedor con una caja metálica. Todas esperaban impacientes y la ceremonia llegaba a su punto más álgido. Mi madre ofrecía la caja levantando la tapa. Todas esperaban. Doña Herminia, la mayor, cogía la primera, hasta que todas satisfechas, gesticulaban con una galleta en sus manos. Entonces aparecía yo y le recordaba mi madre que cuando la caja estuviera vacía la caja no la tirase, porque para mi era muy importante. Mi madre asentía complaciente y yo corría a mi cuarto. Esa es la historia de las cajas.

Amelia y Magda sabían que no era toda la verdad, pero daban la explicación por zanjada.

Las tardes que se encontraba con Amelia eran especiales. Al llegar la noche se encerraba en su cuarto y se acercaba a la estantería; cogía una de las cajas, la que parecía más vieja, la ponía sobre mis piernas y removía el contenido. Todas las cajas estaban llenas de postales. Láminas de cuadros de pintores famosos, antiguos y no tanto, con las que combatía la soledad; entre ellas  buscaba una que él le había regalado.  Era el recuerdo de ese su primer y único amor. Repetía la misma acción con cada caja. Así toda la noche hasta que llegaba el alba. Cuando le asaltaba el desconsuelo cerraba las cajas y aparecía la duda de si alguna vez había tenido esa postal, junto a la esperanza de que mañana la encontraría.



Javier Aragüés (julio de 2019)










martes, 23 de julio de 2019

SILENCIOS










  • Suspendido en lo más alto de un sueño. Los destellos de los días pasados no le dejaban  observar la dimensión del verdadero amor. Ya en la cúspide, surgió un silencio locuaz y prolongado, excesivo para él; le invadió hasta hacerle revirar la piel. Malherido, disparó las palabras sin reparar en el desenlace. Eran tan gruesas que rasgaron el sueño y ella se escapaba. ¿Qué había hecho mal? En silencio imploró. Ella, sin saberlo, evitó la tragedia


https://elpais.com/diario/2000/07/29/opinion/964821609_850215.html

                Javier Aragüés (julio 2019)


domingo, 21 de julio de 2019

NO SON SOLO PALABRAS





No se lanzan al azar. Son meditadas y jamás definitivas. Como tienen vida, buscan a la amada. Son releídas una vez y otra. Ellas, sometidas, se dejan acariciar por la mirada del amor. Intentan aproximarse hasta expresar lo que él siente, pero necesitan la ayuda del escritor. Dudan. Buscan la expresión que se acomode al deseo de la amante, hasta que suspira. 

Sigue el silencio y se desliza una lágrima. Al caer sobre la piel desnuda de la mujer es un punto y aparte. Ella abre los ojos emocionados; las palabras se nublan y continúa la espera hasta llegar a la última. Son pacientes y fieles esperando la frase definitiva, la que deslizándose por el papel cierra el sentimiento más rotundo. Cuando llega, es tal el impacto, que ella se siente la elegida y es el punto y final.



Javier Aragüés (julio de 2019)

martes, 9 de julio de 2019

LLAMABAN










No podía imaginar lo imposible. Faltaban unas horas. Estaba impaciente, luchaba por disimular mis deseos y los signos de inquietud. ¿Llamaban?¿Sería ella? Abrí la puerta. Con una sonrisa ingenua justificaba su negativa a consentir mis sueños. En ellos, me robaba la calma y despertaba el amor; los vivía con esa agitación que solo cesa cuando los labios y las manos se aplacan al sentir a la persona amada, sienten la sencillez de su piel, el candor se extiende por su cuerpo y ella consiente. Pero otro día, oí de nuevo esos golpes tan inequívocos como irreales. ¿Llamaban a la puerta? Al abrirla: nadie, solo la sonrisa. En mi soledad, seguí fabricando sueños.



Javier Aragüés (julio de 2019)



miércoles, 19 de junio de 2019

UN OLOR INCONFUNDIBLE




Puntual como cada mañana, la señora Elvira estaba sentada en el banco de la plazuela buscando un sol tibio que apenas se atrevía a aparecer. Vivía sola y nunca había salido de su barrio. Junto a ella, una perrilla mestiza con los ojos vivos y tristes que la servía de lazarillo. Las dos eran inseparables. La mujer, que a su edad apenas veia, esa mañana se mostraba especialmente inquieta, apretaba con las dos manos su bolso raído. Su rostro cambió cuando la perrita empezó a ladrar. Por el otro extremo de la plazuela, un hombre de unos setenta años, con buena presencia se dirigía hacia ella.

—Hombre don Enrique hoy parece que se retrasa, ya le echaba en falta. Estoy tan acostumbrada a nuestra charla — el olor de su colonia era inconfundible.

—Buenos días señora Elvira. Me he retrasado por qué me pareció no haber cerrado la llave del gas y, ya sabe, tuve que volver para asegurarme.
Tengo buenas noticias. He recibido una carta de Pilar mi hija, la que trabaja en Dinamarca. Este año quiere que vaya para pasar unos días con ellos, hace tanto tiempo que no la veo.

Al escucharle, la señora Elvira, con la mirada perdida, buscaba a la perrita con una de sus manos. Parecía que con sus caricias quisiera consolar al animal.
El hombre sabía que la señora Elvira apenas veía pero existía una complicidad recíproca como si ambos quisieran  ignorarlo.




-¿Hay alguien con usted?

-No se preocupe señora Elvira, no hay nadie más que su perrita y yo. Al escuchar su voz pareció calmarse.

Después de un rato de charla, el hombre se despidió. Mientras caminaba no podía dejar de pensar en la señora Elvira y su perrita.

A la mañana siguiente don Enrique acudió al banco como era habitual. Allí estaba la perrita sola, de la señora Elvira ni rastro. Al verle, la perrita comenzó a ladrar y hacía gestos para que le siguiera, pero él dudaba y aun sintiéndose algo ridículo decidió acompañar al animal que le condujo hasta uno de los edificios antiguos y destartalados que había cerca de la plaza. La perrita se paró en el portal. Una vecina entraba en ese momento. Enrique le preguntó por la señora Elvira.  —Sí, en el 2º derecha. La puerta estaba semiabierta y la señora Elvira caída en el suelo. La perrita lamia sus manos, entonces la mujer comenzó a moverse. Confusa, sintió el oler de la colonia, mientras se recuperaba. Don Enrique la ayudó a levantarse.

— ¿Qué hace usted aquí?—preguntó muy extrañada.

—Al no verla en el banco he pensado que algo había ocurrido y su perrita me ha traído hasta aquí.

—No sé qué me ha pasado, me he mareado y no recuerdo más. Pero ahora me siento mejor. Por cierto, ayer se me olvidó preguntarle cuándo se va a ver a su hija.

—De eso quería hablarle. No crea, le estoy dando vueltas y ya no estoy para viajes. Prefiero quedarme y seguir con mis rutinas. Ir a la plazuela cada día y charlar tranquilamente  con usted todas las mañanas y…

La señora Elvira con gestos torpes buscaba a don Enrique mientras la perrita lamía las manos de aquel hombre al olor de la colonia.



Javier Aragüés (Junio de 2019) Concurso Acem